Dos hechos −y podrían ser más− coinciden en salir a los medios estos días. Por un lado, que en Barcelona han trazado una nueva ruta literaria, la de los escritores del llamado Boom que vivieron o pasaron temporadas en la ciudad. Ya se sabe: la manía de las rutas literarias.
Otra, el último libro publicado de Fernando Savater, Aquí viven leones (Debate, 2015) escrito a dos manos con su mujer, Sara Torres –fallecida el pasado marzo− que trata de las cosas, las manías y los sitios de los escritores admirados por ambos. Un libro con el que Sara quería demostrar que la literatura buena no está reñida con el alma popular.
Puede que lleve razón Savater, cuando le dice a Borja Hermoso, en una entrevista de El País, que a él le gusta poner trampas a la gente para estimularles el apetito de la lectura, de la curiosidad por la cultura. Que les entren ganas de abandonar el adocenamiento de 'lo que se lleva leer o hacer' y entren en los laberintos celestiales, a donde sólo llegan los tocados por la gracia.
Recorrer las calles lisboetas por donde pisó Pessoa arrastrando su desasosiego; beber en las tabernas dublinesas que vació Joyce en los junios de los años; trasegar novelas en la Cuesta de Moyano como hacía Pío Baroja; cerrar los ojos en la paz del horizonte marino que cantó Valèry; o leer los versos de Bécquer en la plaza toledana del mismo nombre, como le tocó hacer en público a servidora, en el bachillerato, un Día del Libro de aquéllos.
¿Tiene esto sentido cuando se puede acceder al original, al fondo del corazón del escritor, simplemente hundiendo los ojos en las páginas del libro? Si no es así, difícil –aunque no imposible, claro− es que se llegue a puerto, a amar a esos 'leones', simplemente por contemplar el jardín donde Proust desayunaba o imaginar las meriendas chejovianas en aquellos días de verano del XIX, vestidos todos de lino blanco, con parasoles y guantes de encaje.
Quizás sea más práctico, no sé, darse un garbeo por el Museo Romántico de Madrid. Eso pensaba yo hasta que he leído estas declaraciones de Savater, cuyo libro pienso leer enseguida, casi segura de que lleva razón cuando afirma que se trata de tender trampas al lector para que sucumba en los brazos de la gran literatura. La que a él le sirvió de “paraíso invulnerable” cuando lo de ETA y los guardaespaldas. Refugio contra tormentas y atormentados maleantes. Aquella, sí, que leímos muy jóvenes, la que difícilmente volverá a repetirse.