David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962-Claremon, California, 2008) es autor venerado por generaciones de jóvenes que han visto en sus novelas, llenas de introspección y de conclusiones atrayentes sobre nuestra vida actual proyectada en una profunda melancolía que se lleva por delante todos los mitos de la sociedad postmoderna, respuestas llenas de amargura a ciertas cuestiones candentes que parecen clarificarse porque el autor es proclive a introducir multitud de reflexiones sobre arte y literatura en sus narraciones. Esto conlleva el peligro de ser considerado una especie de profeta en tiempos de desesperanza y hay ya una nueva generación dispuesta a convertirlo en banderín de identidades culturales: de los jóvenes barbudos, con jerseys imposibles de hoy con su libro de Foster Wallace bajo el brazo a los de Saint Germain de Prés, con jerseys negros de cuello cisne portando las de Sartre y Camus, escuchando la voz de Juliette Greco sólo median sesenta años. Francia, país hasta hace treinta años pionero en esto de las modas culturales, ha sucumbido también a los encantos de Foster Wallace y eso que allí tienen una réplica más cínica con Michel Houellebecq que, éste sí, ni por lo más remoto terminará como su colega norteamericano, referente éste junto a Jonathan Franzen, Richard Powers o Mark Layner de una generación que toma el relevo de lo que queda de los grandes de la novela norteamericana, Don de Lillo o Philip Roth. Foster Wallace ha pasado, como aquel John Kennedy Toole, por su suicidio, se ahorcó, a la mitología de los malogrados, condición que fascinó siempre a la sociedad norteamericana desde los tiempos de Edgar Allan Poe.
El tenis como experiencia religiosa, libro póstumo entre nosotros, publicado por Literatura Random House, recoge dos ensayos que Fosters Wallace dedicó al tenis, su gran pasión: “Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos” y “Federer como experiencia religiosa”. Ensayo éste que explica la fascinación que autores como Foster Wallace ejercen hoy día. En él, Foster Wallace habla de Roger Federer en términos místicos y describe la rivalidad en Wimbledon entre Federer y Rafael Nadal con lenguaje épico, de enfrentamiento de dos colosos al modo de la carrera de caballos en el hipódromo de la película Ben Hur. Leyendo este ensayo, bello por lo demás, recordé El combate, aquel fascinante libro que Norman Mailer escribió relatando la pelea de Cassius Clay y George Foreman en el Congo en 1974, un modelo de unión entre literatura y periodismo muy pocas veces conseguida. Pero también recordé aquel dicho de Chesterton de que cuando se deja de creer en Dios se corre el peligro de creer en cualquier cosa y, de paso, declaraciones de algunos gozadores de las interpretaciones de Glenn Gould, sospechosamente siempre eran Las variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, sobre las experiencias místicas habidas con dichas interpretaciones. Gould como dios moderno; Federer, también, Nadal, menos, pero rival digno. Casi la vieja lucha entre olímpicos y titanes en las viejas mitologías. ¿Viejas? Estamos en tiempos de Juego de tronos. No, no es fantasía: de todo esto hay en el ensayo o se puede colegir.
Las relaciones de Foster Wallace con el tenis fueron idílicas y tiránicas desde que el autor era ya niño. Cuenta la leyenda, inventada por él mismo, que estuvo a punto de ganarse la vida con las raquetas, leyenda que contribuyó como nada la publicación de su gran novela, La broma infinita, donde el protagonista abandonaba el tenis por su condición competitiva, lo que le llevaba a un laberinto de cuadros maniacos depresivos. Su biógrafo, D. T. Max, en su libro Todas las historias de amor son historias de fantasmas, revela que Foster Wallace padecía de trastornos bipolares, como el protagonista de su novela, pero que respecto al tenis no pasó de jugar en su etapa del instituto, aunque, eso sí, acompañaba en el autobús a sus compañeros que iban a jugar en serio mientras él, en la trasera, se dedicaba a fumar canutos de marihuana.
“Democracia y comercio en el Open de Estados Unidos” describe el partido habido en Flushings Meadows en 1995 entre Sampras y Mark Philippoussis, que Foster Wallace llega a calificar de combate entre Atenas y Esparta. Con metáforas así la fascinación está asegurada, a lo que contribuye el talento narrativo del autor cuando cambia de tercio y describe no sólo lo que ocurre en la cancha sino en las gradas: el precio de los hot dogs, la proliferación de camisas azules, de badanas Nike, los aviones del aeropuerto JFK que truenan cuando pasan por encima de Queens... en fin, un reportaje soberbio, aderezado con las alusiones terribles del cuadro depresivo que amenazaba al autor. Esa perra enfermedad.
“Federer como experiencia religiosa” es ensayo más melancólico. Escrito a tres años vista de su suicidio, hay en estas páginas premoniciones de ese destino. El autor logra hablar en Londres con Federer, su tenista favorito, tanto que en las páginas lo compara con Apolo, mientras, claro, Rafael Nadal es Dionisios, el eterno aspirante a destruir el orden luminoso. Lo cierto es que, en esto se nota que Foster Wallace es un escritor finamente dotado pues el ensayo posee dos niveles de correspondencia: Federer es el último de los tenistas que resiste a la tendencia del saque inicial propio de un bombazo, moda que para Foster Wallace representa el caos, la muerte, la destrucción. Ese estado se corresponde al de los últimos meses de la vida del autor. Esa correspondencia es inquietante y eleva el ensayo a categoría literaria.
David Foster Wallace, de nuevo, en español... y con Rafael Nadal por medio.