Como la ignorancia suele traer de la mano a la audacia y esta última, a su vez, puede estar emparentada sin embargo con la verdad, voy a insistir un poco más en tratar de sacar, gracias a la paciencia de ustedes, algún sonido armonioso y auténtico a mis palabras, que, naturalmente, son privadas y suficientemente reservadas. Me refiero al Talmud. Apenas lo conozco y su dificultad interpretativa excede en mucho mis limitaciones personales. Pero creo que el Talmud, entre otras muchas cosas, es un depósito de un antiquísimo folklore judío cuyas narraciones -los pintorescos aggadot- rivalizan en sabiduría reflexiva con las enseñanzas contenidas también en aquél en forma de comentarios morales y litúrgicos sobre el código legal de la Halajá. No sólo resisten la comparación, sino que, según mi juicio nada autorizado, a veces obtienen la preferencia del lector.
Es cierto que no hay nada en los aggadot formalmente lógico o especulativo, algo explícitamente dogmático o discursivo sobre qué cosa es la verdad; pero a través de sus cuentos insólitos y fantasiosos, de sus delirios y burlas sobre situaciones y personajes, vislumbro en ocasiones el viejo método socrático de la mayéutica. Los aggadot provocan –como las parteras a que alude aquella palabra griega- el alumbramiento de ideas ya latentes en sus lectores. El conocimiento así adquirido, fuera del campo de la objetividad del discurso público y explícito, puede ser más profundo y ponerse al servicio de la comunidad de los lectores u oyentes, sin necesidad alguna de palabras mayores que faciliten la comprensión y, mucho menos, que demanden la sumisión pasiva de los demás. No es demasiado extraño que esta argamasa moral del individuo pueda trasladarse, en un doble camino de ida y vuelta, a la comunidad afectiva mediante el diálogo interno entre sus miembros. Como tampoco lo es que pueda relacionarse de alguna manera con el método de comunicación indirecta seguido por Kierkegaard, uno de los más sagaces penetradores de los misterios del Antiguo Testamento. Y, fin de trayecto, tampoco parece insólito que a esta reminiscencia del método socrático de la mayéutica el mismo Kierkegaard la defina, en defensa de su visión particular del cristianismo, como “un nuevo silencio militante” (El punto de vista).
Es evidente que en este diálogo silencioso se entrevé un lenguaje privado que fundamenta la moral en algo distinto –aunque no necesariamente contrario- de la especulación lógica y de la transmisión de valores gracias al discurso público utilizado, entre otros ejemplos, por la filosofía racionalista de origen kantiano. Se trata de un diálogo desde la intuición del sentimiento. Siempre me ha impresionado, como fundamento ético muy distinto de la supuesta racionalidad objetiva de las memorias públicas que le asignan sus partidarios, la apelación al silencio que contiene este aserto de Paul Engelmann: “No hay proposiciones éticas, sólo acciones éticas” (Über den “Tractatus Lógico-Philosophicus” von Ludwig Wittgenstein”, en Bei der Lampe). El judío Paul Engelmann, un sobrio arquitecto racionalista (¡qué gran paradoja!) de la escuela vienesa de Adolf Loos, amigo íntimo del filósofo judío Wittgenstein, que pasó la última parte de su vida y murió en Israel. Si la máxima de Engelmann fuera cierta, como creo que lo es, la restauración de la verdad no dependería tanto de los argumentos explícitos de la transmisión pública de la Memoria, la que sea, sino de otra cosa más parecida a la obra de arte, al sigilo de vivir rectamente la vida. Dada la crispación actual en la sociedad española sobre el uso público de la Memoria, y la que producen las demás memorias enfrentadas (turcos contra armenios, israelíes contra palestinos, argelinos contra franceses), habrá quien interprete esa voluntad de silencio como una claudicación de los derechos en liza, como un defecto achacable a una naturaleza enfermiza y pusilánime frente al conflicto. No lo estimo así, sino todo lo contrario. Voy a citar, en mi abono, a otro miembro del pueblo del recuerdo y de la memoria para demostrar que también éstos pueden compartirse en privado. Incluso en medio del silencio. Pues, y esta pregunta y su contestación se formularon en el corazón de Europa hace ya casi un siglo: “¿Por qué escribe un hombre? Porque no posee carácter suficiente como para no escribir”. (Karl Kraus).
