Polvo con un desconocido

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Lucía Martín *

Imagen: Wikimedia.
Imagen: Wikimedia.

Pocas cosas generan tanto morbo como hacérselo con un desconocido/a, no me digan que no han fantaseado con ello alguna vez: un aquí te pillo, aquí te mato con alguien con el que probablemente no volverás a cruzarte en tu vida; un polvazo sin ápice de moralidad, sin prejuicios, con una persona que ni te va ni te viene pero que en un momento determinado y por las razones que sean, te ha excitado.

Había asistido a ese Congreso de periodismo invitada para dar una charla, era el último día de la cita pero como los horarios de vuelta a Madrid eran muy malos, decidí quedarme a pasar la noche. Le vi mientras estábamos en la mesa redonda: buen porte, algo más de 40 años, bien vestido, atractivísimo, sonrisa que desarmaba y, lo mejor, una mente clara, un discurso pausado, sereno... Nuestras miradas se intercambiaron en varias ocasiones y fue la primera vez que lo pensé: “Joer qué bueno está, me lo follaba sin pensármelo”.

Una sabe, y creo que a los chicos también les pasa, cuándo hay feeling con la otra persona, cuándo aparece el deseo y tenéis el mismo pensamiento calenturiento. Yo lo intuía en sus ojos y en su sonrisa. En la comida nos las ingeniamos para sentarnos el uno al lado del otro, el nivel de conversación en la mesa era tal que nos costaba intercambiar frases pero tampoco hizo falta, en un momento determinado, antes de los postres, noté su mano en mi muslo derecho: suavemente, me subió el vestido y acercó sus dedos a mi ingle. Le miré con lascivia, invitándole a seguir: aguantando la risa, no dejaba de ser una situación comprometida, acercó sus dedos a mi sexo que ya estaba ardiendo y consiguió meter uno de ellos dentro de mí. Me costó no gemir y me revolví nerviosa en el asiento mientras me penetraba con el dedo.

Él no paraba de sonreír al resto de comensales e, incluso, de mantener conversaciones, lo que me excitaba aún más: vaya control de sí mismo. Repentinamente sacó el dedo y disimuladamente, se lo llevó a la nariz y seguidamente, lo deslizó entre sus labios. Con las bragas chorreando me levanté y le dije que le esperaba en el baño. Con un sofoco como si fuera menopáusica llegué a los baños femeninos y entré en uno de ellos: unos minutos después oí la puerta. “¿Eres tú Roger?” pregunté. Abrí la puerta de mi baño y allí estaba él, abriéndose ya la corbata y la camisa. No hizo falta hablar, cuando las ganas apremian, las palabras sobran: me fui directa a su boca porque me moría por sentir su lengua, mientras nos quitábamos como podíamos la ropa (los baños de los palacios de Congresos son más amplios que los de un avión pero tampoco sobra el espacio). Se puso de rodillas y con su boca enfrentada a mi coño, empezó a lamerlo con furia, lo que me obligó a taparme la boca para evitar que todo el edificio se enterase del placer que me estremecía. Se entretuvo lamiéndome todo lo que quiso y más y cuando yo ya no podía más, volvió a mi boca y me metió la verga sin contemplaciones, tampoco eran necesarias, ya estaba empapada.

Y allí, con una pierna apoyada en el wáter, me folló contra la pared hasta que sentí cómo engordaba su pene y se estremecía por el orgasmo. Como pudimos, entre risas, nos recompusimos la ropa y salimos de los baños con dolor en los genitales por la bestialidad del encuentro. Cada uno volvió a su asiento, a continuar con las conversaciones sobre la profesión, el futuro y los tiempos complejos e interesantes que nos había tocado vivir.

El encuentro se repitió por la noche, en mi habitación: apenas intercambiamos palabra, tampoco hacía falta, estábamos ávidos del sexo del otro, no de conversación. Pude deleitarme entonces con su polla en mi boca, algo que no había podido hacer en el encuentro previo. Lo hicimos durante horas, como si llevásemos años sin sexo, como animales en celo. No recuerdo muy bien a qué hora de la madrugada se marchó: una señorita puede follar con un desconocido, pero lo de dormir son palabras mayores.

No hizo falta despedirse ni intercambiar teléfonos, ninguno tenía interés: ¿para qué? Habíamos compartido un encuentro fortuito, pasional, loco, de éstos que pocas veces se dan en la vida. No necesitábamos más: no queríamos saber de la vida del otro, ni de la tendencia política ni de si nos esperaría alguien en casa.

A veces es mejor dejar las cosas como están.

(*) Lucía Martín es periodista y autora de Hola, ¿sexo? Anatomía de las citas online (Arcopress, 2015).
1 Comment
  1. EstebanT says

    Todavía recuerdo a aquella vecina mía que tuve desde la infancia y que murió de SIDA hace unos años, al igual que su marido, que curiosamente fue quien la contagió (y esto no es ninguna ficción). A sus hijos nunca los volví a ver. El padre, según me contaron los vecinos, era de aquellos que no tenía ningún reparo en disfrutar de un “encuentro fortuito, pasional, loco”, sin un “ápice de moralidad”, uno de ésos que no necesitaba saber de la vida del otro, ni de su tendencia política ni de si había alguien esperando en casa. ¿Qué más daba si con su lascivia destruía un matrimonio, una familia, una vida, incluso la suya propia? Es lo que tiene vivir en una sociedad de consumo, neoliberal, donde lo único que importa es la satisfacción del deseo personal, (al margen del efecto que pueda tener sobre otras personas). Y al que le pique que se rasque, ¿verdad? Para qué complicarnos la vida con “prejuicios”, con cuestiones morales… menudo estorbo. Por cierto, bonita moraleja la que nos dejan hoy.

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