Los paisajes de un gran jurista

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Carlos García Valdés

Cubierta del libro. / trotta.es

La editorial Trotta (Madrid, 2012) acaba de publicar un librito excepcional. Se trata del Inventario de la casa de campo, terminado de escribir en el año 1941 por el eminente procesalista toscano Piero Calamandrei (1889-1956) y traducido ahora, anotado y prologado por el magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo Perfecto Andrés Ibáñez, en una versión excelente y cuidada que hace justicia a uno de de los más excelsos juristas que ha dado Italia en todos los tiempos. La introducción de Andrés Ibáñez es una breve joya que trata de  profundizar en los sentimientos de su personaje, penetrando en los mismos como si fuera testigo directo de ellos, muchas de las veces de una forma casi poética.

Siempre he creído que los hombres de Derecho han de ser, sobre todas las cosas, cultos y no dedicarse únicamente a los conocimientos estrictamente profesionales. El presente libro nos revela al maestro escritor que se detiene en las pequeñas cosas que constituyeron su anterior vida, componiendo un cuadro magnífico y placentero de leer. Escrito en épocas convulsas, desde el mismo año del comienzo de la II Guerra Mundial, puede entenderse esta gran literatura como un refugio y una expectativa de tiempos mejores. No se le escapa esto al prologuista que así nos lo expresa sin reticencia alguna y con excelentes palabras.

Dividido en siete partes de breves relatos que son sensaciones íntimas, alejadas de su profesión, con un lenguaje elegiaco, el maestro florentino desgrana a lo largo de los mismos un permanente y vivo recuerdo por las cosas que le hicieron meditar y vivir. Ese es el inventario sentimental del que se compone la obra. Poco importa que hable de la presencia familiar ahora lejana y entonces actual, de la campiña, de los frutos o de los animales, su narrativa subyuga desde el primer momento. Y además tiene el buen gusto de no interferir nunca su pensamiento con su especialidad jurídica; apenas alguna cita -por no decir ninguna- de su otra profesión, la de abogado y siempre, en cambio, la impresión que le causaba un lugar cercano donde se refugiaban sus antepasados. Piénsese que, ya publicado su gran tratado sobre la casación civil veinte años antes, la fecha de edición de su otro magistral ensayo acerca de las instituciones procesales es la misma que la de finalización de sus recuerdos juveniles y que tres años después dará a la imprenta su introducción al inmortal libro de Cesare Beccaria Dei delitti e delle pene y, todo ello, sin mención ni mezcla entre los mismos.

La evocación de sus ascendientes es algo ciertamente esencial a lo largo del texto. Siempre tiene el maestro unas palabras llenas de respeto y cariño hacia sus padres y hacia el abuelo, reflejo de “un asombro emocionado”. De los primeros, la imagen de su madre volviéndose atenta en el camino y esperándole si se retrasaba, tendiéndole la mano; de su padre, su labor incansable y generosa como abogado, estudiosa y esforzada hacia sus convecinos, así como sus descansos campestres, recogiendo frutos y sacudiendo los legajos que dejaba, mientras tanto, en el suelo; de su abuelo, el autentico ejemplo paterno, su trabajo como letrado, también entregado desde su despacho a sus convecino o clientes, que hallaba su reposo en un lugar por el construido y luego arrasado por las aguas o que etiquetaba cuanto encontraba de curioso, reminiscencia de su antiguo oficio de magistrado y que, en fin, le corregía los deberes de escritura y con él iba de paseo. Estas páginas son, en verdad, magníficas, llenas de atracción y escritas con una prosa modélica, la misma que puede detectarse en sus informes técnicos y estudios legales ceñidos al proceso.

Como bellísimos son los apartados en que nos cuenta el despertar amoroso hacia su prima Norina, que al fin reparó en él justo cuando marchaba de aquellos lares. El encanto y la delicadeza de este relato es antológico. Como dijo el poeta esas “tardes azules y noches blancas”, es decir luminosas por los encuentros unas y sin poder conciliar el sueño por la emoción las otras, están magníficamente reflejadas.

Y entre sus nostalgias, en unos renglones maravillosos, nos dice Calamandrei cómo no es necesario acudir al cementerio para reencontrar a los amigos muertos, pues se encuentran presentes en los recodos de las calles y en las plazas, saludándole a su paso pues, como se decía en aquellos parajes, siempre “se les oye”.

Precisamente como la casa de campo es el refugio espiritual, no habla el maestro toscano de la situación política italiana ni de los tiempos iniciales de la Guerra. Aquí lo que prima es el devoto pasado, no el inquietante presente. Es como la expresión de un exilio interior, de una vuelta a los orígenes como si se pudiera dar marcha atrás, retrocediendo en el tiempo. Por eso la narración es excelsa, pues contiene la experiencia posterior trasladada al momento antecedente. Es como recordar cuando ya no se puede retroceder a lo que provocó el recuerdo entrañable.

Piero Calamandrei ama profundamente los espacios que describe. Le es indiferente tanto el paseo por los caminos que le alejan del pueblo o las andanzas por el bosque, cuanto mirar las cosechas de la tierra próxima o los pequeños montículos en las laderas, así como detenerse en la contemplación de la plaza del pueblo, todavía hoy -nos dice- con esa soledad que “no es desolación”. Acerca de los buscadores de setas escribe algunos de sus más humorísticos pensamientos, referidos a la competencia entre los mismos y “su singular psicología” que visceralmente consideran al resto como intrusos. Y retoma los vivos colores de los paisajes añorados, que ignora si son los verdaderos o los después imaginados. Todo le conmueve y a todo presta su atención, envuelto en una literatura superior y elegante, propia de los elegidos, que traspasa al lector y le hace integrase en lo descrito, como si le fuera tan cercano y conocido como al autor. El amor a la Toscana, la “dulce patria nuestra”, se transmite en esta excepcional obra y se contagia.

Para completar la cuidada edición, catorce pequeñas xilografías de Pietro Parigi, todas muy adecuadas al relato, abren y cierran cada una de las partes mencionadas.

Que estamos en presencia de un libro de entretenimiento no ofrece la menor duda, pero de un entretenimiento culto y enriquecedor. Creado durante los largos meses de descanso estival, es oportuno como lectura serena para también esta etapa del año, como remanso del trabajo diario. Merecedor de un recorrido detallado, discipular, con una prosa que nos va perforando y que nos va a reconfortar espiritualmente.

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