He hablado ya bastante de Historia, de Memoria y de la facultad de recordar. También de silencio y olvido. Me queda por dar la última pirueta con alguna esperanza de que esta abigarrada miscelánea, consumado su tirabuzón final, alcance un poco de coherencia interna. El epílogo serán un cuentecito y una reflexión adicional. A veces leemos en los diarios cómo un anciano, que ha salido de casa por la mañana y no regresa al hogar cuando ya es noche cerrada, es buscado con ansiedad por sus hijos en las comisarías y hospitales de la ciudad advirtiendo a sus regidores que el desaparecido sufre de amnesia y es posible que haya olvidado el camino de vuelta. ¡Qué maldición bíblica es la pérdida de la memoria, la caída de una persona en el pozo del olvido! Una aggadá basada en el libro segundo de los Reyes confiere el poder de disolución de la memoria a las aguas malditas de un río. Utilizando la trama conjunta de la historia bíblica y de la leyenda podemos ver a lo lejos la terra incognita que se extiende al norte del río Sambatión, el río del olvido.
Oigamos primero la voz del cronista: “Por eso (por sus malas costumbres) arrojó Yavé de sí toda la descendencia de Israel, la humilló y la entregó en manos de salteadores, hasta arrojarla de su presencia...como lo había anunciado por todos sus siervos los profetas. E Israel ha sido llevado cautivo lejos de su tierra, a Asiria, donde está hasta el día de hoy.” (2 Reyes, 20-23).
Con este abrupto final desaparece de la Historia el viejo reino samaritano en medio del silencio bíblico. La narración sagrada es lacónica: una escueta –y terrible- advertencia sobre el futuro trágico de los hijos de Israel que será el castigo supremo por sus pecados (la expulsión de la tierra de Dios, que era tanto como apartarlos de su vista). ¿Qué podían hacer en aquellos tiempos los hombres que eran conducidos al ángulo muerto de la mirada de Dios? Puede que la ceguera divina les llevara finalmente incluso al olvido de sí mismos. Pero no prejuzguemos los acontecimientos y sigamos por ahora sólo el rastro de la narración literal, la descripción de la sentencia que anticipa el versículo 6 del propio Libro segundo de los Reyes, donde el relato acentúa su carácter informativo acudiendo a los datos necesarios de la Historia y de la Geografía que ponen el punto final a la existencia del pueblo y del último de sus reyes: “El año noveno de Oseas, el rey de Asiria (Salmanasar) tomó a Samaria y llevó cautivos a sus habitantes a Asiria, haciéndoles habitar en Jalaj y Jabor, junto al río Gozan, y en las ciudades de la Media.” Y apenas nada más dice la Biblia sobre un episodio tan desgarrador para los protagonistas y sus hermanos, quizás más para unos hermanos que mucho tiempo después seguirían hablando del suceso mediante la liturgia y los ritos del duelo. Es decir, con las llaves más tristes del recuerdo.
Porque, muerto Salmanasar y destruidos por fin los asirios, se imponía por sí misma esta pregunta tan inquietante y tan dolorosa: ¿qué nuevo obstáculo impide a los israelitas regresar junto a sus parientes del sur, los hijos del reino de Judá que también sufrieron el destierro de su país pero han conservado las fuerzas para volver y levantar por segunda vez el Templo de Jerusalén? ¿No son libres ya nuestros hermanos, de los que hace tanto tiempo nada sabemos, para emprender el camino de regreso al hogar, o es que rehúsan hacerlo?
Las preguntas sin respuesta sólo pueden ser contestadas desde la fantasía. Y fue un escriba fantástico y fantasioso llamado Esdras quien calmó la angustia del pueblo inventándose un accidente hidrográfico: el río Sambatión. Los israelitas no podían regresar porque en su marcha forzada hacia el norte, en la ruta de las tierras de Asiria, habían cruzado, empapándose en ellas, las aguas odiosas del olvido, la corriente destructora de la memoria que transporta el río Sambatión. La leyenda era melancólica pero eficaz. Era como despedirse del padre moribundo al que no has de ver nunca más acariciándole el pelo, diciéndole antes de la muerte irremediable: vete en amor y paz, padre querido.
Después los hijos de Judá fueron expulsados de su reino otra vez. En la diáspora milenaria la antigua añoranza se dobló, por los hermanos perdidos, por la tierra perdida, y alcanzó incluso una secuencia triple porque también ellos -¡el pueblo elegido!- fueron llevados al ángulo muerto de la mirada de Dios. Pero en este mundo tan extraño, ¿quién no ha perdido su casa, no encuentra a su hermano y permanece apartado de la mirada de Dios, aunque su pensamiento extraviado le diga que él y sólo él es su elegido? No es muy consolador, ¿pero no es éste el mismo tiempo de toda la existencia humana, el tiempo de los primeros samaritanos?
