LITERATURA / Su obra más famosa es 'La mano izquierda de la oscuridad'

La mano izquierda de Ursula K. Le Guin

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Terraferma, para Ursula K. Le Guin
Terramar, para Ursula K. Le Guin. / Paul (Flickr)

Hace dos meses perdimos a Ursula K. Le Guin, uno de los grandes nombres de la ciencia-ficción y, por tanto, de la literatura. En su obra más famosa, La mano izquierda de la oscuridad (1967), planteaba, entre otras muchas cuestiones, la visión de un mundo, Gueden, cuyos habitantes son hermafroditas y sufren una especie de breve período de celo (el kemmer) en el que pueden ser indistintamente machos o hembras. Tiempo después comentó que se arrepentía de no haber explorado la posibilidad de parejas o uniones homosexuales, tal vez porque había llegado al feminismo demasiado tarde. “Soy un hombre” dice, como a propósito de tales excusas, en la primera página de Contar es escuchar, una deliciosa recopilación de ensayos recién publicada por Círculo de Tiza. “Las mujeres son una invención muy reciente”, añade. “Precedo en varias décadas a la invención de las mujeres”.

Ursula K. Le Guin
Ursula K. Le Guin firma uno de sus ejemplares en una librería neoyorquina, en enero de 2013. / K. Kendall (Flickr)

Basta leer las cuatro o cinco páginas de esa presentación, plenas de ironía, de hallazgos y de conexiones inesperadas, para comprender que nos encontramos ante una inteligencia de primer orden, sí, pero también amable y delicada, es decir, cien por cien femenina. Se quejaba de haber cedido en sus primeras obras los modelos patriarcales de heroísmo, pero al igual que Flaubert era Madame Bovary, Le Guin podía ser cualquier guerrero de Terramar. Ya trate de arte, de danza, de historia o de antropología, siempre se pone del lado de los débiles, de los gordos, de los vegetarianos, de los esclavos. El análisis de las estructuras de poder que propone en Una guerra sin fin, junto con el peligro de las revoluciones y el fracaso de las utopías, es de una claridad tan deslumbrante que las conclusiones parecen caer por su propio peso. El lector tiene la sensación de que está asistiendo no a un monólogo ni a una clase magistral, sino a una serie de reflexiones profundas y sinceras donde una mente poderosa y sutil habla consigo misma.

Las páginas dedicadas a Tolstoi, a Woolf, a Twain, a Borges, podrían ocupar un ciclo entero de un taller literario. Como también podrían hacerlo su análisis magistral de los períodos rítmicos en la saga de Tolkien, o su idea de que el dominio del oficio no termina nunca, que el arte de la escritura consiste en aprender una serie de técnicas --estructura, perspectiva, diálogo-- y luego ser capaz de olvidarlas. No es algo muy distinto a lo que decía John Coltrane sobre la improvisación en el jazz. Más allá de los exorcismos y los mandamientos de la pedagogía corriente, Le Guin apuesta por la suavidad, la espontaneidad, la dulzura. En un penetrante análisis sobre la belleza (titulado hermosamente Perros, gatos y bailarines), Le Guin alaba las formas naturales y lamenta, por ejemplo, que el cuerpo femenino, lleno de curvas y redondeces, haya cedido a la imposición de los códigos viriles a través del ejercicio, la dieta estricta y la tiranía. “¿Qué es perfecto?”, se pregunta. “Un gato negro en un cojín blanco, un gato blanco en uno negro... Una mujer blanda y tostada con un vestido estampado... Hay muchas maneras de ser perfecto, y ni una sola se alcanza a través del castigo”.

En literatura hay muchas maneras de ser perfecto y una de ellas se llama Ursula K. Le Guin. Eligió o fue elegida por la ciencia-ficción, un género denostado y arrinconado por los críticos, del mismo modo que sus protagonistas eran hembras de piel negra o extraños hermafroditas, esa gente que casi no aparece en los libros de historia hasta que un buen día alguien inventó a las mujeres.

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