El cine de terror de conspiraciones tuvo su gran auge en los setenta gracias a textos de escritores y cineastas como Ira Levin (Las mujeres de Stepford, Los niños del Brasil), Anthony Shaffer (El hombre de mimbre) o Peter Hyams (Capricornio Uno). Con Déjame salir Jordan Peel ha intentado hacer algo nuevo con el subgénero pero no lo ha conseguido. Eso sí: se ha forrado. La película, que ya es uno de los fenómenos cinematográficos del año, costó sólo cinco millones de dólares y ya ha recaudado más de 135.Curiosamente, el film ha sido valorado no sólo por su ritmo y guión (un sindios), sino por contener una supuesta denuncia social que, sí, está ahí pero es tremendamente pobre y gruesa. Barata. Hasta Samuel L. Jackson se metió en un jardín denunciando que el protagonista, Daniel Kaluuya, no es norteamericano (nació en Londres). “Deberían haber elegido a un hermano americano. Un hermano de EEUU hubiera sentido más aquello”, dijo a una emisora de radio sin inmutarse.
En Déjame salir un joven negro llamado Chris (el citado Kaluuya) tiene que visitar a la adinerada familia de su novia Rose (Allison Williams), que es blanca. Missy (Catherine Keener) y Dean (Bradley Whitford) parecen un matrimonio normal, pero nada es lo que parece, claro. Los dos son unos personajes de cuidado. Y hasta aquí puedo leer, que diría Mayra Gómez Kemp.
La propuesta suena bien y su arranque es muy brillante, te mantiene pegado a la butaca. Pero mientras pasan los minutos percibes que estás ante una verdadera nadería, una película rellena de paja, llena de momentos muertos, plagada de giros idiotas y mal escrita. Y qué decir de su final: todo depende de la gran sorpresa de su chapucero tercer acto, cosido a retales.
El guión de Déjame entrar esta plagado de agujeros, de absurdos, de giros ridículos. El personaje del amigo (Rob) es lamentable. El tipo, al que le falta más de un hervor, se planta en una comisaría y en ella se ríen de él y actúa como un retrasado mental. Y lo mejor: se olvida de explicarles a los policías que ha descubierto algo importantísimo sobre una persona desaparecida. ¿?
Al final de la película este personaje tiene una tremenda relevancia pero no sabes por qué ha llegado tan tarde al lugar de los crímenes, todo está escrito porque sí. Y al cine el porque sí le sienta muy mal. Y lo mismo ocurre con su arranque, que es formidable, pero no se acaba explicando. Otro porque sí de manual. Y no hablemos ya de Catherine Keener y sus poderes hipnóticos porque entonces te entra la risa floja.
Su innecesario y absurdo final gore anuncia que la película es una sátira, pero ya es demasiado tarde porque no lo es en toda su primera mitad. Si el director pretendía hacer una burla macarra de Adivina quién viene esta noche no le ha salido.
En fin, otra película de terror que como It Follows, ya comentada en cuartopoder, ha logrado una fama y una taquilla absolutamente inmerecida.
El plan B:
No sé decir adiós, que se llevó cuatro premios en el Festival de Málaga, es una película difícil, no cae bien desde el primer fotograma. Habla de personas rotas. Una hermana con un sueldazo pero cocainómana y sentimentalmente vacía, otra hermana con sueños absurdos y atrapada en una vida insignificante y un padre cascarrabias y desahuciado por una enfermedad incurable.
El de No sé decir adiós, que tiene un final muy valiente, es cine osado, arriesgado, bien intencionado e interpretado... pero al acabar de verla te haces unas preguntas muy incómodas: ¿Este cine español para qué espectador se hace exactamente? ¿Quién espera en España, y en la actualidad, este tipo de propuestas? La respuesta no creo que sea muy luminosa.
Estamos ante una película seca y dura pero diferente. Desgraciadamente, aunque cuenta con buenas interpretaciones su guión es anodino y no va a tener un público que la respalde. En definitiva: una película voluntariosa pero que corre el riesgo de ser olvidada en cuanto sales de la sala, como la mayoría de nuestro cine.