Dice Isaiah Berlin que la libertad exige un mayor número de palabras desorganizadas que el que habitualmente usamos. Los códigos morales de conducta, por no hablar de los valores jurídicos y políticos, pueden entrar en conflicto con la personalidad individual, sobre todo con su libertad negativa, es decir, con el ámbito humano indisponible por los demás. La organización social puede aniquilarnos. Estoy de acuerdo, pero los individuos somos más que átomos aislados. Somos también, como dijo Aristóteles, animales sociales, aunque nuestra integración en el grupo debe ser los más “personalizada” posible, voluntaria y conscientemente querida. Y, para esta elección, vuelve a ser clave el concepto particular que tengamos de la Memoria.
En la sociedad “moderna” (que aquí no es sinónimo estricto de “contemporánea”, sino un adjetivo más amplio delimitador de una “cultura”) no hay sitio para la Memoria (mnesis). Sólo los truhanes y los ingenuos propalan este sentido fuerte de la Memoria en una época que aborrece y ha abdicado hace mucho de la honesta tradición del lenguaje. Las palabras apenas significan otra cosa que un pretexto para justificar nuestros odios y caprichos, y poner el oportuno pie de foto a los estímulos visuales que incesantemente y sin ninguna jerarquía se suceden unos tras otros saturando nuestra posibilidad, tan humana, de ver y observar. La percepción del tiempo y del espacio ha sido reemplazada por la fugacidad y el solapamiento de las imágenes, acompañadas de la verborrea de los triunfadores del presente, los magos rutilantes de la logomaquia en que hoy se han convertido el periodismo, la política y todo, absolutamente todo, lo que tenga pretensión de noticioso. Sólo la crónica de los horrores cotidianos –el hambre, la desesperación o la guerra- es Memoria para los que sufren su aguijón, pero se trata de una verdad en tiempo real que sólo será Memoria futura, y eso si los consumidores de desgracias ajenas se apartan para que en el escenario histórico sólo queden sus protagonistas, los verdaderos actores de sus propias vidas.
Contra los administradores de la Memoria artificial, pero sobre todo en defensa de nosotros mismos y de nuestra individualidad ética, contamos casi exclusivamente con el remedio más humilde de la anamnesis. En el limo de nuestra conciencia todavía hay restos del pasado, reminiscencias de un ayer casi olvidado en el que nuestros padres nos transmitieron un ADN moral. Son retazos genéticos que, a diferencia de la biología natural, podemos rechazar o, por el contrario, recuperar de nuestros antepasados para vivir con dignidad. En la frontera del río Sambatión no sabemos si quiénes se perdieron han sido los que, como el viejo de la noticia, olvidaron el camino de vuelta a casa –quizás porque estaban hartos de nosotros- o los que permanecimos a este lado del río.
Mi buen amigo Francisco Laporta, quizás el mejor filósofo del Derecho con que actualmente cuenta nuestro país, publicó no hace mucho un libro sobre la autonomía personal y su relación con las normas jurídicas. Pero podemos traerlo aquí sin traicionar a los especialistas de la ley porque dicha autonomía tampoco se comprende, como ente moral, sin el pasado de las personas. Laporta distingue entre las creencias y las preferencias del individuo. Las dos forman parte de su proceso de socialización, pero, si no le he entendido mal, las primeras –las creencias- tienen una naturaleza más colectiva, las recibimos de nuestro entorno, incluidas las tradiciones o la memoria del pasado. Pero otorgamos confianza a ese entorno que inventa nuestras creencias porque podemos contrastarlas con el filtro de la racionalidad. También el entorno condiciona nuestras preferencias (intereses, valores, ideas...), pero en esta decisión de lo que queremos ser nuestra autonomía significa que somos independientes y responsables, ante nosotros mismos y ante los demás. Quiero decir con esto que el gran pasado del judaísmo nos da a todos, a los judíos y a los gentiles, una gran confianza en nuestro designio de ser realmente libres. La anamnesis, la recuperación íntima de la gran tradición moral del judaísmo es, creo yo, el eco lejano que hoy nos acerca como seres humanos y a su vez la garantía de que, gracias a la libre adaptación individual que también todos hemos hecho de esa tradición, somos personas dignas de confianza. Porque el judaísmo no es una sociedad secreta, sino una tradición común más o menos dispersa en la cultura occidental, aunque muchos no tengan apenas conocimiento de la pervivencia y la vitalidad de ese testigo.
Y con la venia, el respeto y el agradecimiento debidos al lector, termino con una ofrenda al río Sambatión, a las aguas amargas del Olvido: soy un individuo fuerte que puede pensar por sí mismo y no debe refugiarse en la conciencia moral de la tribu. Pero me inclino ante ti: si quisieras devolverme a mis hermanos sería mejor. Porque quizás yo también me encuentre perdido, debo decirte que tengo igualmente nostalgia de mí, del hombre que pude haber sido en compañía de mis hermanos y que aún no ha cruzado del todo tus aguas, eterno y terrible río Sambatión.