CUARTOPODER
[Raimundo Castro (Torremocha, Cáceres, 1955), socio y colaborador de cuartopoder.es, acaba de publicar Los Imprescindibles (La Esfera de los Libros), cuyo subtítulo, La novela de los últimos maquis, revela el eje en torno al cual gira la obra, segunda de ficción del autor tras La quema (Sedmay, 1979). Por cortesía de la editorial publicamos el primer capítulo]
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El mejor de los invisibles
Aquellos ojos risueños la contemplaban, más allá del tiempo, desde el abismo celeste de los charcos. El anciano permanecía sentado frente a ella en su pequeña silla de tijera. Allí, en medio de la plaza. Durante horas. Y la muchacha experimentaba un desasosiego irritante. Casi vergüenza. Era como si la desnudase con su mirada vertiginosa. Como si un entomólogo de almas diseccionara su personalidad con el bisturí de su iris diamantino.
La tenía fuera de sus casillas. Se preguntaba qué leches estaría haciendo en la Puerta del Sol un viejo valleinclanesco que, a simple vista, rondaba los mil años y por qué la observaba tan indecentemente. Pero ignoraba qué responderse.
Se había escrito mucho de que en la acampada del 15-M había indignados para todos los gustos y de todas las edades, pero aquel carcamal rompía los moldes. Su presencia perturbadora le destemplaba el ánimo. Parecía la de un provocador. Sobre todo cuando tiraba de cuaderno y tomaba notas mientras exploraba sus movimientos y le sonreía.
Llegó el momento en que no pudo más. Descruzó las piernas, se apoyó en el saco de dormir que había enrollado de mala manera y levantó el culo del cartón que habitaba desde la gran noche del quince. Se acercó hasta él con la resolución de quien está dispuesto a romper el cordón policial en una manifestación prohibida y le preguntó a bocajarro, casi groseramente, por qué demonios la miraba tanto. Y así.
El Matusalén volvió a sonreír con esa dulzura que acrisolan los años. Ella le recordaba desmedidamente a una joven que había conocido hacía mucho, mucho tiempo. Era igualita. Bueno, muy parecida. ¡Qué decía! Parecidísima. Tenía que perdonarle. No había caído en lo molesto que podía resultar. Pero era eso. De verdad. Que andaba fuera de sí, encadenado a los recuerdos, desde que la vio allí tumbada, gritando consignas, discutiendo con todos, bailando con la gente. Como su Alba Inés, pero casi ocho décadas después. Igualito.
Él volvía a tenerla delante, deslumbrante, viva. Los mismos ojos volcánicos en todos los sentidos. Verdinegros como la obsidiana. Y esa cara de eterna adolescente, siempre resuelta. Y ese cuerpazo menudo. Pero ¡qué cuerpazo!… En fin. Ella misma rediviva. Exactamente eso, su Alba Inés vuelta de la sima de la memoria. El anciano había acudido a curiosear el movimiento de los chavales indignados. Le gustaban sus principios. Estaba bien. Pero no dejaban de ser unos pipiolos, avisó. Se quedaban en lo elemental. Que si cambio de la Ley Electoral para hacerla más proporcional y que hubiese listas abiertas. Que si el derecho a una vivienda digna. Que si sanidad pública, gratuita y universal. Y educación laica. O la implantación de la Tasa Tobin, la reducción del poder del Fondo Monetario Internacional y del Banco Central Europeo. Cosas así. Y, por supuesto, la condena a tope de la corrupción, especialmente la vinculada a los políticos, la reducción del gasto militar y, qué coño, acceso popular a los medios de comunicación, tan manipulados y manipuladores. No es que estuviera mal. ¡Quia! Pero…
Elevó los hombros mientras sonreía. Nadie, dijo, había propuesto medidas contra el ejercicio abusivo del poder, aunque fuera democrático. Más allá de la famosa frase grandilocuente del bueno de lord Acton, aquello de que el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, ignoraban, añadió, que el poder político, económico, religioso o cultural, el poder con mayúsculas, es el humus de la corrupción. Podrían haber propuesto, por ejemplo, que todos los cargos electos, desde el presidente hasta el más humilde concejal, solo pudiesen ocupar un puesto público durante uno o dos años. Algo así. Para que no tuvieran tiempo de acomodarse ni hacerse con las riendas de las trampas. Además, añadió con recochineo, la mayoría de los políticos profesionales aspiraban a gobernar por lo menos cuatro años para que la gente olvidase lo que hicieron el primero. «Viven de la amnesia colectiva», sentenció.
