Laicos contra religiosos en un estado sin constitución

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Manifestación de judíos ultraortodoxos, el pasado jueves, en Jerusalén. / Jim Hollander (Efe)

David Ben Gurión proclamó la independencia de Israel y la creación del Estado hebreo el 14 de mayo de 1948. Sin embargo, la mayoría de los libros de Historia retrasan dicho acto fundacional al día siguiente, 15 de mayo. La confusión de fechas tiene una explicación sencilla, pero refleja una ambigüedad que ha acompañado a Israel desde su nacimiento político, un problema no sólo irresuelto sino agravado con el transcurso de los años. Ese problema se llama “religión” y subrayo el término “problema” porque en Israel la religión judía, lejos de estar confinada en la esfera privada de sus ciudadanos mayoritarios –los judíos israelíes-, interfiere perniciosamente en la vida pública del país e impide la separación entre el Estado y la confesión religiosa que profesa una parte importante de esos ciudadanos, aunque su práctica religiosa cotidiana sea minoritaria. El caso es que el 14 de mayo de 1948, día en que los británicos pusieron fin por su cuenta y riesgo al mandato conferido en 1921 por la Sociedad de Naciones sobre Palestina y evacuaron a su ejército del país, cayó en sábado, el día de la semana sagrado para los judíos. El Gobierno provisional israelí tuvo que esperar a que, llegado el crepúsculo de ese 14 de mayo, finalizara el descanso obligatorio del “sabath” y comenzara un día profano para reunirse y leer en público la declaración de independencia.  La sacralidad forzosa (o forzada) de la ocasión recordó a los judíos de Israel los misterios bíblicos relativos a la creación divina del mundo y de la vida: al principio “la tierra estaba confusa” (Génesis, 1.2). Al parecer, Dios nunca duda, pero es seguro que a los escribas de su palabra les gusta hacer rehenes en este sótano de misterio y confusión.

La gran paradoja que encierra esta anécdota es que los pioneros que fundaron Israel eran, de forma casi unánime, judíos seculares cuando no abiertamente ateos (el propio Ben Gurión se negó siempre a llevar la kipá sobre su cabeza, incluso cuando asistía a actos religiosos). Y, del otro lado, el sionismo era considerado una herejía abominable por casi todos los rabinos de la época, pues es al enviado de Dios –el Mesías- a quien corresponde, cuando Dios así lo decrete, reunir al pueblo disperso en "Eretz Israel" al fin de los tiempos y establecer allí su dominio político (ya que, a diferencia del cristianismo, el Mesías judío carece de naturaleza divina y su redención no se separa radicalmente del suelo para elevarse a las alturas de lo inefable). Para los rabinos estaba muy claro, entonces, que las sucesivas oleadas de emigrantes askenazíes procedentes de Rusia y Polonia constituían una ruptura abierta con el pasado judío. Los que pretendían establecerse en la tierra y fundar un estado según las ideas de Theodor Herzl eran, según los religiosos, la peste importada a la Tierra Santa por un hatajo de izquierdistas blasfemos y sindicalistas extraviados de los caminos de Dios. Estos últimos también eran conscientes de esa contradicción irresoluble. Ellos eran, mucho antes de 1948, el nuevo yishuv”, la nueva comunidad judía en Palestina enfrentada a la “vieja yishuv” de los judíos establecidos de antiguo en Jerusalén o Tiberíades, individuos piadosos que vivían en Palestina desde tiempos remotos y a los que nunca se les había pasado por la cabeza, hasta que llegara el anunciado “Masiah” que prometía la “Torá” sin atenerse a ningún calendario, la intención de constituirse en una comunidad política.

