No sé si estamos ya en la quinta, la sexta o la vigésimo tercera revolución tecnológica. Lo que sí es seguro es que yo llevo tres o cuatro revoluciones de retraso. Soy uno de esos tipos enemistados de por vida con los electrodomésticos, de manera que imagínense con la informática. Cuando escribí mi primera novela, más de veinte años atrás, lo hice en una Underwood de hierro, un modelo que aparecía en las mesas de redacción de los periódicos en las películas de los años treinta y que bien pudieran haber aporreado Fitzgerald o Hemingway. Tenía una superstición metodológica, la creencia de que el espíritu de Faulkner podía manifestarse a través de los entresijos y varillas de aquella especie de piano de escribir. Todavía guardo esa vieja Underwood por algún lado y a su favor hay que decir que sigue siendo un cacharro bello, pesado y poderoso, con el encanto de las máquinas pasadas de moda, las tostadoras antiguas, los elegantes automóviles que conducían los gangsters por un Chicago en blanco y negro. Su misma pesadez la condena a la inmortalidad: probablemente sobrevivirá a varias generaciones de plumíferos. En su contra tiene casi todo lo demás. No es práctica, no es portátil. Hoy día, en una redacción del siglo XXI, sólo podría servir como adorno.
La indiferencia hacia la novedad puede disfrazarse de admiración hacia lo antiguo pero también ocultar una desconfianza patológica. En mi caso, esa desconfianza cavernícola me ha hecho perder todos los trenes que iban llegando y que al final acababa por tomar con varias estaciones de retraso. En esto, claro, tampoco soy muy original. Como casi todo el mundo, me resistí al disco compacto porque ya tenía una copiosa colección de vinilos. El DVD nos obligó a tirar a la basura toda nuestra videoteca. Yo me compré un MP3 cuando todo el mundo ya estaba tecleando en el iPod. La pregunta es, ¿perderemos el papel? ¿Llegará el día en que tengamos que prescindir de los libros, olvidar los bosques petrificados que acumulan polvo en nuestras habitaciones? ¿Y cambiar el crujido de las hojas de papel de un periódico, en especial al mojar un cruasán en café con leche el domingo por la mañana, por el necio parpadeo de una pantalla?
Al menos, los retrasados tecnológicos tenemos una excusa. En el campo del almacenamiento y transmisión de la información, en los últimos quince años se han sucedido una serie de avances tecnológicos comparables al desarrollo de la aviación en el pasado siglo. Durante milenios, el hombre no había logrado despegar del suelo, pero una vez que lo hizo, en cuestión de unas décadas, saltó hasta la Luna. En el campo de la información, aún es demasiado pronto para saber si la revolución que ha supuesto la informática será comparable, en influencia y alcance, al invento de Gutenberg. Aplicado al periodismo, en poco más de un siglo, el desarrollo ha sido espectacular, como pasar de la calesa y el tren de vapor al avión a reacción. El paisaje que escoltaba la mesa de un periodista ha cambiado por completo. A la pluma le sucedió el lapicero, después el bolígrafo, la máquina de escribir y el ordenador. Al mensajero y el servicio de correos le sustituyó rápidamente el teléfono y el fax hasta desembocar en el correo electrónico.
Consideremos el encargo más fascinante de la historia del periodismo. Sucedió en 1869, en París, cuando el director del New York Herald, Gordon Bennet, encomendó a un joven reportero (por aquel entonces destinado en Madrid para entrevistar al general Prim) que encontrase a un famoso explorador desaparecido en el continente negro:
Encuentre a Livingstone. Pero primero asistirá usted a la inauguración del canal de Suez y desde allí remontará el Nilo. Al remontar el río, haga una descripción de todo cuanto haya de interesante para los viajeros aficionados y prepare una guía muy práctica en la que se dé a conocer todo lo que merece ser visto y la manera de verlo. Terminada esa primera parte de su cometido, sería bueno que fuera a Jerusalén, pues he oído decir que el capitán Warren hace allí descubrimientos de gran importancia. Luego irá usted a Constantinopla, a fin de informar sobre las disensiones que existen entre el jedive y el sultán. Pasando por Crimea, visite los campos de batalla y diríjase en seguida hacia el Cáucaso y hasta el mar Caspio: aseguran que se proyecta allí una expedición rusa para dirigirse a Kiva. Marche después a la India, cruzando por Persia; desde Persépolis puede mandarnos alguna crónica interesante. Bagdad queda de camino: envíe alguna nota por vía férrea desde el valle del Éufrates. Y cuando esté usted en la India, embárquese desde allí hacia África en busca de Livingstone. Páselo bien y que Dios le acompañe.
