‘Gabo’, a Cunqueiro: “Que yo también soy gallego, paisano”

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Tranquilina Iguarán Cotes, abuela materna de Gabriel García Márquez. / geneall.net

Cuando yo era joven e indocumentado y leí Cien años de soledad me pareció una novela realista. No entendía –y sigo sin entender-- lo de readjetivarla en mágica. Soy gallego. Alvaro Cunqueiro, Valle-Inclán, mi artúrico y querido Méndez Ferrín, Fernández Florez y Torrente Ballester ya danzaban por mis venas. A mis novias les salían mariposas amarillas de debajo de las faldas y varios de los amigos que yo frecuentaba eran espectros, lo que abarataba mucho el invitarlos en el bar. Además, en mi país hay sirenas, cantarinas hurgamanderas del mar que no saben hacer el amor en la postura del misionero. ¿De qué coño iban aquellos etiquetadores de belleza considerando mágicos los muy veraces e incontestables sucesos que recorren Cien años de soledad y mi tierra de punta a punta? El realismo mágico se inventó en Galicia, y por eso en Galicia no es ni mágico. El realismo es ver lo que hay, y aquí lo mágico efluye de la tierra como en otras tierras nace el trigo.

Por descontado, años después, a ningún paisano mío le extrañó enterarse de que Gabo era gallego. Se le veía venir. Otro indiano que regresa rico, aunque unas pocas generaciones más tarde de lo que nos tienen acostumbrados los indianos. Algún mesetario seco o alguna envidiosa catalana me querrán ningunear el argumento recordando que Gabo dejó escrito que esparcieran sus cenizas entre Colombia y México, y no en Galicia. Llevan razón. Pero, como son menos mágicos que realistas, no se dan cuenta de que dejó sus cenizas allí, pero aquí se vino a habitar su fantasma. Supongo que ya estará asustando adolescentes en umbrías carballeiras, como hacen todos los fantasmas egregios que nos eligen para pasar su eternidad. La bruma les viste mucho.

Gabriel García Márquez obtuvo su carnet de gallego a finales de los años 60 en Barcelona, ante la socarrona mirada de Álvaro Cunqueiro. Se sabe, por boca del propio Gabo, que aquel encuentro sucedió. En un restaurante del Raval de muy difusa memoria, como todo lo que concierne a los seres inexplicables, Gabo le explicó a Cunqueiro quién era Tranquilina Iguarán Cotes, abuela del colombiano, y también conocida como Úrsula Iguarán, prima y esposa de José Arcadio Buendía.

Tranquilina era una mujer de piel guajira y memoria y genética galaicas. Cuando nació Gabo en 1927, Tranquilina ya cumplía los 65 años. Una edad muy avanzada para aquellas calendas. “Mis abuelos eran descendientes de gallegos, y muchas de las cosas sobrenaturales que me contaban provenían de Galicia”, gustó de decir y escribir Gabo muchas veces, y es imposible pensar que no se lo dijera también a Cunqueiro en aquel encuentro tabernario en Barcelona a finales de los años sesenta. Y quien no esté muy seguro de si lo contó, es que no conoce a los gallegos ni ha leído jamás a Cunqueiro y a Gabo.

También es seguro que el colombiano intentó conseguir del mindoniense un certificado de denominación de origen gallego. Era su manera de vindicar a Tranquilina. “Surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia”, reconoció el Nobel en 1983.

No se sabe si García Márquez logró de Cunqueiro su certificado de galleguidad, pero nunca cejó en su empeño. También arrojó a hermana Ligia, historiadora, a indagar la genealogía familiar en busca de confirmación, pero lo único que sacó en limpio es que los antepasados de Tranquilina habían arribado a Venezuela en el primer cuarto del siglo XIX. Al remontarse atrás, cómo no, solo halló bruma. Es mucho más fácil alcanzar la denominación de origen gallega escribiendo Cien años de soledad que indagando en turbias genealogías pobladas de líricos fantasmas y chorimas, que así se llama la flor del tojo.

Pero es presumible que Cunqueiro sí le concediera la gracia al guajiro analizando hechos posteriores. Unos 20 años después de aquel encuentro, García Márquez fue perseguido hasta Los Angeles por el periodista lucense Carlos G. Reigosa y le saludó así: “¿También tú por aquí? Ah, gallego, gallego. ¡Los gallegos somos los seres más testarudos del mundo! Se lo he dicho muchas veces a Fidel Castro, que, como buen gallego, es de una terquedad ilimitada”.

Pues sí que somos tercos. Da gracia pensar que la gallega Tranquilina, inspiradora de los sucesos fabulosos de Cien años de soledad, jamás pisó Galicia. Y que Gabriel García Márquez solo pasó tres días en su tierra. Pero, por lo que relató, parecen más que de sobra: “Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe”.

Pues eso, Tranquilina: que nunca se sabe.

2 Comments
  1. celine says

    Muy bueno, Aníval. Lo que no sabía es que Cunqueiro -con quin tan buenos ratos he pasado, leyéndole- hubiera ido a Barcelona. Joan Perucho y él eran amigos de correspondencia porque nunca llegaron a conocerse y yo creí que fue porque ninguno de ellos pisó la tierra del otro. Pero, ya lo creo que estoy de acuerdo en que el surrealismo de «Amanece que no es poco», por ejemplo, tiene ese toque -como «El bosque animado», que había escrito otro gallego-, ambas de José luis Cuerda, tienen el toque mágico galaico inconfundible que roza Astorga y León. Habría para charlar un buen rato. Que el sochantre se lo cuente a la gente que lo desconoce y no sabe lo que se pierde.

  2. celine says

    Quería escribir Aníbal, naturalmente. Glups.

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