El pasado jueves se manifestaron en Jerusalén más de 100.000 “haredin” para protestar contra una resolución del Tribunal Supremo que prohíbe la segregación escolar entre las niñas de origen "askenazí "y "sefardí". Esa masa de ultraortodoxos de ascendencia centroeuropea no sólo protestaba por la nivelación, en términos de igualdad con ellos, del estatuto social y cultural de los judíos mediterráneos –los "sefaradim" y "mizrahim"-, a los que, a pesar de los grandes progresos habidos en Israel, la aristocracia “askenazí” - su fracción más irreductible, por fortuna hoy minoritaria-,  considera de rango inferior. En realidad, lo que estaban haciendo esos fanáticos era echarle un pulso a un Estado que desea imponer la ley civil sobre la “Torá”. Y, que pese a ello, hace concesiones a los grupos religiosos en cuestiones de familia (matrimonio y divorcio), militares (los hijos de los religiosos están exentos del servicio de armas) y educativos (las comunidades religiosas reciben grandes subvenciones del presupuesto estatal).   

El problema pudo resolverse en 1949, después de la primera guerra con los árabes, pero hoy amenaza la convivencia democrática en Israel y condiciona negativamente la salida del “casus belli” entre israelíes y palestinos (aunque no todos los religiosos están en contra de las cesiones y de la paz con los palestinos). La cuestión se salió de madre después de la Guerra de los Seis Días y de la ocupación militar de los territorios palestinos para convertirse en un cáncer político a comienzos de los 70 con la formación del “Gush Emunin” (“el bloque de los creyentes”). Los partidarios del Gran Israel ensancharon sus filas, dieron lugar al movimiento de los colonos y hoy, por la torpeza, por la negligencia e incluso por la complicidad de los sucesivos gobiernos israelíes, están en el trance de consumar lo que han deseado ser desde sus orígenes: constituir un Estado dentro de otro Estado y tomar como rehenes al resto de la sociedad israelí y encadenarla a su teocracia política. A pesar de que los religiosos no llegan al 20% de la población total de Israel.

Ben Gurión pudo haber hallado una salida al conflicto entre laicos y religiosos proponiendo al Parlamento israelí –la Knesset- la aprobación de una Constitución. De hecho, la resolución de la Asamblea de la ONU, aprobada en noviembre de 1947, que decidió la partición de Palestina, impuso en su sección 10 la obligación a los dos estados que iban a nacer (el judío y el palestino) la promulgación de sendas constituciones democráticas. Ya sabemos que los palestinos rechazaron la partición y tomaron las armas contra sus vecinos judíos, por lo que su constitución les importaba un rábano, lo mismo que la resolución de la ONU en su integridad. Los israelíes, sin embargo, escribieron en su declaración de independencia el deber de dotarse de una constitución antes del 1 de octubre de 1948. Y, en las primeras elecciones generales, celebradas en enero de 1949, casi todos los partidos incluyeron en sus programas la aprobación de la Constitución. Más aún: la coalición del “MAPAI” de Ben Gurión (que integraba en su seno varias listas árabes), los comunistas, los izquierdistas del “MAPAM” y otros grupos progresistas, obtuvieron 76 escaños sobre un total de 120, una abrumadora mayoría que, además, coincidía en la necesidad de redactar una Constitución con casi toda la oposición parlamentaria (empezando por el “JERUT” de Menahem Begin, el antecedente del “LIKUD”, aunque, cuando Begin llegó al poder en los años 70, cambió radicalmente de opinión). Sólo los 16 diputados del “Frente de la Torá” (la unión de los tres partidos religiosos de la época) se oponían a cualquier tipo de constitución en una Asamblea que nació con la vocación de ser constituyente. Los religiosos, en todas partes, no tienen otra ley que la Ley de Dios.

