A la entrada del pueblo (al que voy a poner el nombre de “X”) hay un letrero que dice: “Cuidado. El puerco Antón anda suelto por las calles de esta localidad y sólo él tiene la preferencia”. Puedo dar fe de dicho privilegio, en verdad exorbitante y extensivo a toda la esfera de actividades –y no sólo respecto al tráfico viario de este pueblo del norte de España- que un día tras otro, hasta completar un ciclo anual, despliega a sus anchas el cerdo Antón en su calidad de rey de “X”.
Hoy las explotaciones agrarias de esta parroquia enclavada en el concejo de –sólo a efectos de este relato- “Y”, se han visto reducidas al mínimo y, en los últimos años, también han decaído mucho sus hasta entonces prósperas pesquerías. Todas ellas fueron arrumbadas por la “fiebre del oro” que hasta hace poco calentó, bastante por encima de los 40 grados, al conjunto de la economía española. Sí, la locura de “X” (600 vecinos en invierno, varios miles durante los meses de verano) ha sido la construcción residencial, en este caso dirigida al aumento de la oferta turística.
No es la primera vez que he destinado un par de semanas de mis vacaciones estivales a disfrutar de la tranquilidad y de la bonhomía que regalan al forastero los parroquianos, inteligentes y muy agradables, de este hermoso rincón del Cantábrico occidental. No hace calor, se duerme bien, se come mejor y uno siempre tiene asegurada una amable conversación en cualquiera de los numerosos bares y tabernas que jalonan de forma apretada las cuatro o cinco calles que tiene la localidad. El paisaje es de una belleza extraordinaria y se puede nadar con seguridad en las playas bien resguardadas del mar abierto en la pintoresca ría de “Y”.
“Tantum devolutum quantum apellatum”: “X” siempre me ha concedido, con la largueza hidalga que en la comarca le ha hecho merecidamente famoso, todo lo que le he pedido como lugar de descanso. Aunque es cierto que, precisamente hasta este último verano, los precios no habían dejado de subir desde que, hará ya cinco o seis años, me dejé caer por allí. Había comenzado poco antes una modesta pero frenética –para lo escasamente poblado que está “X”- actividad constructora en la que el “producto terminado” (generalmente, pisos pequeños y apartamentos) se vendía enseguida a unos veraneantes -madrileños, catalanes o vallisoletanos- ávidos por aprovecharse de la brecha de precios favorable al sector inmobiliario local, comparados con las enormes sumas que dichos turistas tenían que desembolsar –los que podían hacerlo- para adquirir una propiedad urbana en la ciudad en la que residían de forma permanente. Los bajos tipos de interés ayudaban sobremanera en dicho empeño, y conocí a una joven pareja que, no pudiendo acceder a la propiedad de su vivienda habitual en “Z”, su ciudad natal, había adquirido tres apartamentos en “X” y sus inmediaciones, uno para el veraneo propio y los dos restantes para alquilarlos a otros turistas como ellos. No les extrañará si les digo que, para financiar las compras, esta pareja de inversores había hipotecado hasta a sus hijos pequeños.
Según me informaron algunos vecinos de confianza, el Ayuntamiento de “X” también había echado más leña al fuego, pues, para atraer más inversiones en fomento de la industria turística local, apenas concedía las pertinentes licencias de construcción a los indígenas, a los residentes permanentes, favoreciendo sin embargo a las empresas foráneas como si fueran los adalides seguros del bienestar y el progreso de todos. Cuando -y esta es la triste verdad- la única consecuencia de tal disparate fue apostar todos los huevos de la cesta de la economía local al mismo número -un número que a la postre resultó equivocado- en detrimento de los demás sectores de actividad y, en definitiva, con el resultado del incremento constante de todos los precios, no sólo los de la de la vivienda, en beneficio exclusivo de los hoteleros, restauradores y comerciantes locales, y en perjuicio de todos los demás, que eran y son la inmensa mayoría del pueblo. El alcalde y algunos vecinos habían conseguido, por fin, que la bucólica parroquia de “X” fuera un pueblo moderno con una economía dual. ¿Cuántos “X” habrá habido en España en los últimos quince o veinte años?
