En el verano de 2014 leí en la sección "Relatos de estío" de cuartopoder, tres relatos que me dejaron boquiabierto. No conocía de nada a su autor, Daniel Díez Carpintero, pero le escribí a través de facebook para darle la enhorabuena. Me enteré de que vivía en México y que andaba pensando reunir varios más para sacar un libro. Algún tiempo después, me escribió diciéndome que ya tenía el libro escrito y pregúntandome si conocía alguna editorial que pudiera estar interesada. Le dije la verdad, que el género del cuento en España sufre una maldición congénita y que hay muy pocas editoriales que se atrevan a publicar una colección de relatos a un autor novel.
No obstante, le puse en contacto con Román Piña, el editor de Sloper, la misma editorial donde había publicado yo mi último libro, Dos toneladas de pasado, en el otoño de 2014, precisamente una colección de relatos que incluye también una novela corta. No sabía si a Román le gustaría el libro de Daniel, pero sí estaba seguro de que lo leería con atención. A Román no sólo le gustó sino que le propuso presentarlo a un concurso literario. En el 2015, El mosquito de Nueva York ganó el XIII Premio Café 1916, un galardón que antes se denominaba Café Mon, y que ha contado entre sus vencedores con poetas de la talla de Alvaro Muñoz Robledano o Agustín Fernández Mallo, y narradores como Diego Prado o Jesús Zomeño, pero que también ha descubierto a nuevos talentos, como el crítico de cine de este periódico, Iván Reguera. Me enorgullece haber sido un humilde eslabón en la cadena de este premio y esta publicación.
En las recopilaciones de relatos, lo normal es que haya algunos más flojos y otros más brillantes. Puede decirse que con uno o dos cuentos muy buenos se ha cumplido el objetivo del libro. Sin embargo, al acabar de leer El mosquito de Nueva York me encontré con algo insólito: la certeza de que no había uno solo que no me resultara extraordinario. Además, Daniel había conseguido algo también muy raro en un primer libro de relatos: una coherencia temática y una asombrosa cohesión formal.
Los diez cuentos son muy distintos entre sí y, al mismo tiempo, parecen primos hermanos, como si formaran parte de una novela o como si sus protagonistas vivieran juntos en la misma ciudad, pequeña y lamentable. Había algo todavía más extraño y es que en casi todos los cuentos, los personajes priman sobre las situaciones, un toque que suele ser característico de las novelas y no de los relatos breves. Hay un poder de penetración psicológica y una sabiduría en el manejo de la perspectiva que hace honor a esa lección inmortal de Henry James: "En el arte, la economía es siempre belleza". Casi en cada página saltan chispazos que definen un sentimiento o una moral, pero misteriosamente el demiurgo ha desaparecido de la creación. Por ejemplo, esta iluminación prodigiosa en Delfines, justo en el momento en que el marido se sienta de noche en la terraza de la habitación del hotel:
Luego salió a la terraza y se sentó en una de las sillas de plástico a oler el mar. Pensó que olía igual que la pescadería de su barrio sólo que con un toque a podrido.
El ruido nocturno de las olas rompiendo contra la playa le recordó al del camión de la basura cuando los basureros echaban toda la carga adentro del remolque.
Entre las muchas lecturas y las muchas sombras ilustres que se transparentan en el libro -Chejov, Cheever, Onetti-, también está la presencia inconfundible de Faulkner. Los relatos de Daniel están poblados de gente mezquina, de mujeres manipuladoras, de hombres apáticos y miserables que recuerdan a los palurdos codiciosos y los tontos de pueblo tan queridos por el gran narrador sureño. Él tampoco los juzga sino que los deja hablar, mostrándonos su desamparo, su terquedad y su desgracia. Una niña que quiere envenenar a un viejo. Un tipo que perdió la memoria con una barra de pan bajo el brazo. Un pueblerino que lee libros sin parar con la nariz pegada a las hojas.