Antes de continuar sobre las posibles virtudes del silencio creo que es conveniente hacer un paréntesis, trazar el curso de una corriente que más tarde nos devolverá, con alguna probabilidad de acierto, al camino principal que hoy compartimos. Este afluente es muy apropiado a la cuestión que tratamos y enseguida veremos su razón de ser. Debo señalar, debido a los extraños vericuetos de su realidad histórica, la existencia judía a lo largo del tiempo, con todos sus cambios, por ser una excelente piedra de toque que nos ayuda a reflexionar sobre los interrogantes que nos acechan cuando utilizamos las palabras Historia y Memoria, o simplemente sobre la necesidad humana de evocar y recordar el pasado. Porque el pueblo judío ha sido, por naturaleza, el pueblo del recuerdo.
El historiador de la Universidad de Columbia Yosef Hayim Yerushalmi, en el librito que, precisamente, lleva por título un elocuente Zajor (“recuerda”), disecciona y separa radicalmente los conceptos “historia judía” y “memoria judía”, sin que, por ello, otorgue necesariamente como cuestión de principio una jerarquía axiológica superior a uno sobre otro (aunque luego veremos por cuál se pronuncia finalmente). Cada uno –su historia y su memoria– es el contrapunto del otro, conviven asimétricamente en el pueblo judío porque su peso e importancia relativos dependen del tiempo histórico. La Memoria es, según Yerushalmi, la facultad primordial del pueblo de la Diáspora y el ghetto, una comunidad retraída, volcada hacia sí misma por la discriminación y el rechazo de los demás que sobrevive sin tierra propia cumpliendo su imperativo moral. ¡Zajor! Dispersos por el mundo, sin la posibilidad de tejer la malla histórica que sólo permite la vinculación y el dominio sobre una tierra propia, los judíos la han sustituido por la fe en la Torá, su tierra portátil. Allí donde van transportan “El Libro”, ajenos, respecto a lo que deben memorizar, a los avatares de la realidad. Los sufren, pero pocas veces los registran. Y, cuando lo hacen, no los anotan con la sequedad del cronista o el contable, sino con la intención del creyente.
La perspectiva mesiánica de los judíos, su imposible pero siempre anhelado retorno a la tierra originaria, la fusión final esperada de “La Tierra” y “El Libro”, y el cumplimiento definitivo de las promesas que su texto encierra, les “desinteresó” de los problemas de la realidad histórica. Es, al mismo tiempo, un cierre prospectivo. Los judíos carecían del significado de sí mismos como protagonistas o simples partícipes del presente, por lo que su historia real, creo yo, no podía suministrarles el sentido de su existencia colectiva ni ser una orientación para el futuro. En la historia de los judíos no hay huellas de progreso, idea de misión o movimiento, entendidos todos estos conceptos en un sentido terreno o laico. Estos últimos significados, además, eran inaccesibles para el judío, pues exigían una organización política desvinculada de una iglesia. Lo más “estatal” de un judío era precisamente su fe religiosa perpetua y la laicidad un imposible ontológico. La conciencia histórica del judío era la antítesis de la dialéctica hegeliana. Del pasado sólo le interesaba retener lo que había tenido relación con el cumplimiento del código legal y moral de la Halajá. Las familias judías únicamente rememoraban y transmitían, de padres a hijos, la Ley, el rito, las prescripciones morales y la liturgia del calendario. Esta alienación del devenir histórico es la de un grupo, disperso por los cuatro confines, refractario a la asimilación por su entorno al que algunos llaman el pueblo del “No”. Un no al movimiento. Un no a cualquier paso fuera del camino de Dios. Un no inmóvil y testarudo, una actitud estática porque la voluntad histórica pertenece a Dios, no al hombre. Dios es la Historia. Y el judío es la Memoria de Dios.
Paradójicamente, esta introversión ahistórica de los judíos es la que les da su extraña especificidad histórica a ojos de los demás. El providencialismo particularista de los judíos ha sido analizado con agudeza por Karl Löwith, para quien “los cristianos no son un pueblo histórico; su solidaridad por todo el mundo es una solidaridad de fe; desde el punto de vista cristiano, la historia de la salvación ya no está ligada a una nación en particular, sino que se ha internacionalizado porque se ha individualizado...De esto se sigue que el destino histórico de los pueblos cristianos no es susceptible de una interpretación específicamente cristiana de la historia política, mientras que el destino de los judíos es susceptible de una interpretación específicamente judía”. Creo que en estas palabras coexisten la memoria judía y la historia de o sobre los judíos, siempre narrada por otros. Los recuerdos de los judíos no tienen ningún sentido si no se vuelcan sobre “su” religión, sobre una fe que no se expande fuera del grupo (son escasos los momentos de proselitismo), que no es estrictamente individual y que no es la base ideológica de la fundación de los estados modernos. Por ello, la memoria judía tiene tan poco que ver con la historia política o la crónica de los sucesos del mundo, con el derecho de gentes o la filosofía de la historia. Los testigos externos se asombran ante la presencia de esta anomalía y algunos nos han dejado la huella genial de su extrañeza, como los retratos de Rembrandt de sus contemporáneos judíos de Ámsterdam.