Lo más curioso fue que los jóvenes reclamaran unanimidad para adoptar cualquier decisión cuando, a su juicio, no hay nada más humano que la falta de entendimiento. Pero eso no era lo que más le preocupaba. Lo que le impresionaba, sobre todo, era una salvedad muy especial. Habían alcanzado un acuerdo en el que, sorprendentemente, consiguieron la concordancia total sin necesidad de votar a mano alzada. El de la recuperación de la memoria histórica. ¡Ja!, exclamó. ¡La memoria histórica! Si pudiera hablarles de las traiciones y la miserable ingratitud... Posiblemente, sentenció, la transición democrática habría sido muy distinta si toda España hubiera honrado a sus héroes antifranquistas, a sus derrotados. Pero las cosas fueron como fueron. No había que andar con posibilismos, lamentando siempre lo que pudo haber sido y no fue. En eso, se dijo, aquellos indignados que se rebelaban contra la resignación podrían propagar algo nuevo. Incluso desde esas posiciones que tanto le enfadaban, la falta de organización y el pacifismo a ultranza, podrían acabar topándose con la piedra filosofal.
Aquel primer día, cuando descubrió a la muchacha que le empitonó las tripas de la memoria, la invitó a tomar un café. Apoyados dificultosamente en la atestada barra de Casa Labra, se presentaron de mala manera. Ella dijo que se llamaba Alicia. Así, a secas. No quería revelar su apellido. Bastante le disgustaba ya llevarlo sobre la bata de médica internista en el hospital donde trabajaba de MIR. Pero no por el oficio. Amaba su profesión. Era por la solemnidad que le daban los pacientes con el «doctora» delante. —Odio las solemnidades —aclaró.
El anciano, sin darse cuenta, tiró de solemnidad. Era Federico Espejo y dijo que había sido miliciano durante la contienda, aunque nunca pasó a formar parte del Ejército Popular. Y añadió que luego, cuando ganó Franco, se hizo enlace de la guerrilla de aquella manera hasta que consiguió una identidad falsa y evitó como pudo acabar en la cárcel o en la cuneta.
El follón tasquero impidió que entraran en detalles. De modo que, si quería, comentó el viejo resabiado, podían quedar a charlar de vez en cuando. Si era posible, a desayunar un día que les viniera bien. Por ejemplo, el sábado siguiente. Ya vería. Le iba a contar cuatro cosas de esas que nunca se enseñan en la escuela. A la chica le encantó la cita y, como vivía en la calle de Mesón de Paredes, preguntó al anciano si conocía el viejo café Barbieri, al que llamaban Nuevo desde hacía lustros. El abuelo se rio con ganas. ¡También era casualidad! Residía desde hacía tanto tiempo en Lavapiés que incluso había conocido personalmente a Xabier Rekalde, el cantautor experto en jazz, medio periodista, medio comerciante y medio muchas cosas más, que resucitó la cafetería a primeros de los ochenta. Le pareció ideal. Estarían como en casa.
No pudo ser. El Nuevo Barbieri solo abría por la tarde desde hacía años. No daba desayunos. De manera que, si le parecía, comentó, podían quedar en otro sitio. ¿Y Casa Manolo?, preguntó el anciano. ¿Casa Manolo?, inquirió ella. Sí, le dijo. Allí, por donde las traseras del Congreso. Tenían unos churros que no querías que se acabasen nunca y, si se terciaba que algún día se reunieran más tarde, ya desayunados, podrían tomarse unas croquetas tan buenas que todo el mundo decía de ellas que eran como las que hacía su madre. Podían quedar en la plaza de Lavapiés y aprovechar para dar un paseo hasta allí. Aunque la ida fuera dura por la subida desde la calle del Ave María hasta la del León, siempre agradecerían la vuelta cuesta abajo, bromeó.
El primer día que quedaron, Federico Espejo se descorchó de entrada. Se sinceró. Podía llamarle el Remedios por su nombre de guerra. Pero, para los amigos, era la Reme. Que imaginase por qué. Sí, por eso. Ya le contaría.
La Reme era un nonagenario de piel recauchutada. Para disimularlo, acudió a la cita vestido como un dandi. A lo Oscar Wilde, que dijo él. Pero, en realidad, tiraba más a macarrón de los cincuenta con su chaqueta cruzada, su foulard de lunares y un pañuelo de seda rosa que se desparramaba como lengua de Jagger desde su bolsillo chaquetero. De su carrocería solo resultaba original, diferente a todo lo conocido, un gran sombrero negro de alas caídas hacia arriba como pezones de novicia. Se excusaba diciendo que lo llevaba para protegerse del sol, el frío y la lluvia. Pero era pecado de coqueto.
