El escritor nacido en la ciudad libre de Danzig, que ahora queda en Polonia, Günther Grass, dejó escrito un largo adiós que se ha desvelado al año de su muerte. De la finitud (Alfaguara, 2016), traducido de manera espléndida por Miguel Sáenz, su amigo y confidente, resume entre poemas, reflexiones y dibujos propios a lápiz blando, casi una vida, la del autor de El tambor de hojalata, y sobre todo los años finales, en los que tuvo tiempo de contemplar el bosque y patear la playa como si fuera la última vez, cada vez. Un testamento para sus lectores que es un severo testimonio del esfuerzo de despedirse definitivamente de tantas cosas bellas, de muchos buenos momentos.
El libro está lejos de tratarse de un ejercicio nostálgico aunque sí contenga gotas de melancolía, sino que afina una acendrada crítica al mundo actual como reflexión de lo que muestran la prensa y los telediarios, el sombrío panorama de lo cotidiano: la xenofobia, el abandono de los refugiados, el terrorismo, los latigazos de Angela Merkel y los mercados:
En Francfort del Meno,
donde habita el dinero,
se ha asentado el miedo.
Gracias a la protección de alquileres vigente
no se le puede echar
y engendra niños que alborotan ante la Bolsa
y juegan al Viernes Negro.
No se deja al margen a sí mismo, en retratos crueles y en más de una ocasión se dibuja casi con escarnio, como para castigarse por algún delito cometido en su juventud. O, como conocedor que fue de Calderón, por el delito mayor del hombre, haber nacido. ¿Cómo, si no, interpretar el empeño de dibujar el cráneo medio roto y polvoriento de un alce y colocar junto a él su propia dentadura postiza? Y escribir un poema de ello. Igualmente, en sus reflexiones, no busca compostura ni atavío atractivo sino más bien romántico en sentido estricto; descarnado. Áspero, casi bronco Grass.
Aprovecha para saldar cuentas y pedir excusas a aquellos que han podido verse perjudicados por él, sin que falte un punto de ironía, un humor algo cáustico a veces, amable y dulce, casi, otras. Sin mencionarle, pide excusas a Claude Lévi-Strauss por sus hurtos literarios de Lo crudo y lo cocido que tan bien sentaron en El rodaballo. De ahí vendrá, a lo mejor, la traviesa confesión de que “siempre había deseado reencarnarme en cuclillo aficionado a nidos ajenos”.
Y no se trata tampoco de un lamento resignado por la muerte cercana. “¡Qué va! –escribe en Cuando perdí el olfato y el gusto- Son sólo estados de ánimo que desaparecen solos”. Consciente de que “hay tantas cosas nuevas, todavía ignotas...”
Como para exorcizar el miedo a qué sea eso de morirse, Grass implica a su mujer en el encargo de sus ataúdes, cada uno de diferente madera y detalles según sus gustos, que almacenan en el sótano de su casa y hasta prueban, yaciendo unos minutos dentro, uno al lado de la otra y comentando sus sensaciones. Lo macabro queda desterrado por las notas de humor, a las que se suma el episodio del robo de las cajas en invierno que, misteriosamente, son devueltas a su lugar al verano siguiente.
Viajero que se queda en caminante, recogedor de piedras raras, plumas de ave, conchas de la playa, objetos que le sugieren dibujos y hasta ideas de las que escribir, Günther Grass contempla boquiabierto esos objetos que le regala el bosque, como si fuera la primera vez y así procura contarlo.
Narrador, aunque también artista plástico, que para eso estudió Bellas Artes en Düsseldorf, Grass no puede evitar relatar historias constantemente, que aquí tienen que ver con la vida misma y ese tiempo, que nos llega a todos, en el que hay que figurarse cómo dejarla de la mejor manera posible. Y, si es verdad que Dios, que lo ve todo, ha muerto, como parece, al escritor se le ocurre apelar a las nuevas divinidades omnividentes, con un tono infantil, como afirma volverse él cuando piensa en lo divino:
Ay, querido dron,
te pido perdón
para poder ir al cielo de rondón