El evangelio según Marcus

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El músico Marcus Miller en una foto de archivo. / Efe

Más de veinte años después de su muerte, a Marcus Miller le siguen preguntando por Miles Davis en las entrevistas, y si no le preguntan, ya se las apaña él para mencionarlo. Su relación fue un poco más íntima que la de mentor, maestro o amigo que el mítico trompetista mantuvo con generaciones y generaciones de músicos. Miller habla de ella con cariño y humor -recordando los pases de modelos privados que Miles le hacía en casa cada vez que se compraba ropa- pero también con la reverencia y la unción del apóstol que conoció al profeta. No había cumplido veinte años cuando ya era un reputado bajista de estudio que había escoltado a Aretha Franklin, David Sanborn, Grover Washington Jr., Roberta Flack o Al Jarreau. Un día de 1981, del brazo del saxofonista Bill Evans, entró en un estudio de grabación y se encontró cara a cara con la leyenda. Miller, nervioso, saludó y dijo que era primo de Winton Kelly, uno de los dos pianistas del Kind of Blue, pero eso no pareció impresionar mucho a Miles. El Ronco -como lo llamaban por su característica voz de lija- tenía un carácter endiablado, pero si pasabas la prueba y te dejaba entrar en su círculo íntimo, la recompensa era magnífica.

Aparte de reforzar -junto a Bill Evans, Al Foster, Mike Stern y Mino Cinelu- la primera gran formación del trompetista desde su regreso y de participar en uno de los mejores directos de su carrera -el prodigioso We Want Miles-, Miller fue el hombre clave en la producción y composición de Tutu, una de sus últimas obras maestras y un hito en el desarrollo de la música de fusión. Con el título del álbum y un tema dedicado al obispo Desmond Tutu, otra canción excelsa dedicada a Mandela (Full Nelson) y una asombrosa carátula con el rostro de Miles quintaesenciado en escultura africana por obra y gracia del fotógrafo Irving Penn, el disco era no sólo un homenaje a la lucha contra el apartheid en Sudáfrica sino una reivindicación de la raza negra. He ahí otro legado milesiano que Miller ha recogido en sus manos: su último disco, Afrodeezia, recoge su experiencia como portavoz de la UNESCO en un viaje a través de la denominada Ruta del Esclavo. "Es una reconciliación con mis raíces" dice Miller en una entrevista. "Durante la grabación del álbum me hice una prueba de ADN y descubrí que un 30% procede de Nigeria, un 15% de Costa de Marfil, un 14% de Camerún y un 3% de Liberia".

Cuando Marcus Miller sale al escenario y se cuelga el bajo en bandolera, África repercute en cada cuerda junto al toque funky, la energía del rock y el dulce lamento del blues. La noche del martes 12, en el Teatro Nuevo Apolo en Madrid, se atrevió a llevar la mezcla hasta la tierra misma del flamenco en compañía de varios músicos invitados (Josemi Carmona, Pepe Bao y Amir John-Haddad), un experimento arriesgado en que el empaste no acabó de funcionar. La guitarra española y el laúd combinados apenas cubrían el hueco de Adam Agati, el cajón no podía suplir los recursos del gran Mino Cinelu y no se entendía la necesidad de doblar el bajo, cuando el propio Miller suena como si fueran dos. Como suele ocurrir la mayoría de las veces, el flamenco iba por un lado y el jazz por el otro. Aun así, Miller cogió la batuta de director de orquesta y poco a poco logró sumar a los disidentes a la causa común. El evangelio sonó en toda su pureza en la propina final, el formidable Blast, en la tonada icónica de Miles, Jean Pierre, y en Gorée, la fabulosa balada que Miller dedica a la isla de Gorea, en la costa de Senegal, la última tierra de África que los esclavos veían antes de partir encadenados en las bodegas de los barcos. Fue el único momento en que agarró el clarinete bajo, un instrumento poco habitual en el jazz con el que tejió un canto de esperanza, una plegaria de luz y de compasión por el triste destino de sus antepasados.

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