Se acurrucaron por primera vez en torno a una mesa rectangular de mármol, de esas que se asentaban sobre estructuras metálicas de las máquinas Singer. Y ocuparon sillas de madera barnizada que ajustaron a un rincón donde nunca daba el sol, pero su luminosidad rebotaba, esplendorosa, en un cinturón de espejos desconchados.
El Remedios empezó contándole que hubo un tiempo, nada más empezar la transición, en que se habló algo de las desventuras de los guerrilleros antifranquistas. El pueblo quiso saber, hacer justicia histórica. Pero era políticamente incorrecto. Podía imaginarse. Por aquello de que fueron la oposición armada contra el franquismo. Armada… ¿comprendía? Y giró las manos como si le cantara a un niño la tonada de los cinco lobitos. Para los nuevos políticos demócratas era mejor no meneallo. Sobre todo porque la Guardia Civil, a la que le tocó el papelón de combatirlos con tanto muerto de por medio, no quería ni oír hablar de ellos. A los ojos de la Benemérita y el Régimen de Franco, eran bandidos, bandoleros. Le entendía, ¿no? Pues eso. Puñetera escoria comunista. Cuando llegó la democracia, explicó, todo el pasado era penumbra. Aunque brotaba la democracia, incontenible, los guerrilleros se habían estrellado contra un murallón de silencio. El miedo seguía emponzoñando el aire y nadie hablaba de la historia adormecida. A los viejos testigos les amedrentaba la crudeza de unos recuerdos tenebrosos y amargos. Y los jóvenes, simplemente, ignoraban los acontecimientos.
Franco había muerto, pero perduraba su obra destructiva más allá de la restauración democrática. El recelo, la desconfianza, el miedo se habían convertido en cicatrices imborrables, imposibles de corregir por un lifting político. Venían de muy atrás, dijo el Remedios. Estaban curtidos por decenios de oscuridad. Y el futuro luminoso que sembró el Setentaysiete no pudo disimular los costurones. El temor a la dictadura se había transformado en manía persecutoria colectiva. El generalísimo había expirado en la cama porque el estar acojonao, así, sin la de, pasó a formar parte sustancial del ser ibérico, un estereotipo más de lo español que se sumaba al de zascandil, vago y anarquista de ocasión. Los nuevos tiempos jubilaron el valor torero y se mofaron de su pasado esplendoroso remitiendo los oropeles al enjuague del papel cuché para que las clientas de las peluquerías consumaran el escarnio de ponerlo en solfa entre lavado y tintura. España, sentenció, tardó poco en sestear como un rentista cuarentón que había comido bien y aguardaba en el bar, jugando al mus, la emisión del partido nuestro de cada día.
Con todo, dijo iluminando sus ojos de caramelo, nunca era tarde para recordar. Y por eso quería contarle la historia de los guerrilleros antifranquistas que había conocido. Sobre todo la de Miguel, el Cambiao, un luchador muy, muy especial, que había dejado huella. Para que su memoria no se perdiese. Y porque, posiblemente, conocer el pasado de verdad le ayudaría a comprender un poco más por qué era tan importante el movimiento regeneracionista del que formaba parte, Democracia Real Ya. El DRY. Tenían gracia las siglas, ¡eh! El DRY. ¡Joé! Había sido premonitorio. Solo faltaba combinarlo con el zumo revolucionario adecuado. Y ¡zas! Un cóctel cojonudo. Mezclado, por supuesto. No agitado. La joven doctora se rio antes de preguntar: «¿El Cambiao?, ¿qué Cambiao?». Y Federico Espejo, influido por la vieja costumbre de hablar bajo cuando trataba de asuntos clandestinos, como si le revelara un gran secreto, respondió acercándose a su oído:
— Era el mejor de los Invisibles.
¡Por fin! Después de años empollando el huevo, ha salido del cascarón la esperada novela de Raimundo. Ojalá tenga los lectores que se merece, porque Rai se la ha currado con seriedad y rigor. Conoce el tema de los maquis como nadie y a pesar de todo lo que se ha escrito sobre el tema (ensayos y ficción) estoy seguro de que Raimundo aportará nuevas visiones y valiosas interpretaciones de un fenómeno que, como se dice en este capítulo para hacer boca, ha sido injustamente silenciado durante décadas.