No soy adicto al juego porque trae mala suerte. Es el mismo motivo, dicho sea de paso, por el que tampoco leo mi horóscopo en el periódico, no sea que abra la página correspondiente y, como todas las secciones llevan ahora la foto del opinante de guardia, el analista a cargo de la sección astrológica me eche el mal de ojo. Los argumentos que tengo contra la lotería y el periodismo, como ven, no son racionales, sino un ejercicio de pura superstición. Afortunadamente para las empresas de ambos ramos de actividad pertenezco a una reducida minoría social – si bien muy maniática en tales cuestiones-, deleznable económicamente (supongo que también en relación con otros adverbios de modo) y por eso el juego y la venta de periódicos siguen viento en popa. Pero no quiero desviarme con más digresiones de la pequeña historia económica que a continuación les voy a contar.
Cerca de mi casa hay un kiosco de la ONCE. Su inquilino es un ciego de mediana edad pero de volumen superior y todavía mayor altura. Digamos que 1,90 metros de largo y 120 kilogramos de peso son sus medidas. Como tiene cara de chino, parece un luchador de sumo. Debido a esas dimensiones, no les extrañará que su garito sea para el protagonista de este relato casi una segunda piel, un cubículo en el que apenas puede entrar y moverse. Yo creo que por eso jadea y respira tan mal.
Nunca he sabido el nombre de este gigante y probablemente no lo sepa nadie en el barrio, pues, con la salvedad temporal que luego diré, siempre se le ve sólo y no se le conocen amigos. Quizás por su soledad comienza el trabajo –vender números de los ciegos- tan temprano y ya a las siete de la mañana, incluso durante los crudos meses de invierno, le veo convenientemente empotrado en el interior de su kiosco mientras el que les habla se dirige al bar de la plaza a tomar el primer cafelito del día. El ciego mira sin ver asomándose a la ventanilla abierta del kiosco con una expresión ligeramente apacible aunque nunca le he visto vender un solo billete, pese a tener su despacho contiguo a la parada del autobús, repleta a esas horas de vecinos que se dirigen a sus puestos de trabajo. Quizás vayan con demasiadas prisas o, como yo, no sean adictos al juego. En todo caso da un poco de pena –las bajísimas temperaturas de este invierno que está a punto de finalizar probablemente han aumentado mi sensibilidad- la comprobación de primera mano de tanta indiferencia hacia la laboriosidad inútil del ciego, una esterilidad que al adentrarse en lo que yo imaginaba su soledad sentimental me producía, ya al caer la tarde, una sensación insoportable de piedad cuando regresaba a mi casa después de la oficina y contemplaba la misma escena: el ciego solitario en su kiosco de la ONCE como un buda triste en un templo enano de Birmania. Una estatua verdaderamente exótica, pero sombría y un poco ominosa -pues los budas siempre sonríen- erigida en un barrio de clase media de Madrid.
Así le iban las cosas al ciego hasta que irrumpió bruscamente la inmigración en nuestra ciudad. Entre paréntesis: ahora ha vuelto a las andadas, con mayor pena aún para el testigo de su soledad, pues hoy el ciego sin nombre es ya un cincuentón. Fin del paréntesis: sin embargo, hace unos años, como a tantos otros españoles, le llegó la fortuna de fuera a este vendedor de suertes ajenas. En este caso la bendición tenía nombre de mujer, aunque para el barrio era una mujer de nombre igualmente desconocido. Yo la bauticé con el apodo de Vapor. Por la combustión de su cuerpo –según mi calenturienta imaginación- y también –según la realidad objetiva, inmediatamente apreciable- por los efectos de su proximidad al enorme cuerpo del ciego durante las frías madrugadas de invierno, como enseguida demostraré. Cuarenta grados centígrados a la sombra.
Me di cuenta de que algo importante había cambiado en la vida de nuestro hombre una mañana desapacible en que, como todas las de mi rutinaria existencia, salía de casa dispuesto para el primer cafelito del día. Al pasar junto al kiosco de la ONCE era palpable un indicio inequívoco de novedad: la ventanilla expendedora, siempre abierta, estaba entonces cerrada. Pero lo más sorprendente no era esta circunstancia tan nimia, sino los cristales ahumados, completamente empañados por el vaho que procedía del interior de la caseta. Total, que, como soy de natural curioso, al instante me puse a desempañar con la manga de mi abrigo un circulito en la cara exterior del cristal. La escena que contemplé era en verdad prodigiosa: la pequeña Vapor sentada sobre las rodillas del ciego, abrazando su cuello mientras sus labios acogían el beso profundo del buda tristón de la ONCE, aunque en ese momento ya era legítimo portador de la felicidad inefable de los amantes sinceros, que siempre se besan con los ojos cerrados. Los verdaderos amantes prefieren abrazarse en la niebla sentimental para no ser testigos oculares de su placer compartido, una acción que, incluso a la luz privativa de la pareja, sería un testimonio obsceno de la entrega muelle del otro. Por eso todos los amantes son ciegos.
