Funerales vikingos (Bartleby Editores) es el título de los relatos inéditos de Michi Panero, muerto en 2004, y que se han editado gracias a los desvelos de su hijastro, Javier Mendoza, hijo de Sisita García Durán, segunda mujer de Michi, que había tenido antes un brevísimo matrimonio con Paula Molina. El libro consta de nueve cuentos, el primero fechado cuando Michi tenía 10 años, y el último de 1971, cuando su hermano Leopoldo María fue ingresado por primera vez en un psiquiátrico.
El libro se completa con un texto de Javier Mendoza, El desconcierto, donde cuenta las relaciones con su padrastro, amén de Carta a una desconocida, que es una misiva que Michi envió a Elba Martínez, una artista de treinta años que había ido a Astorga a elaborar un vídeo sobre él, aunque antes había grabado a Leopoldo María en Canarias. Permaneció con Michi cinco días en la casa solariega hasta que, harta, puso pies en polvorosa. Michi murió al dia siguiente de que Elba se fuese.
De ahí esa carta que remite a la novela de Stefan Zweig y a la versión cinematográfica que de la misma hizo Max Ophüls, aunque nos resistimos a ver en Elba algún parecido remoto con la mujer que protagoniza Joan Fontaine. Y aún menos a Michi; aún menos, remitiéndonos a Louis Jourdain, a pesar de que en la misiva de Michi las autorías estén cambiadas. Esta carta ha sido cedida por Elba Martínez para la edición, si bien ella tiene previsto hacer una especie de caja donde se reúnan esta carta, otra de respuesta a la misma, un vídeo con imágenes de Michi grabadas por ella y la inclusión de algunos temas musicales queridos por ambos.
La edición suena a homenaje de algunos amigos ya que todos sabemos, Michi el primero, que lo que escribía no pasaría a la historia de la literatura. Y como homenaje deberíamos tomarlo, por lo menos aquellos que lo conocimos y que tendemos poco a la mitificación de farándulas que poco o nula trascendencia han tenido, tienen y tendrán. El libro está primorosamente editado y contiene apartados curiosos, como el correspondiente, "Confieso que he bebido" y que me recuerda comparaciones odiosas, al Les priveléges stendhalianos, aunque en clave un tanto autocompasiva.
Vaya por delante que mantuve cierta amistad con Michi desde que nos conocimos en el CIR número 1 de Colmenar Viejo haciendo la mili, y al que luego vi en muchas ocasiones, ya que, de hecho, ambos trabajábamos en El Independiente, yo como redactor jefe de Cultura y él colaborando con artículos de crítica de televisión y cosas así, que justificaba por desdén hacia la alta cultura, a la que él se refería como cultura casposa, que se practicaba en este país. Eran éstas, palabras recurrentes de su vocabulario, que no admitía respuesta alguna del tipo, ¿podrías decirme qué país está alejado de su propia caspa?, ya que en realidad no eran una crítica, sino la forma que adoptaba su protesta por llevar una vida que, en el fondo, le fastidiaba.
Con Michi siempre adopté cierta aptitud de protección, como más tarde me pasó con Alfredo Bryce Echenique, pero no por ello perdí el sentido crítico, como tampoco lo perdí con Alfredo Bryce Echenique. Como cosa curiosa de vasos comunicantes diré que Bryce siempre decía que Pablo Neruda tenía que haber titulado sus memorias, en vez de Confieso que he vivido, "Confieso que he bebido"... De ahí que piense que estos relatos ven la luz como un acto emotivo y que el volumen puede ser tomado como el recordatorio de que Michi Panero, también, pese a su aspecto fantasmal y evanescente, puede ser transformado en algo material, es decir, un memorial en papel.
Ni Felicidad Blanc vive, ni sus hijos Juan Luis, Leopoldo María, ni Michi, y soy de los que piensa que de todos ellos sólo quedarán algunos poemas de Juan Luis, algunos más de Leopoldo María --no sus traducciones, que eran plagios-- y la obra de su padre, claro, que nadie lee a estas alturas de la vida, a pesar de tener cierto interés si nos atenemos a la época, pero que es un ejercicio de contextualización que las nuevas generaciones no son proclives a perpetrar.
Los Panero, a quienes Jaime Gil de Biedma detestaba, son carne de época y esa época son los años setenta y ochenta del siglo pasado, cuando gracias a Jaime Chávarri con El desencanto se convirtieron en una especie de símbolo de una protesta anarcoide contra los santos principios del orden familiar y político --su padre fue un destacado poeta falangista-- que muchos consideraron tremendo y difícil, porque estaba protagonizado por los cachorros del régimen, sin darse cuenta de que lo realmente épico era independizarse proviniendo de la clase baja, no de la clase media alta a la que pertenecían los Panero, y ello sólo por la sencilla razón de que por ser quienes eran poseían cierta bula, aun fuese invisible hasta para ellos mismos.
Los Panero, sobre todo Michi, pasarán a la memoria de algunos como un trío excéntrico, cada uno a su manera, y con un destino trágico. Es cierto que existe cierta tendencia a lo trágico en ellos, de fatum adverso desde la muerte misma del padre, pero el problema es que ese halo trágico estaba teñido siempre de un aire de falsa postura, de algo que tenía dejes de parodia, incluso de farsa y, sobre todo, de sobreactuación, esto sobre todo. Y tengo para mí que lo que Jaime Gil detestaba de ellos era que sabía que detrás de toda la parafernalia trágica se ocultaba poca chicha. Dandi como Gil era, conocía al dedillo los trucos de la apariencia, y esas cosas Jaime Gil no las perdonaba, por lo que no es extraño que, sin embargo, tuviera simpatías por Felicidad Blanc, a la que otorgaba en su sufrimiento un deje de verdadera elegancia que sus hijos no tenían.
De todos ellos el único que nunca publicó fue Michi, aquí incluimos a la madre, algo desmentido ahora. Lo póstumo está bien pero no justifica nada, a menos que lo publicado sea una obra maestra. Y no es necesario repetir el destino de La conjura de los necios para que ello sea así: Funerales vikingos es libro que nos recuerda a Michi, lo que no es poco. Para quienes lo conocimos, sobre todo.