Zapatero maniobra con los impuestos: ‘todo a babor’

Rodríguez Zapatero debe satisfacer con urgencia dos necesidades de índole fiscal antes de que los mercados, la oposición parlamentaria e incluso la calle acaben definitivamente con su carrera política. El “dramatis personae” del leonés nacido en Valladolid tiene, como su propio ascendiente geográfico, dos facetas: su poder y sus futuras expectativas como secretario general del PSOE, y por el otro lado su condición de presidente del Gobierno. La primera, de naturaleza carismática, le exige reparar su imagen ante la opinión pública después del gravísimo tropiezo cometido al destruir su programa específico de política social atacando a los pensionistas, dependientes y funcionarios. Por ello necesita dar un golpe de efecto de carácter simbólico y meter en cintura a “los ricos”. La segunda faceta aludida, como jefe del Ejecutivo español, es de naturaleza racional-burocrática y ella le exhorta a calmar a los mercados internacionales y a nuestros socios europeos consolidando el estado de las cuentas públicas. Ahora bien, estas dos demandas imperiosas puede satisfacerlas con una sola y única estrategia, aunque, conociendo a nuestro hombre, seguro que mezclará churras con merinas.

A mis años le he perdido el gusto a la ciencia ficción, pero el desprecio de Rodríguez Zapatero a los ciudadanos, su continuo tejer y destejer al estilo de una Penélope que escapa de la oposición mientras espera en estado de vigilia al deseado Ulises de la recuperación económica, es una actitud que nos obliga a todos a realizar cosas inverosímiles. Como, por  ejemplo y sin ganas de parecer faltón, adivinar por dónde tirará la cabra esta vez. O sea, responder a la pregunta de qué impuestos va a subir en un futuro más o menos próximo nuestro presidente. Aquí van mis primeras impresiones.

Las opciones de Zapatero no son muchas. Si persiste en el incremento del IVA y demás tributos sobre el consumo puede contraer más la demanda interna y destruir empleo, y enajenarse todavía con mayor intensidad el aprecio que aún le profesa su electorado natural. Lo que sin duda le inclinará a tocar la imposición personal, que es la que realmente mide la riqueza y redistribuye la renta entre los grupos sociales. Sin embargo, aquí también se presentan problemas de difícil resolución. Subir la escala del IRPF es dotar de mayor progresividad a nuestro impuesto más importante, pero, dado el fraude que existe, esa progresividad tendrá altas dosis de mera formalidad y muchas menos de redistribución eficaz de la renta. Actualmente, el tipo marginal máximo se aplica al traspasar el umbral de 53.000 euros de renta anual. Pero, como el impuesto lo soporta en su inmensa mayoría la gente de nómina, cualquier alza del IRPF tiene el peligro, ante las deficiencias administrativas para controlar el fraude, de recaer casi en exclusiva sobre las clases medias asalariadas.

Puede intentarse el establecimiento de una tributación real sobre las sociedades de inversión mobiliaria (SICAV), sujetas al Impuesto sobre Sociedades a un raquítico 1%, mientras que sus socios pueden diferir el pago del IRPF hasta el momento, voluntario, en que transmitan sus participaciones. Pero al presidente no se le escapa la posibilidad, más bien la certeza, de que muchas gestoras de banca privada y de altos patrimonios tienen ya preparada la movilización de estos capitales hacia territorios de baja tributación, si cambian las reglas del juego, antes de que cualquier hipotética medida revisora se publique en el BOE.

Y, para terminar, nos quedan los impuestos personales de base patrimonial: sucesiones, donaciones e Impuesto sobre el Patrimonio. Se trata de tributos totalmente cedidos a las Comunidades Autónomas, tanto en su rendimiento como respecto a las competencias normativas, y varias Comunidades (especialmente Madrid) vienen practicando de antiguo una política de “dumping fiscal”, vaciando estos impuestos de contenido real con toda clase de bonificaciones y reducciones bajo el lema “arruinemos al vecino”, es decir, a las otras Comunidades, a las que se trata como viles competidoras. Por no hablar del propio Gobierno central, que en fecha tan tardía como diciembre de 2008 –cuando arreciaba de lo lindo la recesión– dio su visto bueno a la supresión del gravamen del Impuesto sobre el Patrimonio. Sin embargo, aunque el Estado puede modificar todos o alguno de estos tributos cedidos (y modificar por consiguiente la propia cesión fiscal a las autonomías, según el artículo 25.2 de la Ley 22/2009), prescindir de ellas –como ocurrió con la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio– y no convocar al Consejo de Política Fiscal y Financiera, sería ahora una operación de alto riesgo. Supondría una falta de lealtad institucional que apenas podría ser disimulada por las Comunidades gobernadas por el PSOE y sus aliados. A nadie le gusta el fuego amigo y mucho menos las incursiones en su terreno del enemigo, por lo que las Comunidades gobernadas por el PP y las de tipo mixto (como Cantabria, con un Gobierno de coalición de socialistas y regionalistas) pondrían el grito en el cielo e incluso podrían romper la baraja.

Como en el cuento tradicional, el Gobierno está cercado mientras escucha el aullido del lobo. Su pésima pedagogía de antesdeayer sobre las rebajas de impuestos y su alocado discurso de disipación del Estado en beneficio de sus amigos nacionalistas le han llevado, traspasado el final del túnel, a un callejón sin salida. Pero las patadas en el trasero nos las estamos llevando la mayor parte de los ciudadanos. Un mundo peor es posible. A ver qué hace Zapatero para conseguir que paguen impuestos los que “realmente” son ricos, que es su último subrayado social para recuperar la confianza del pueblo. Yo, por si acaso, me he abrochado el cinturón de seguridad y me he comprado un escapulario en la tienda de una amiga, beata pero de gran corazón. Suerte a todos.