Tampoco sé cómo se conocieron. Vapor era peruana o guatemalteca, o al menos eso decían en el barrio. Bonita y con cuerpo de lagartija, daba gusto verla con sus vaqueros deslucidos y bien ajustados a su retaguardia, pidiendo juvenilmente un par de bocadillos y unas cervezas en el bar para el almuerzo común. Algunos decían que en su país tenía un pasado que estaba intentando olvidar. Fuera lo que fuese, el kiosco permanecía ahumado por el amor un día tras otro y la vida doméstica de la pareja era un frágil secreto que cualquier intruso podía averiguar. Una mañana, con la persianilla de lamas bajada, vi encima de la ventanilla del kiosco un cartel de cartón que decía "Cerrado por vacaciones", pero no era verdad porque sus paredes de cristal continuaban igual de ahumadas que otra mañana cualquiera.
Pero la semana pasada el ciego abrió de nuevo la taquilla y posó las manos sobre la repisa de su minúsculo mostrador. El ciego era visible otra vez dentro de su jaula de cristal, tan trasparente ahora como la gravedad que desvelaba la resurrección de su antiguo rictus facial. Creí que ese día Vapor permanecería en su casa, estuviera donde estuviera su domicilio particular, convaleciente de un resfriado o algo parecido, una circunstancia normal con tanto trasiego matutino e invernal al trópico sentimental de la pareja, con tanto cambio abrupto de temperatura cuando los amantes traspasaban el umbral del pequeño recinto de la ONCE y se abandonaban a sus caricias. Pero Vapor tampoco compareció los días posteriores y su repentina ausencia fue, al menos para mí, un presagio de que se acercaban malos tiempos para todos, la intuición de una ruptura profunda e irreparable en el orden pequeñoburgués pero acogedor del día a día del barrio. Una intuición quizás individual, no lo sé, pues en el barrio nunca se habla mucho y sólo los alcohólicos conversan a menudo. El caso es que nadie comentó nada sobre la desaparición de Vapor.
Hasta que el enigma de la huída de Vapor fue aclarado poco después por la gacetilla de noticias y actividades del distrito que publica la junta municipal. Era sólo el siguiente breve telegráfico: “Redada policial contra la inmigración irregular. La semana pasada fueron detenidos en nuestro barrio varios individuos extranjeros que no pudieron acreditar el motivo de su estancia en territorio español. Uno de ellos, al parecer una mujer latinoamericana, se había hecho pasar por empleada de la ONCE, circunstancia que no pudo demostrar pese a contar con la solidaridad desinteresada del legítimo titular del kiosco de la plaza, un invidente que, en apariencia desconsolado y con los ojos anegados por copiosas lágrimas de cocodrilo, fingió ante la policía que su benéfica organización había contratado a la detenida como lazarillo institucional al tener los papeles en regla”.
Se acabó el sueño trasnochado del ciego, los ojos de su vida, su única mirada al mundo, placenteramente trasnacional. Vapor no era ya más que humo desvanecido, la metáfora frustrada del progreso de la economía global. Vapor era la eficiencia de la movilidad del mercado. Vapor era lo que era, una mercancía de contrabando. Vapor era pura demagogia.
Emocionante metáfora del sueño evaporado.
Pero, Bernstein, no sea tan duro. Vapor era el angel de esos días felices del Sumo. ¿No esconderá algo más esta historia tan bien contada?
Sr. Bornstein, permítame sugerirle una pequeña, pero a mi juicio importante, modificación: el ciego de mediana edad sería, a mi entender, todavía de mayor estatura (que no altura), y de 1,90 metros de alto (que no largo). Aunque puede que me equivoque. Sólo añadir que sus historias están contadas de un modo que me llevan cada día a Cuarto Poder a buscarlas. Un saludo.
Gracias por su tiempo y por sus palabras, Davidson. Y también por sus sugerencias, tan precisas, aunque creo que ambos llevamos razón por la maleabilidad -aunque siempre reglada- del idioma que compartimos.