El Tribunal Constitucional (TC) es como la Reina de Inglaterra y, al igual que su Británica Majestad, también tiene su “annus horribilis”. Los dos perdieron hace tiempo el respeto de sus pueblos y, como para su desgracia, el término “annus” sólo es una metáfora de un mayor recorrido temporal, a ambos les resultará casi imposible recuperar el prestigio derrochado por su mala cabeza. Si a Isabel II el mayordomo de palacio se le mete en el tálamo imperial con una petaca de “whisky” para dormir a gusto la siesta, a nuestro Tribunal ya ni siquiera le obedecen los jueces de instrucción.
Esta vez la causa de la desafección popular y de las instituciones subordinadas a la doctrina del TC no ha sido el Estatuto catalán, sino la prescripción de la acción penal. Recordarán ustedes que hace unos años (STC 63/2005) el TC se apartó del criterio hasta entonces mantenido por el Tribunal Supremo (TS) sobre la interrupción de la prescripción, lo que permitió poco después la absolución de los Albertos de la acusación del delito de estafa y otros ilícitos penales por su conducta en el “caso Urbanor”. Frente al tenor literal del artículo 132 del Código Penal, la tesis del TC es que “para poder entender dirigido el procedimiento penal contra una persona, no basta con la simple interposición de una denuncia o querella, sino que se hace necesario que concurra un acto de intermediación judicial”. Es decir, según el TC resulta imprescindible que el órgano judicial receptor de la querella abra e inicie la causa contra el querellado.
El TC esgrimió la necesidad de reforzar la tutela judicial del querellado cuando éste se expone, como ocurre, entre otras muchas, con una acusación de delito fiscal, a la imposición última de una pena privativa de libertad. El derecho a la libertad consagrado por el artículo 17 de la Constitución exige, según el TC, un “mínimo irrenunciable” de actividad judicial, pues la simple recepción por el juzgado de la “notitia criminis” que es la querella o la denuncia es sólo “una circunstancia no rodeada de una publicidad y cognoscibilidad mínima” que atenta contra la seguridad jurídica del querellado, generadora de indefensión. Como el plazo de prescripción del delito fiscal es de cinco años, una querella del fiscal a instancias de la Agencia Tributaria (no interruptiva de la prescripción) presentada dentro de dicho período, pero “tramitada” judicialmente ya fuera de él, no ofrece otra solución posible que la absolución del acusado de delinquir por extinción de la acción penal. Se trata, sin duda, de una doctrina muy discutible, pues transfiere el buen fin de la denuncia al mero arbitrio judicial. Sin necesidad de ser indebidamente maliciosos, bástenos por ahora simplemente observar cómo se compagina la eficacia final de una querella por delito tributario con la lentitud de tortuga con que se mueven nuestros tribunales (si no hay famosos de por medio). Matusalén era un adolescente, comparado con algunos jueces españoles.
Pero donde hay patrón no manda marinero: al TC le está reservada la última palabra sobre la interpretación de la Constitución y, en tal sentido, sus decisiones vinculan a todos los ciudadanos y a todos los poderes públicos, incluido el TS, que es el órgano superior en todos los órdenes, “salvo en materia de garantías constitucionales”. Y el instituto de la prescripción, dice el TC, pertenece en última instancia al derecho fundamental de los ciudadanos a obtener una tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución). Sin embargo, en un país aficionado a toda clase de guerrillas, especialmente a las que enfrentan a los jueces, el contraataque del TS fue instantáneo: mediante Acuerdo de 12 de mayo de 2005 insistió, como si no existiera el TC, en que para interrumpir la prescripción basta con la interposición de denuncia o querella.
España debe de ser el modelo de estado de naturaleza que inspiró en su día a Hobbes para calificarlo como la mayor calamidad humana. El “bellum omnium erga omnes” es el deporte nacional, y no la fiesta de los toros declarada de interés cultural por Esperanza Aguirre, pese a que la lideresa quizás sea la mayor experta patria en guerrillas desde los tiempos de Indíbil y Mandonio.
El caso es que al TC ya no le respetan ni los más bajos en el escalafón. Así, un Juzgado de lo Penal de Madrid, en sentencia igualmente confirmada por la Audiencia Provincial madrileña, ha seguido a pies juntillas al TS en su doctrina de la prescripción en el ámbito del delito fiscal. Y el TC, en su Sentencia 206/2009, recientemente publicada, se ha visto obligado a repetir que el que manda aquí es él, pese a que en la tramitación del recurso de amparo en que ha recaído dicha sentencia también se le han enfrentado el Abogado del Estado y el Ministerio Fiscal. No sé bien lo que nos pasa a los españoles. Hace años se hablaba de una tribu perdida en el Amazonas que caminaba siempre haciendo círculos y jamás en línea recta. Será que hay algunas familias de la especie humana a las que no les gusta la sencillez de la prosa y les “pone” chutarse varias dosis diarias de la lírica más retorcida. Somos un país de poetas. Pero llegaremos a ser una banda de cabreros.
Tras el TC, el propio TS absolvió a los albertos en dos sentencias ulteriores. Es anecdótico el despiste de algún juzgado menor en el respeto a derechos constitucionales que pide esa supuesta “criada”: bienvenida la crítica “razonada y razonable” incluso al TC, no la “interesada e irracional”. Eso dijo, sin manipulación una señora respetable.