
La imagen que todos tenemos de Vincent van Gogh es la de un ser obsesivo, hosco, atormentado, huraño, medio pirado, más o menos como el fabuloso personaje que creó Kirk Douglas en El loco del pelo rojo, de Vincente Minnelli y todavía la mejor película que se ha rodado sobre el malogrado pintor. Otras aproximaciones al personaje, no tan brillantes, han sido de Paul Cox, Robert Altman y Maurice Pialat.
Loving Vincent habla de los últimos días del genio y nos recuerda que, de forma muy tardía para un pintor (a los 27 años), Van Gogh decidió dedicarse por entero a pintar. Tras demostrar ser un auténtico desastre en todo tipo de trabajos, se volcó en el arte que le quemaba por dentro, aunque para ello tuviese que vivir como un monje, con lo mínimo. Como tan pocos valientes que mandan al carajo el concepto “trabajar para vivir”. Claro que tuvo a su hermano Theo para ayudarlo. Theo, marchante, creía en el genio de Vincent y su muerte lo dejó destrozado de por vida. Nunca se recuperó de su pérdida.
Si proyectan esta película en su ciudad y les interesa el mundo de Van Gogh, el arte, la belleza y también una buena historia de misterio, vayan a verla. La película dura solo 80 minutos y toda ella está creada con 56.800 fotogramas pintados en nada menos que 680 lienzos y por 150 pintores. Este monumental trabajo ha tardado en realizarse seis años. Créanme: merece la pena verla en una sala y no esperar a verla en su tele de plasma.
La máxima responsable de esta joya, de este extraño experimento cinematográfico y pictórico, es Dorota Kobiela. Ella fue la que ideó pintar una película completa, cuadro por cuadro, para después rodar secuencias con actores que interpretarían a los personajes del universo de Van Gogh y serían tratados en un ordenador.
Dorota estudió cine en la Escuela de Cine de Varsovia, ha dirigido el cortometraje de acción real The Hart in Hand y cinco cortometrajes de animación. Y para Loving Vincent, ideado como corto, Dorota se dispuso a pintar el metraje entero ¡ella solita! Pero cuando llegó nueva financiación y el proyecto se convirtió en este espectacular largo, se volcó en el guion y la dirección y delegó la pintura a 125 artistas.
Hugh Welchman es el otro gran responsable de la cinta. Tras una vida bastante errática, como la de Van Gogh, después de currar en todo tipo de trabajos en lo que no encajaba, Hugh estudió producción de cine y acabó produciendo cortometrajes para los Monty Python y ganando un Oscar gracias al corto con marionetas Peter and the Wolf.
Lo brillante del trabajo de Kobiela y Welchman es plantear la película no como un aburrido documental sobre historia del arte o un biopic al uso, sino como cine negro. Aquí no tenemos a un detective husmeando en la extraña muerte del pintor, sino al hijo de un cartero, Armand Roulin, que se obsesiona por los últimos días del pintor y centra sus muchas preguntas e investigaciones en la pequeña ciudad de Auvers, en julio de 1890. Así, la trama, estructurada con saltos temporales al pasado en blanco y negro, se centra en un recado, en la entrega de la última carta de Van Gogh a su hermano.
Eso sí: no es una trama redonda. En su tercer acto la película empieza a repetirse, a agonizar un poco. La idea, por cierto, está tomada de la teoría sobre la muerte del pintor de Steven Naifeh y Gregory White publicada en 2011. No revelaré dicha teoría porque no les quiero joder la película, como hizo el periódico El Mundo en un reportaje publicado el lunes pasado. ¡Un poco de respeto a los espectadores, señores, que no se puede destripar de esa manera un estreno!
La película no es una obra maestra, pero si un ejercicio de estilo maravilloso, recordable, puro gozo para los ojos. Y también para los oídos, cuando al final escuchamos la maravillosa canción de Don McLean (Starry, starry night, paint your palette blue and grey) sobre este hombre seguramente bueno, lleno de luz, genial... y con tan mala suerte.
Lo mejor: su propuesta y la parte (en blanco y negro) de la muerte de Van Gogh. Preciosa, emocionante.
Lo peor: la inevitable frialdad de la interpretaciones y su duración. Desgraciadamente, sus 80 minutos se hacen largos.
El plan B:
El instante más oscuro. 1940. Winston Churchill (Gary Oldman) se convierte en primer ministro británico cuando los nazis devoran Europa y pretenden invadir Inglaterra. Churchill se debate entre buscar un tratado de paz con Alemania para salvar a su país o luchar contra la bestial amenaza de Hitler.
Oldman, tras ganar el Globo de Oro, va directo a por su primer Oscar. Mucho maquillaje, histrionismo y personaje histórico. Está cantado.
Nota final: dedico este texto a mi amigo Fernando Hugo Rodrigo Blanco, guionista que nos acaba de dejar de forma repentina. DEP.