A Henry Morton Stanley le llevó varios años cumplir tan fabuloso y complicado encargo, pero el resultado fue no sólo alguna de las crónicas más fastuosas del periodismo escrito sino también el nacimiento del mayor explorador de todos los tiempos. (Debemos señalar, de paso y entre paréntesis, que no todas las influencias de aquel filantrópico viaje fueron beneficiosas para la Humanidad. De no ser por Stanley, el imperio asesino del emperador Leopoldo II de Bélgica nunca hubiera adquirido los límites casi inconmensurables que adquirió). Ahora bien, si hoy en día existiese un director de periódico tan excéntrico y generoso como Bennet, y el hombre además careciese de corresponsales fijos, el encargo apenas hubiese durado poco más de un mes. Stanley dispondría no sólo de aeropuertos, land-rovers y helicópteros, sino también de GPS y de conexión a internet. Los lectores no habrían tenido que esperar un lustro a que apareciese el libro para completar la crónica del viaje. En un blog, el audaz reportero la habría despachado casi en tiempo real.
Es indudable que, de haberse realizado hoy día, el reportaje de Stanley habría ganado en rapidez y capacidad de difusión pero también lo es que habría perdido en todo lo demás. En profundidad de análisis, por ejemplo. En belleza literaria, sin duda. Dicho de otro modo, habríamos ganado un reportaje fotográfico sensacional, una noticia de primera plana dada a tiempo casi real pero habríamos perdido al Stanley escritor. En ese sacrificio se encuentra una de las encrucijadas del periodismo actual. El de reportero es, cada vez más, nos guste o no, un oficio en peligro de extinción.
Ya sea por razones económicas, logísticas o las que fuesen, los periódicos actuales no están por la labor de enviar un periodista en mitad de un conflicto armado o pagar una corresponsalía en el extranjero. Ante los peligros de escribir en Bagdad, durante la segunda guerra del Golfo, ciertos diarios se nutrieron sin ningún pudor de la experiencia de jóvenes blogueros iraquíes que permanecían atados a sus pantallas para dar cuenta valerosamente del día a día de la ciudad sitiada. Evidentemente es un método mucho menos costoso que el de enviar y mantener allí a un viejo reportero con el oficio aprendido, un Javier Reverte o un Manu Leguineche, por ejemplo. Pero, ¿qué obteníamos a cambio? Observaciones de aficionado, en el mejor de los casos. Noticias sin contrastar. La prosa de un chaval de quince años. Lo barato, ya se sabe, siempre sale caro.
No voy a defender el regreso a la Underwood ni a la calesa, sobre todo porque es imposible. Pero creo que puede, y por lo tanto debe, lograrse un equilibrio entre el periodismo de altura y la rapidez, la urgencia maníaca con que se solicita la información hoy día y que inevitablemente transforma la noticia en ficción. En el momento de ver el primer avión estrellarse con una de las Torres Gemelas, nadie sabía muy bien qué estaba sucediendo. Estábamos viendo una película. Testigos presenciales o casi presenciales (algunos de ellos escritores de reconocido prestigio) escribieron una crónica apresurada que no difería mucho de cualquier relato de una atrocidad. Lugares comunes, condolencias, espantos. Faltaban los detalles, las pinceladas que dan a un escrito el estatuto de verdad y también la visión de conjunto. Faltaba ese zoom, el poso de la experiencia. A casi todos los periodistas (y me incluyo, porque me tocó escribir sobre el asunto una columna para la desaparecida agencia Faxpress), la noticia del siglo nos cogió con el pie cambiado. En el mejor de los casos, el ataque sirvió como excusa para que los columnistas más osados, como Matías Vallés en el Diario de Mallorca, forjaran magníficas piezas de orfebrería fúnebre. Pero tuvieron que pasar días e incluso semanas para digerir la magnitud de ese acontecimiento y ser capaces de comprenderlo, de contarlo en toda su longitud y complejidad.
Me temo que la prisa, en sí misma, no es una virtud. No lo es para el amor, no lo es para la literatura y no lo es tampoco para la información. También Stanley, en su blog, habría anunciado veinte veces el encuentro con Linvingstone antes de narrar definitivamente el encuentro oficial. Sin embargo, creo que la mayor pérdida que habríamos sufrido sus lectores, habría sido mucho mayor. Habríamos perdido, por decirlo de algún modo, el perfume de África, la sensación de descubrimiento, de enamoramiento, de conocer un sitio por primera vez. Aunque parezca mentira, esto no depende tanto del lugar ni del tiempo como del propio Stanley. África está ahí, sí, pero hace falta un ojo privilegiado, una sensibilidad especial y un talento de primer orden para transmitir su luz a los lectores. De ahí que volviéramos a descubrir África, otra vez, en las páginas de Hemingway, de Isak Dinesen o de Kapuscinski. Eso es lo que nunca nos dará un ordenador ni una lente fotográfica ni un fax: el pulso narrativo, el ojo y la visión de un reportero. La tecnología no es un fin en sí misma sino un medio para alcanzar un fin. Yo he visto y leído cientos de descripciones de la guerra del Golfo pero en muy pocas he sentido ese extraño olor que desprende el buen periodismo, ese olor que denominamos “realidad”.