Mike Oldfield vuelve a casa

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El compositor británico Mike Olfield en una imagen de archivo. / Efe

En 1971, al disolverse la banda de Kevin Ayers, un jovencísimo músico de 18 años se metió en un estudio de grabación en Oxford --The Manor, propiedad de Richard Branson-- junto a dos productores novatos, Tom Newman y Simon Heyworth, para intentar ordenar entre una maraña de teclados, percusiones y guitarras el océano de sonido que bullía en su cabeza. El resultado fue una maqueta grabada en 16 pistas donde se desarrollaban dos enormes suites instrumentales de más de 20 minutos de duración cada una de la que ninguna discográfica quiso hacerse cargo. Branson, que por aquel entonces tenía una cadena de tiendas de discos, apostó a ciegas por Tubular Bells (1973), el primer lanzamiento de Virgin Records. Desde el inquietante piano inicial, popularizado en la banda sonora de El exorcista, hasta la alegre danza del final, pasando por todas sus metamorfosis, Tubular Bells revelaba el nacimiento de un genio. En su interior sonaban reminiscencias del folk, del jazz, del pop, del rock, del minimalismo, de la psicodelia y de la música clásica, todo ello cohesionado por un grandioso anhelo sinfónico, guiado por una destreza superlativa y una imaginación musical portentosa.

En unos pocos años, Tubular Bells acabaría por vender más de 16 millones de copias. Con todo, el entusiasmo de la crítica y el público fue más abrumador que los simples números: Mike Oldfield apenas podía digerir el torbellino mundano que amenazaba con engullirlo. Branson, que no acababa de entender el éxito de aquel álbum casi completamente instrumental, le presionaba para que sacara otro disco. Acosado por la fama, asustado, harto, Oldfield se retiró a su refugio de Herefordshire y buscó cobijo en la música para dar a luz otro prodigioHergest Ridge(1974), una fantástica odisea bañada de un hermoso tono pastoral. Aunque no tan célebre como su hermana mayor, su segundo vástago saltó de inmediato al número uno de las listas inglesas. Para una personalidad tan introvertida, que rehuía las entrevistas y tenía fobia a las actuaciones en público, aquel segundo triunfo lo hundió en una especie de depresión alcohólica, de la que emergió nuevamente con un caudal de música inconcebible en la cabeza.

Como le advirtió Goldfinger a James Bond, la primera vez puede ser casualidad, la segunda coincidencia, pero la tercera, ya es una acción hostil. Ommadawn (1975), su tercera criatura, no es sólo la más tierna, compleja y hermosa de sus creaciones, sino también una obra maestra sin fisuras, una solitaria cúspide de la música del pasado siglo. Todo está tocado por la gracia: la infinita inventiva melódica, el exquisito refinamiento tímbrico, las sorprendentes transiciones y modulaciones, la rítmica laberíntica. Transido de dolor tras la ruptura con su novia y la muerte de su madre, Oldfield realiza un viaje al centro mismo del sonido, una aventura que va de Oriente a Occidente y de Irlanda a la India, donde los tambores africanos resuenan con los golpes de un corazón desbocado, las flautas silban entre cumbres andinas y la gaita escocesa de Paddy Moloney llora con la delicadeza de un niño.

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Imagen de la portada de 'Return to Ommadawn'.

Para entonces, ya estaba claro que había descubierto una isla incógnita, un nuevo género musical: él mismo. No podía hacer otra cosa más que caer de esa cumbre y fue descendiendo con insólita dignidad, con varios discos soberbios --Incantations (1978), Platinum (1979), Exposed (1979), QE2 (1980), Five Miles Out (1982)--, ninguno de los cuales, a pesar de sus muchas y variadas bellezas, alcanza las cotas de sus tres Himalayas. No volvió a disfrutar de un número uno hasta 1983, con Moonlight Shadow, una canción que sonó hasta la extenuación en todas las emisoras de radio, pero que se encontraba a años luz de su coto de caza. Consciente de esa dualidad, en cada disco no dejaba de entregar una de esas largas suites de gran aliento que son marca de la casa. A pesar de algunas cimas de indudable inspiración --The Lake quizá sea la mejor de esa época--, su trabajo durante los ochenta no resiste la comparación con el de la anterior década.

