Corbacho tiene un plan

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Un plan la mar de legítimo del que incluso puede presumir en la intimidad de su hogar. El ministro de Trabajo ha confesado a la opinión pública que tiene un plan de pensiones que complementará, cuando se jubile, la prestación que recibirá de la Seguridad Social. Y anima a los ciudadanos que puedan permitírselo a utilizar esta modalidad de ahorro privado para, en su momento, reducir en lo posible la brecha que se abre con el retiro entre las rentas devengadas mientras uno permanece en situación laboral activa y las que percibe al ingresar en las clases pasivas. Es lo que dice el Pacto de Toledo, algo muy sensato si no fuera porque una obviedad se hace sospechosa cuando se enuncia con luz y taquígrafos en tiempos de zozobra. Las contradicciones del Gobierno sobre el probable retraso de la edad legal de jubilación y la modificación de la base de cálculo de las pensiones desvelan que la nave de nuestro futuro puede hacer agua. El Pacto de Toledo quizás cambie de nombre dentro de poco y se transmute en el Pacto de Talavera de la Reina.  Luego diré por qué.

La ministra Salgado ya se ha apresurado a manifestar que ella no necesita un plan, ya que cotiza a la Seguridad Social desde los 22 años, por lo que no necesitará para mantener su actual nivel de vida ni “siquiera la pensión de ex ministra”. Todo un alarde de optimismo desbocado sobre la viabilidad de nuestro sistema económico que, además de reforzar el ambiente general de sospecha, demuestra una vez más que el diálogo de sordos que mantienen Economía y Trabajo es en verdad un alarido preocupante que conduce a que el público se palpe la cartera y, con espíritu de zarzuela, a sí mismo se diga: “¿pero en qué manos estamos?”.

Con efectos desde 2007, el Gobierno de la época lanzó a los ciudadanos y a los mercados financieros un mensaje muy claro: no iba permitir en el futuro que los beneficios tributarios destinados a las aportaciones a los planes de pensiones continuaran rebajando a toque de corneta la fiscalidad de las rentas elevadas. Con esta finalidad corrigió la estrategia de las dos legislaturas gobernadas por el Partido Popular y suprimió, salvando las aportaciones realizadas hasta el 31 de diciembre de 2006, la reducción del 40% para las prestaciones cobradas en forma de capital único; el Gobierno de Rodríguez Zapatero también disminuyó drásticamente las aportaciones máximas con derecho a reducir la base imponible del Impuesto sobre la Renta y, además, vinculó obligatoriamente la aplicación de los beneficios fiscales a los contribuyentes que obtuvieran rentas de trabajo o de actividades económicas. No voy a comentar aquí la posible bondad de dichas medidas, pero entonces y ahora hay que reconocer que los anteriores gobiernos del Partido Popular habían emprendido progresivamente una política tan expansiva sobre esta modalidad de ahorro privado que frecuentemente era utilizada por los contribuyentes de la “decila” de rentas más alta como una simple inversión de capital desligada de cualquier actividad laboral. Obviamente, después de los contribuyentes beneficiados, los más contentos con esta política conservadora eran los gestores de los planes y fondos de pensiones, un producto que había nacido, con un alcance mucho más limitado, en 1987.  

En ésas estábamos cuando salta a la arena Corbacho y presume de plan. ¿Sugiere que hay que abrir la mano fiscal a los sistemas privados de ahorro para descargar tensiones sobre la tesorería de la Seguridad Social? Si esa fuera realmente su intención, o simplemente si se hubiera convertido en corredor de seguros de forma precipitada a mayor gloria de la banca, deberíamos considerar todos los pros y los contras de una reforma que pudiera recorrer ese camino. En la coyuntura actual cualquier incentivo público a los planes de pensiones plantea, como poco, tres inconvenientes. Uno de ellos es que la oferta publicitaria del ministro de Trabajo supone, en la práctica, revalidar la pésima actuación de las gestoras de los planes, causantes de una baja rentabilidad promedio de los mismos (frecuentemente negativa) que ha minorado los derechos consolidados de los partícipes y amenaza con anular los beneficios fiscales de los que disfrutan, una situación de merma del valor de los fondos de pensiones a la que no son ajenas las elevadas comisiones que cobran las sociedades gestoras.

En segundo lugar, la apuesta gubernamental por este producto del ahorro puede atacar las cuentas públicas, en beneficio además de las rentas superiores, incrementando el déficit y la deuda, con lo que no debe descartarse el resultado contrario del esperado y dañar aún mas, de manera indirecta en este caso, la viabilidad del sistema público de pensiones.

Por último, la teoría económica nos dice que la aversión al riesgo de los ahorradores e inversores es endémica en épocas dilatadas de contracción económica y de gran incertidumbre en los mercados financieros. Esta desconfianza en el futuro de los sistemas públicos de pensiones alienta, desde luego, el ahorro complementario a la Seguridad Social en sistemas privados de previsión, pero en el corto plazo probablemente retraerá una parte considerable de esta demanda a favor de la liquidez y la solvencia inmediatas. En estos momentos, la estimación del dinero como “valor refugio” se compadece mal con la indisponibilidad de los planes (que, salvo excepciones, no son reembolsables hasta que se produce la contingencia prevista, en este caso la de jubilación), sobre todo si la estructura patrimonial del plan descansa en la renta variable. Es cierto que desde hace unos meses son más flexibles las circunstancias legales que posibilitan el cobro de las prestaciones del plan si el partícipe pierde su empleo, pero la normativa financiera de los planes de pensiones continúa siendo demasiado rígida e ineficiente en tiempos, como los actuales, en que nadie está razonablemente seguro o confiado respecto a lo que le puede pasar a él y a su familia en los próximos meses.    

Celestino Corbacho no es un pícaro, pero en ocasiones pone todo su ímpetu personal, que como todos ustedes saben es mucho, en disfrazarse de clérigo goliardo siguiendo el camino transitado por nuestro Arcipreste de Hita. Porque entre éste y la inmortal La Celestina (hacia 1499) nos topamos con el Corbacho o Reprobación del amor mundano (hacia 1434), compuesto por el también clérigo Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera. El título moralizante oculta en realidad el desgarro de las voces callejeras que coloreaban entonces -¿sólo entonces?- un costumbrismo abigarrado lleno de sabor popular que fustigaba los vicios femeninos (cuidado, Elena Salgado). El Corbacho es un aviso a los pecadores que entretiene e ilustra –un anticipo, trescientos años atrás, del “ilustrar deleitando” del Padre Feijoo, pero a la manera gótica y castellana de la que son entusiastas dos hermanas famosas por un día a la vera del río Potomac. Todos sabemos que nuestro Gobierno, comenzando por su jefe, es de una gran espontaneidad lingüística, un poco como el romance de marras, al que un ilustre académico ha tildado de “obra frívola y de poca entidad intelectual”.

 No estoy de acuerdo. Yo he leído el Corbacho y creo, aunque sé de sobra que mi opinión es sólo la de un humilde lector, que el Arcipreste de Talavera era un gran predicador popular y sus sermones resultaban muy divertidos. Corbacho, el ministro homónimo, también nos divierte mucho cuando enarca las cejas para confesarnos, en medio de la tormenta económica que nos ahoga, que él también tiene un plan. Un plan: justo lo que necesitamos para salir de la crisis y cobrar en el futuro nuestra pensión. El plan gubernamental nos va a rescatar a todos. Y por si acaso fallara, que no creo, siempre podremos ir a rezar a la ermita de la Virgen del Prado, patrona de Talavera y de su Arcipreste Corbacho.

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