Ben Gurión dio el tema por supuesto e incluso designó un comité específico para proponer un texto constitucional. Pero en las semanas siguientes a las elecciones cambió de opinión e incluso se ató las manos al integrar en su primer gobierno a los raquíticos partidos religiosos, de los que no necesitaba nada en absoluto (si exceptuamos la consolidación de su poder personal). Es más, la palabra “Knesset” (reunión o “sinagoga”) sustituyó el 16 de febrero de 1949 al término “Asamblea Fundacional” para designar al Parlamento israelí. Aunque en la Knesset, hasta el día de hoy, funciona un Comité sobre la Constitución, la Ley y la Justicia, sólo lleva una vida formal porque sus propuestas nunca han llegado al pleno del Parlamento (salvo durante unos pocos meses, después de una iniciativa adoptada en febrero de 1950). El año 1949 fue el de la gran ocasión perdida y todo lo que ha venido después son bellos fuegos de artificio. ¿Por qué? Para muchos sigue siendo un enigma que intentan resolver con variadas respuestas de todo tipo. Para el que suscribe, la más convincente y realista pasa por el reconocimiento del carácter autoritario de Ben Gurión, un genio de la política y un demócrata sincero, pero al mismo tiempo un hombre carismático que sospechaba que una Constitución podía limitar su poder mesiánico en los momentos iniciales del Israel. Por eso comprometió a su partido, el MAPAI, en una liga contra natura con los religiosos, además de otras consideraciones que no son de este lugar.

La solución de compromiso ha sido desde entonces la aprobación de una serie de “leyes básicas”, el equivalente de nuestras “leyes orgánicas”, pero al revés, pues mientras las “leyes orgánicas” españolas desarrollan y dan contenido concreto a nuestra Constitución, las “leyes básicas” israelíes pretenden rellenar poco a poco el vacío dejado por la ausencia de Constitución. Como no podía ser de otra forma, las “leyes básicas” israelíes son un conjunto disperso de normas cuasi fundamentales que carecen de una verdadera sistemática común (versan aisladamente cada una sobre el régimen electoral, las fuerzas armadas, la composición del Gobierno...).

En 1986 y en 1999 se han realizado sendas iniciativas, extraparlamentarias las dos, de promover un texto constitucional “de mínimos” capaz de garantizar la convivencia armónica entre laicos y religiosos, entre árabes y judíos israelíes, y entre las diferentes etnias judías en el seno de Israel, con fundamento en el imperio de la ley civil, la separación de poderes y el control judicial de las prerrogativas del Ejecutivo. Pero la fuerza desmesurada del poder real del Gobierno israelí (pese a las diferencias internas que depara el régimen electoral) sobre las demás instituciones del Estado , sea quien sea el partido o la coalición que presida el Consejo de Ministros, la intensificación de la influencia social de la religión en la vida israelí y la amenaza exterior sobre sus fronteras, han hecho inútil el empeño de ordenar y clarificar el ejercicio del poder civil en el Estado de Israel, un poder legítimo que nadie discute, salvo los piadosos “haredin”. El panorama no va a cambiar en los próximos años. Los israelíes no se equivocan cuando sienten la amenaza permanente de sus enemigos externos, pero no son tan conscientes de que el peligro también acecha dentro de sus fronteras y tiene nombre judío. Abba Eban, el gran ministro israelí de Asuntos Exteriores, dijo en una ocasión que los palestinos nunca dejaban pasar la oportunidad de perder la oportunidad de hacer la paz con los israelíes en buenas condiciones. Para ser justos, no podemos pasar por alto las numerosas veces en las que los israelíes han imitado a sus eternos enemigos. Isaac Rabin puede dar fe de ello. Y, desde su asesinato a manos de un joven simpatizante de los colonos israelíes, nadie puede afirmar de manera sincera que ha disminuido el número de fanáticos religiosos en Israel.

3 Comments
  1. Eulalio says

    O sea, ¿que en Israel también hay extremistas que condicionan la vida política? Acabaramos.

  2. Mara9 says

    Acabaramos, sí. ¿Por qué será que en este asunto toda la autoexigencia, toda la autocrítica y todos los mensajes constructivos sólo salen de un lado? ¿Quién de Siria, Líbano, Egipto y por supuesto Gaza nos ofrece un análisis así de ponderado sobre «sus» extremistas?

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