La resurrección del Watusi

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Portada de 'El día de Watusi'.

El pasado viernes, en la librería Calders de Barcelona se celebró la reciente edición, por parte de Anagrama, de El día del Watusi, una trilogía de narraciones que pueden resumirse en un novelón de cerca de mil páginas, que el malogrado Francisco Casavella publicó entre los años 2002 y 2003, y que congregó a un curioso sector de la vida cultural barcelonesa, desde Jordi Herralde a Silvia Sesé pasando por Kiko Amat, Sisa, Marcos Ordoñez, Miqui Otero o Carlos Zanón. La cosa no es nueva, el pasado 15 de agosto se celebró allí el Día del Watusi porque en la trilogía de Casavella todo se resuelve en ese día. Fue una especie de tentativa a lo Bloomsday, el Casavelladay, y, por ahora, visto las ganas que todo el mundo tiene de celebrar algo, no me extrñaría que el ejemplo cundiese. Pero esta vez se trataba de una fiesta por la aparición de un libro, celebrado sin ser novedad.

En esta celebración hubo de todo, pero lo más importante es que, de las previsibles alabanzas a su autor, se sacaron algunas conclusiones curiosas que podrían explicar la razón de que en Barcelona Francisco Casavella sea tomado como una especie de Chirbes, del último Chirbes, en versión barcelonesa; mientras que en Madrid apenas sea reconocido como un autor interesante pero que su temprana muerte malogró lo que podía haber sido una carrera brillante pero imprevisible. Joan Riambau, su primer editor, habló, por ejemplo, de que en El día del Watusi, Casavella había sabido levantar como nadie el clima de corrupción política y financiera catalana y española, en lo que todo el mundo parecía estar de acuerdo. Marcos Ordoñez recordó que en su último libro de relatos, Juegos Reunidos, saca de personaje a un Casavella que se pasa toda una noche bailando la conga. Música, que si no de conga, pero sí de rumba, tuvo presencia en la Calders, con la presencia de Petitet, que cantó El triunfo, homenaje más que sentido porque recoge el título de una narración de Casavella, y la Orquesta Sinfónica de la Rumba del Raval. El acto lo finalizaron destacados DJ de la noche barcelonesa, Miqui Puig, Víctor Parkas y Barracuda.

Francisco Casavella murió en 2008 y, desde entonces, su fama de autor maldito, premonitorio, extraño, se extendió por todo el mundo barcelonés. De hecho Silvia Sesé fue la primera que en Destino publicó esta trilogía en un solo tomo porque entendió que, en realidad, se trataba de una sola novela y que la división sólo podía entenderse como algo relacionado con cuestiones de edición. Pero ahora, con ésta de Anagrama se quiere que esa fama se esculpa en reconocimiento casi oficial. La edición contiene dos prólogos, de Miqui Otero y Carlos Zanón, y un postfacio del propio Amat. Una edición con vocación de clásico.

Libro, por otro lado, que no ha tenido nunca la unanimidad que parece desprenderse de lo anteriormente descrito. Ignacio Echevarría, por ejemplo, en su momento reseñó El idioma imposible, título del tercer volumen de El día del Watusi, formado anteriormente por Los juegos feroces y Viento y joyas. En la reseña el crítico afirma que es una novela equivocada, y que Fernando Atienza, el protagonista de la trilogía, es personaje un tanto forzado. Sobre la primera parte, cree que es lo más genuino de la narrativa de Casavella, es decir, la que mejor se atiene a la influencia de Juan Marsé, Mendoza y Manolo Vázquez Montalbán, esas descripciones de las chabolas del Monjuic, y que las virtudes de Viento y joyas, donde describe la corrupción en la época de la Transición, es farsa fallida, burla que no ofende a nadie. Del personaje de Atienza, convertido en camello de los barrios altos de la ciudad, Echevarría concluye que es sencillamente un fantoche indolente.

Valga todo esto para dar una idea de las discrepancias que esta novela tuvo en su tiempo y que, ya digo, en el ambiente literario madrileño nunca tuvo demasida fortuna, quizá porque Casavella fue visto como un autor demasiado local, cuya narrativa, al contrario que la de Marsé o la de Vázquez Montalbán, no rebasó el ámbito de lo costumbrista. A mí, que leí El triunfo, cuando se publicó por vez primera, y que parece hoy muy alejado en el tiempo, Francisco Casavella me pareció un autor bastante dotado pero con unos tics que le afeaban la escritura, lo que en realidad no significa nada: hay grandes como Balzac o Galdós acusados de descuidados. Pero nunca imaginé, incluso después de leer en su momento El día del Watusi, que este autor iba a convertirse en escritor de culto. En cierta manera hace tiempo que Casavella lo es, quizá por el retrato generacional de la Barcelona de los ochenta. Y esta actitud revela que la fama de un autor nada o poco debe a cierto canon, sino que la pervivencia obedece siempre a otras razones. La reseña que Echevarría hizo en su momento es impecable como crítica, pero ello no significa nada porque quizá se le escapase lo que de perdurable había en este autor.

La reciente edición de El día del Watusi no es sólo cuestión comercial sino que obedece a la exigencia de cierto halo que este autor nunca dejó de poseer y que su prematura muerte potenció. Ahora, que Rafael Chirbes pasa por ser gurú premonitorio de la corrupción política, hacía falta otro escritor que hubiese tocado los mismos palos incluso antes, y ahí estaba Casavella para afirmarlo. Tanto Chirbes como Casavella están muertos. Haría falta saber lo que opinarían ellos de este tipo de celebraciones. De Chirbes lo sé, de Casavella lo imagino.

1 Comment
  1. Luis says

    A mí estas santificaciones de ciertos autores me dan un cierto repelús.

    No sólo por lo que tienen de religioso (esos Grandes Genios a los que adorar) sino sobre todo porque después lees los libros y decepcionan (al menos a mí).

    Así me pasó con Bolaño («2666», sobrevalorada, y «Los detectives salvajes», aun más sobrevalorada si cabe) o con «indudables genios» estadounidenses como Paul Auster, Richard Ford o Don DeLillo.

    Mejor los clásicos, de Austen a Eça pasando por Munro. Esos nunca decepcionan.

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