Treinta años de Pixar

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Entrada de la sede de Pixar Animation Studios en Emeryville, California. / Wikipedia

Recuerdo como si fuera ayer el día en que yo descubrí a Pixar. Estaba en casa de mi amigo, el poeta Alvaro Muñoz Robledano, donde estaba puesto en bucle, para deleite y control subliminal de sus hijos, el vídeo de Toy Story. En un momento dado, el Señor Patata se volvía hacia el Cerdito Hucha con los ojos colocados uno debajo de otro, la boca en vertical y la nariz a un lado. "Eh, mira, Hamm: ¡soy un Picasso" decía el Señor Patata. El Cerdito Hucha se daba la vuelta gruñendo: "Bah, no me importa". Entonces el Señor Patata soltaba con desdén: "Eres un cerdo inculto".

Me quedé completamente anonadado con el ingenio y la carga de profundidad de la escena. Los críos, por supuesto, se reían sin entender nada, encantados con la imaginería y el colorido que inundaba la pantalla. Pero, al igual que ciertas fábulas, el discurso esencial de la película, trufado de humor y de maravilla, iba dirigido a un público adulto. Ese cóctel tan difícil, sumado a la originalidad de la trama, al fabuloso desarrollo del guión, a la solidez de los personajes, a los chispeantes diálogos y a la impecable factura técnica de la película, inauguró el exitoso idilio que el estudio sigue manteniendo con crítica y público

Dirigida por John Lasseter, Toy Story, primer largometraje de la factoría Pixar, trataba la historia de un juguete que no sabe que es un juguete y que tiene que aprender su función, una deliciosa fantasía antropomórfica en el que los cachivaches de la infancia −muñecos, muñecas, soldaditos, piezas de lego− cobran una conciencia vívida y deslumbrante. Sin abandonar la comicidad, la segunda y la tercera parte ahondaban en la angustia existencial de estas pequeñas criaturas con una profundidad y una elegancia dignas de El séptimo sello. De hecho, el impresionante final de Toy Story 3 en el vertedero de basuras −que, gracias a una astuta maniobra, los adultos percibimos como el auténtico final de la película mientras los niños no− es una de las más convincentes imágenes de la extinción que haya parido el séptimo arte.

Sin duda la trilogía de los juguetes es la cumbre del arte de Pixar, aunque en los treinta años de vida que acaban de cumplir, los estudios no han dejado de entregarnos grandes frescos de ternura y felicidad, desde la conmovedora aventura de Monstruos S. A. a la distopía robótica de Wall.E, desde la magnífica odisea de Buscando a Nemo al brillante psicoanálisis de Inside Out. Cada espectador guardará en la retina su antología de momentos inolvidables, pero en mi colección particular brillan con luz propia el prólogo de Up, una bellísima historia de amor que en tres minutos abarca una vida entera, o los hilarantes guiños que homenajeaban en Bichos a Los siete samurais de Kurosawa. Mención aparte merece Los increíbles, una emocionante y desternillante parodia del cine de superhéroes que es, de lejos, la mejor película de superhéroes jamás realizada.

Hace treinta años los artesanos de Pixar demostraron que los juguetes eran capaces de fabricarse un alma. Falta saber si los espectadores también tenemos una.

Jorge Luengo Ruiz (Vimeo)

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