‘Por orden de desaparición’: festín de inmortales

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David Torres, en una imagen de archivo. / Chema Moya (Efe)

Envidio a David Torres por tres razones: su cultura (en especial sus conocimientos literarios y musicales), lo bien que titula (este libro es un ejemplo) y que es todo un intelectual, claro que como le llames intelectual te manda a la mierda. Pero la verdad es que, aunque le pese, lo es. Lo que pasa es que no es un intelectual de chaqueta de pana, gafas de pasta, tertulia y cafetín. Todo lo contrario: con David quedas en un bar de vino peleón y cáscaras de cacahuete en el suelo y te recibe vestido con camiseta, forro polar y botas de travesía. Parece un montañero que acaba de bajar de una arboleda y al que le apetece una larga ronda.

A David, como a Luis Dédalo, el periodista veterano que protagoniza mi novela Liquidación, se le dan de maravilla los obituarios. En este libro hay unos cuantos ejemplos de fabulosos homenajes. Por ejemplo los de Ernest Borgnine, James Gandolfini, Peter O'Toole o Pedro Reyes. Magníficos. En ellos a David se le ve en su salsa, disfrutando de la despedida cuando se trata de un genio.

Para escribir estos retratos unidos en Por orden de desaparición, varios de ellos publicados en cuartopoder.es, hay que conocer, recordar y sobre todo reconocer. Y a reconocer me refiero al talento. Torres, como bien dice el editor Román Piña en el prólogo, es un apasionado del talento, y este libro es el ejemplo perfecto. No sólo por los tipos que desfilan por sus páginas, sino porque nos recuerda, de forma brillante y muchas veces con un gran sentido del humor, a los gigantes que han pululado por este mundo en que gana siempre la mediocridad. 

David nos recuerda, por ejemplo, que a Poe lo engañaron (a cambio de bebercio gratis) para votar en diferentes colegios electorales y fue emborrachado hasta la muerte. O que la gran tragedia de Oscar Wilde es que puso todo su genio en su vida y sólo su talento en sus obras. O que Tolstoi era un ser despreciable como persona y que podía llegar a ser, como le pasa a muchos grandes artistas, un perfecto imbécil. Aunque Torres recuerda con gran tino un pensamiento de su admirado (yo diría adorado) Anthony Burgess: quizás no resulte aconsejable a un novelista ser demasiado inteligente. Tal vez por eso se la pegaron en la novela tipos inteligentísimos como Bertrand Russell.

Uno de los mayores aciertos de Por orden de desaparición, que ha sido muy bien ilustrado por Javier Gella, es que no es un repaso canónico a los grandes de todos los tiempos. Es un repaso a los grandes de Torres, y entre sus grandes pueden estar Borges, Hemingway, Buñuel o Hitchcock pero también Miguel Gila, Benny Hill, Manolo Escobar, Pedro Reyes o el general Patton (“El valor es aguantar el miedo un minuto más”).

Torres sabe mucho de música y en este libro desfilan unos cuantos músicos, todos ellos tratados con tremendo respeto y atención: Billie Holiday, Charles Mingus, Thelonious Monk, Glenn Gould, Frank Zappa, Frank Sinatra, Paco de Lucía... Sobre Sibelius, por ejemplo, recuerda una anécdota tronchante: “Una vez, paseando con un amigo, empezó a identificar uno por uno los cantos de los distintos pájaros del bosque. De repente graznó un cuervo y el amigo preguntó a qué instrumento correspondía. “A un crítico”, dijo Sibelius.

Los retratos que más me han tocado son el dedicado a Anthony Burgess (magnífico), el de su amigo (y tristemente desaparecido) Rafael Martínez-Simancas, el de Norman Mailer (“La muerte lo tumbó por K.O. Pero, de haber podido escribir la crónica, seguramente habría dado combate nulo”), el del disparatado y genial Ray Bradbury y el titulado Requiem por dos perros, una brutal acusación de lo mucho que hacemos sufrir a los animales y que me hizo llorar de pena. Y yo leyendo lloro poco, escasos escritores consiguen sacar mi yo llorica.

Y a un enfermo de cine como un servidor pues le tiran, claro, los retratos peliculeros. Y ahí están Marilyn Monroe, Alfred Hitchcock, Luis Buñuel, Orson Welles, Paco Rabal, David Carradine, James Gandolfini, Robin Williams... Me quedo, entre todos ellos, con el de John Ford. David lo recuerda en su lecho de muerte diciéndole adiós a su amigo Howard Hawks. Howard se despide, se marcha, abandona la estancia... pero Ford vuelve a llamarlo. Y le puntualiza: “Adiós, Howard, quiero decir adiós”. No conocía la anécdota y otra vez a llorar como un cabrón. Era como leer, en vez de ver, una película de John Ford.

En este libro también hay una gran definición del cine de Hitchcock: “Comprendió aquella gran lección de Buñuel y los surrealistas: la idea de que la pantalla de cine es el útero perfecto para plasmar los sueños. Por eso alguna de sus mejores películas funcionan con la lógica atroz de las pesadillas, sin que apenas molesten las incongruencias, las exageraciones, las inverosimilitudes o los fallos de guión”.

Como ya he dicho, cuando quedas con David parece que viene de patearse una montaña. Y permítanme la cursilada, pero creo que el pico más jodido debe ser pensar, darle a la tecla y escribir algo nuevo cada día. Tela marinera. En fin: otro novelista nato que entrena cada día con el periodismo, como Norman Mailer. 

La suerte para nosotros es que muchas veces en sus textos se cuelan, entre trepas políticos y mangantes varios, obituarios maravillosos y perfiles de titanes como los que aparecen en En orden desaparición. Menos mal que David, como yo, sigue pensando que esto merece la pena. Que aunque las páginas de cultura sean cada día más anoréxicas e importen cada día menos frente a todo tipo de vaciedades y bobadas, hay que seguir reconociendo, recordando y contagiando el talento. De forma suicida y cabezona.

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