Acostumbrados, para bien y para mal, a vivir intramuros y separados del espacio público regulado por los sistemas jurídicos y políticos de los gentiles, los judíos carecen de Historia, un concepto extraño para el que ni siquiera disponen de un nombre en hebreo. Las cosas que no tienen nombre, o no existen o no se piensa en ellas. Para los hebreos la Historia universal se reduce a la narración de las guerras de los gentiles. Éste es el nombre judío para designar la palabra Historia: “Las guerras de los gentiles”. Una insólita anticipación conceptual de la Historia a la propuesta por Marx muchos siglos después: la violencia como “partera de la Historia”. Un indicio más de la alienación histórica de los judíos, en este caso perseguida con plena conciencia. Otra paradoja.
Nos dice Yerushalmi que, cuando el judío holandés Menahem Man Amilander escribía su Sheyris Yisroel (una historia general de los judíos escrita en yidish y publicada en 1743), apenas pudo utilizar, por su inexistencia, fuentes propias judías y tuvo que apoyarse en la obra monumental, aparecida unos pocos años antes, del hugonote francés, refugiado en Holanda, Jacques Basnage. Incluso los exóticos (por su escaso número) historiadores judíos del siglo XVI, como Gedaliah ibn Yahia, David Gans, Salomón ibn Verga o Abraham Zacuto, surgidos en un momento trágico e irrepetible hasta las postrimerías del siglo XVIII –la conmoción producida en toda la Diáspora por la expulsión de los judíos de los reinos de España–, “parecen casi desconocer los siglos anteriores”, confiesa el propio Basnage.
Los judíos sólo tienen tradición y recuerdo, una envoltura circular que les aparta del tiempo de la Historia, que es un tiempo lineal. Es verdad que tienen sentido histórico del progreso, pero éste opera per saltum hacia la futura aparición repentina y apocalíptica del Mesías. Las ceremonias, los ritos transmitidos de generación a generación, la memoria de los padres y la percepción de un pasado legendario son significativos porque actualizan constantemente las promesas irreversibles de Dios sobre la llegada del Mesías. Son las fuentes renovadas de un ensimismamiento, individual y comunitario, que apenas trasciende al exterior. El contacto con el saber mundano de los gentiles, como es el conocimiento histórico, sólo puede acentuar la racionalidad en detrimento de la especificidad de la fe judía, es un contacto no deseado. Es ya con las Luces (y su versión judía, la Haskalah) y los inicios de la emancipación, a finales del siglo XVIII, cuando los judíos comienzan a romper el cristal opaco de la Memoria, recobrando, 1.800 años después, su perdida condición de sujetos de la Historia. De ese momento data el despegue normalizado de su actividad y su percepción del tiempo en paridad de circunstancias con el resto de los pueblos, si bien no mucho después esa percepción sufrirá otro corte dramático, la ruptura más grave del nexo entablado por los judíos con la Historia, que dará lugar a un nuevo tipo de Memoria, la memoria de la Shoah.
Realmente, la Haskalah será un anticipo, sólo allanará el terreno para el punto de partida de la nueva aventura, que, como no podía ser de otra forma, será tarea de un historiador, el gran Heinrich Graetz (su famosa colección histórica fue escrita entre 1853 y 1870), y del movimiento cultural al que pertenece: el Wissenschaft des Judenthums o “Ciencia del Judaísmo”. Para ser justo, no puedo, sin embargo, relegar el nombre de Measef, el periódico judío de la Haskalah alemana, aparecido ya en el otoño de 1783. Como tampoco silenciar los esfuerzos, unos años después, de Leopold Zunz y la creación en 1819 de la organización Verein fur Cultur und Wissenschaft der Juden (Sociedad para la cultura y el estudio científico de los judíos), a la que se adhirió desde su momento fundacional el –todavía- no bautizado y jovencísimo poeta Heinrich Heine. Hasta llegar a Immanuell Wolf y su manifiesto Sobre el concepto de una ciencia del judaísmo (1822).
En esta época se produce una fisura radical entre una Memoria que se atrofia y la Historia del judaísmo, hecha ya por los propios judíos, que es la gran ganadora de esta confrontación. Éste es el criterio quizás excesivamente positivista de Jerushalmi, quien no admite la existencia de vasos comunicantes entre ambos conceptos y, lo que resulta más doloroso, testimonia una brecha entre ellos que se iría ensanchando con el paso del tiempo hasta hacerse infranqueable. Desde luego, hoy asistimos a una resurrección de la Memoria judía, aunque anclada en otros fundamentos, como luego expondré sin mucho detalle porque están en la mente de todos. Jerushalmi tiene sus contradictores dentro de la profesión. Más tarde les nombraré, pero, si me lo permiten, tendré la audacia suplementaria y adventicia, como no profesional de la Historia, de terciar modestamente en este debate. Lo que ahora interesa dilucidar son unos interrogantes cuya clarificación nos ayudará, creo yo, a dotar de algún sentido para nuestras vidas al emblema de Epicuro, precisamente su invitación (y espero con esto no traicionar mi promesa anterior) a que las preservemos de la mirada de los demás y quién sabe si también –olvidándolas– incluso de nuestra propia mirada interior. Aquí abandono el afluente y retorno al camino principal que les he propuesto. Debemos regresar a la modernidad y precisar, después de la incursión precedente en el significado antiguo de los conceptos Memoria e Historia, qué valor tienen ahora para nosotros y para nuestros contemporáneos.
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