Los bancos, última modalidad de ‘impuesto sobre el pecado’

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Es la cuestión fiscal de moda. El Fondo Monetario Internacional, Estados Unidos, el Reino Unido y otros estados miembros del G-20... todos ellos quieren establecer un impuesto especial sobre el sistema bancario. Alcanzado este acuerdo mayor (aunque está por ver si aquí hay algo más que la retórica habitual de las elites que supuestamente llevan las riendas del mundo), el debate se centra ahora en la determinación del hecho imponible bancario. Se suceden, una tras otra, las alternativas: el impuesto debe gravar a las entidades financieras según su tamaño, dicen unos; o, piensan otros, a tenor del número y cuantía de las operaciones y movimientos, o sólo sobre los préstamos que los bancos concedan a sus clientes.

En cualquier caso, y aparte de su posible utilidad para la economía global, parece que sobre la regulación de este nuevo tributo planea la mala conciencia de los legisladores nacionales y de las instituciones internacionales por haber permitido las imprudencias y los desmanes financieros que han dejado KO a casi todas las economías del mundo. Sólo países como Australia, Canadá o Israel, que tenían bien hechos los deberes y han atado corto a sus bancos, tienen motivos suficientes, frente a la opinión pública y a los estados permisivos que ahora son los campeones del intervencionismo bancario, para quejarse de que actuar con diligencia y sentido común casi siempre se paga con la moneda que emiten los frívolos y otros aspirantes al trono de la estupidez humana. Mal de muchos, castigo de todos.

Los tributos sirven, principalmente, para recaudar los recursos necesarios para el sostenimiento de las cargas y gastos públicos. Pero también fungen como instrumentos para conseguir otros fines legítimos. De éstos últimos, el caso más frecuente es la consideración del tributo como un instrumento de la política económica de cada gobierno, como ocurre en España con las bonificaciones al alquiler de viviendas o con las reducciones por la aportación a planes de pensiones y otros sistemas privados de ahorro complementarios de la Seguridad Social. Otra variante fiscal es la que los sistemas anglosajones denominan “sin tax” o impuestos sobre el pecado. Con ellos, los estados intentan reprimir y obstaculizar actividades, económicas o no, en sí mismas perfectamente lícitas pero perjudiciales para la comunidad. “Quien contamina, paga” es una expresión que todos hemos oído más de una vez como fundamento de los tributos verdes y su finalidad de limitar la emisión de gases de efecto invernadero. Idéntica función correctora, en este caso por lo que afecta al gasto sanitario, cumplen los impuestos sobre el alcohol y el tabaco...y los próximos que vengan para gravar algunos tipos de alimentación que el Estado considera no deseable, como los productos ricos en grasas animales o determinados refrescos.

En los impuestos sobre el pecado el Tesoro siempre gana, pues una de dos: o contribuyen a reducir la factura del gasto público o incrementan la recaudación del Estado si no consiguen disminuir la actividad y el consumo nocivos que pretenden evitar. Algunos de ellos, como el gravamen del tabaco, son tramposos y en realidad persiguen –de tapadillo- un fin principalmente recaudatorio, ya que la renuncia voluntaria al vicio –otra cosa es su prohibición legal- suele ser poco elástica y al pecador le merece la pena realizar un esfuerzo fiscal y persistir, conforme a la opinión del Estado exactor, en su conducta reprobable por antisocial.

En los impuestos sobre la banca, el pecado se llama codicia. Este pecado capital –en sentido teológico y, la ocasión la pintan calva, también financiero- puede castigarse hacia atrás en el tiempo (por los destrozos ocasionados en la economía mundial), con lo que el tributo cumple un objetivo reparador. O con la vista puesta en el futuro (para evitar en la medida de lo posible una repetición de la pésima gestión del riesgo financiero de los últimos años), por lo que estamos ante un impuesto preventivo. Las posibles alternativas o combinaciones son muchas, pero el impuesto siempre tiene un carácter complementario porque los beneficios de los bancos ya están gravados por los impuestos personales ordinarios, como el Impuesto sobre Sociedades. Los teóricos más conocidos del tributo a la banca son James Tobin y Paul Bernd Spahn, que han ideado unas figuras tributarias muy inteligentes que sin embargo nunca se han puesto en práctica. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que esta clase de impuestos necesita una coacción legal proveniente de una instancia política supranacional. No pueden ser tributos nacionales, porque harían de peor condición a los bancos del país exactor en el mercado mundial de capitales.

A falta de ese imprescindible ente trasnacional, sólo caben pactos entre los diferentes organismos gubernamentales. Pero si la gobernanza y el “soft law” han sido artículos de moda, jurídicos y de naturaleza política, que no han podido evitar la recesión, ¿qué viabilidad real tendría un futuro tributo sobre los bancos? O, planteado de otra forma: ¿por qué van a tener el suficiente instinto de conservación unas entidades, como las financieras, que, en su conjunto, han ganado la partida al poder político y han sobrevivido con beneficios (o han muerto, pero sus gestores se han ido de rositas) a los estragos sociales que ellas mismas han producido? ¿Quién le pone el cascabel a este gatazo, a este rey de la selva del moderno capitalismo financiero? 

2 Comments
  1. QdeA says

    ¡Cuánta razón tienes!
    Enhorabuena por el artículo.

  2. celine says

    Ocasión definitiva para que triunfe la tasa Tobin, por fin. Un sueño sería.
    Sociedad líquida, ralaciones líquidas, gobernos líquidos… tanta liquidez es sospechosa porque la económica no se ve por ninguna parte. Gracias por estas entradas tan esclarecedoras, Bornstein.

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