Se rumorea que su conflicto con la Virgin --estaba atado con un contrato draconiano por diez discos-- y su coqueteo con las drogas tuvieron mucho que ver con su declive. En Ibiza, en 1996, dos años antes de grabar el lamentable Tubular Bells III, llegó a estrellar su Mercedes contra un árbol. El ya multimillonario Branson le había pedido muchas veces que sacara una continuación de su disco más famoso para hacer caja, pero Oldfield, en venganza, esperó hasta quedar liberado del contrato para darle a la Warner en bandeja la primicia mundial del Tubular Bells II. No era más que la sombra de su hermana mayor, pero guarda ases en la manga como la sorprendente variación del riff del bajo, donde la modulación a mayor, de una sorprendente simplicidad, casi hace olvidar la versión original. Sin embargo, lo que siguió no fue tanto un descenso de la montaña como un rodar cuesta abajo. Empeños fallidos pero dignos como Voyager (1996) o Guitars (1999) dieron paso a mediocridades del rango de Tr3s Lunas (2002), Light+Shade (2005) o el ya citado Tubular Bells III, que entran de lleno en el terreno del chill out. En 2008, Oldfield puso bastante más ambición en un álbum orquestal, Music of the Spheres, que no sólo repetía de nuevo ritmos y diseños tubulares, sino que resultaba errático y hueco. Los recursos típicos de una orquesta sinfónica los había manejado mucho mejor en The Killing Fields (1984), la banda sonora para la película de Roland Joffé, una de sus obras más minusvaloradas.

De modo que, después de su último y decepcionante trabajo, Man on the Rocks (2014), una insulsa colección de canciones, no parecía posible que Oldfield, con 63 años a las espaldas, fuese capaz de remontar otra vez el vuelo. Ver al mismo demiurgo que había compuesto Taurus I o Mount Teide obcecado en entrar en las listas de éxito con tonadas de tres acordes era como ver a un explorador polar chapoteando en una piscina. Por eso muchos nos temimos lo peor cuando Oldfield anunció que iba a regresar a sus orígenes y dio incluso el título de su nuevo proyecto, Return to Ommadawn, que acaba de salir al mercado.

Lo primero que hay que decir es que, con toda seguridad, Mike Oldfield nos ha entregado su mejor disco en décadas, probablemente el más redondo desde The Songs of the Distant Earth (1994) o incluso desde aquel lejano 1990 en que intentó joder por penúltima vez a Branson con la que hasta la fecha es, en mi opinión, su última obra maestra: Amarok. Return to Ommadawn significa, en efecto, una vuelta a la guitarra, a la melodía, al sonido artesanal de la acústica y la española, al brillo del órgano Farfisa, a ese territorio único que conquistó y perdió, y que va más allá de cualquier etiqueta. En su tono nostálgico y bucólico late el dolor por la reciente pérdida de su hijo Dougall, de 33 años, del mismo modo que aquel lejano monumento de hace cuarenta años estaba impregnado de la tristeza por la muerte de su madre. En Return to Ommadwan falta, sobre todo, ese babilónico sentido de la estructura que esmalta de arriba abajo Ommadawn con la implacable lógica de un folklore imaginario. Puede que en muchos momentos no alcance la inspiración, ni el aliento, ni la fuerza genesíaca de su modelo, pero hay que agradecerle a Oldfield el anhelo y el esfuerzo de intentar volver a casa.

Afroamarok (Youtube)
3 Comments
  1. accord24 says

    Soy fan de Oldfield desde hace 34 años, y esta me parece una de las mejores crónicas sobre este músico que he leído. Coincido totalmente con el autor: el mejor disco en décadas. Me hubiese gustado que hubiera hecho algún guiño más al original (la guitarra, la gaita…) pero para los que creíamos que Oldfield ya estaba acabado tras su retiro en Bahamas, este trabajo nos anima a seguir pensando que aún puede hacer cosas muy buenas.

  2. David says

    Totalmente de acuerdo con todo lo expuesto aqui. Es una radiografia perfecta de la carrera de Mike Oldfield.
    Enoharabuena por el artículo David Torres

  3. Retom says

    Hola.Creo que el articulo en general está bastante acertado,tan solo creo que hierra en la frase final al decir «que en muchos momentos no alcanza la inspiracion o el aliento de su modelo».Para mi ,este disco tiene un alma especial que quizas no tienen otros discos de Oldfield,producto de sentimientos que vienen de muy adentro.Su grandeza no se basa en la grandilocuencia de discos como Amarok o en la vertiente sinfonica del primer Ommadawn,sino mas bien en la musica hecha desde el corazon.Con esas premisas,creo que nada
    tiene que envidiar a sus predecesores.Un saludo.

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