Este mes de agosto medio “X” está en venta. La destrucción generalizada de empleo ha forzado a muchos propietarios recientes a poner en venta sus pisos, a bajar más los precios si quieren obtener algún comprador y, mientras tanto, a dejar de pagar a la caja de ahorros el crédito hipotecario. Las grúas, que se habían enseñoreado del caserío, hoy son estatuas inertes del paisaje del pueblo y muchas obras se han paralizado por la quiebra de sus promotores. Este año también han venido menos turistas, pese a la bajada de los precios de los hoteles y restaurantes y sólo la maravillosa ironía gallega, tan lejana del sarcasmo, ayuda a combatir la depresión –la psíquica, porque la económica es desde hace unos meses una enfermedad consumada y ya veremos si es o no incurable- y el pesimismo; especialmente si esa leve y deliciosa melancolía en la que suele desembocar el carácter irónico se adereza con una buena conversación –naturalmente sobre el “porquiño Antón” como protagonista- acompañada de un buen “polbo” (un pulpo, no piensen mal) y unas tazas de “Ribeiro”.
Y, a propósito, ¿qué hace mientras tanto el cerdo Antón? Pues, sencillamente, reinar como un déspota perezoso y bien alimentado en su reino de “X”. Antón, como algunos magistrados no vitalicios de la antigua Roma, sólo gobierna la villa durante un año. ¡Pero qué año pasa este tribuno de la plebe! Antón sólo es un mamoncillo el día de la festividad de su homónimo, santo patrón de “X”, que se celebra el 13 de junio y que este año 2010, para mayor gloria de los dos “antonios”, cayó en domingo. Se lo regala al pueblo un ganadero local, la comisión de festejos organiza una rifa y el que tenga el número con la misma terminación que el premio gordo de la Lotería del Niño, el 6 de enero del año siguiente, se lleva a Antón a su casa. En el intervalo, Antón, aunque anda por las calles de “X” en porretas, disfruta de una vida de emperador, como si llevara diadema y vistiera de rojo púrpura. En las casas particulares y en los restaurantes, todo el mundo da de comer a Antón hasta que engorda como un cerdo adulto de verdad, y de vez en cuando algún generoso le ofrece su plato favorito, que al parecer consiste en una nécora bien embadurnada de mermelada de melocotón.
¿Por qué tantos detalles, tanta vida regalada al puerco Antón? Porque es un animal totémico, la representación y al mismo tiempo el amuleto que garantizará durante todo el año la buena suerte, el remedio de posibles enfermedades e incluso el talismán contra la muerte de los feligreses de “X”, el vicario en el pueblo de su patrono San Antón. Hasta el extremo de que, cada 6 de enero, al cerdo Antón de turno, cuando expira su mandato y es depuesto y remplazado por un nuevo lechoncillo, se le suele conmutar la pena de ser la víctima de la matanza invernal de la familia que gana la rifa, no sea que el sacrificio del cerdo desate la ira del santo tutelar de la villa. No es broma: hace unos años Antón se despistó en una correría nocturna y se despeñó por un acantilado de treinta metros sin sufrir un rasguño. Esperó tranquilamente en la playa de abajo a que unos marineros fueran a rescatarle en una barca. Antón es un cerdo divino.
Antón es –magnates aparte- el único habitante de “X” que este año se va a librar de la crisis económica, de los desastres causados por una manera de entender la producción de bienes y servicios que frecuentemente sólo protege y hace engordar a los cerdos. Bien que lo sabe la simpática mascota de este pueblecito norteño. Destinado a ser una víctima propiciatoria de los humanos, les ha ganado la partida. Antón es el rey, es el parásito de una comunidad que le ríe las gracias pensando que sus abuelos –los de los vecinos, los inventores de la fiesta- eran unas personas arcaicas cegadas por la superstición. No como ellos, que pese a sus escasos recursos iniciales ya tienen una economía compleja y desarrollada. Una economía en la que -eso es lo que ellos creen- Antón es ya sólo, pero nada menos, un reclamo turístico, la guinda de una localidad, “X”, que pronto aparecerá en las guías de pueblos con encanto.
Ya sabemos que pasa con los animales totemicos, para bien o para mal. Estuve en la India, y las vacas andaban por donde les daba la gana, sinque nadie les hiciera filetes. Las vi pelearse por la calle, y una casi me da un topetazo y nadie hacía nada a aquellos bichos. Y bueno la verdad es que la India no es el mejor modelo de sociedad en cuanto a justicia social y respeto al individuo. Gracioso lo del cerdo, el comunista en la Granja de Orwell y el simbolo del capitalismo cuando aparece vestido de chaque y con chistera y puro. Bueno no deja de ser curioso, sino sale de eso, una gracieta turistica.
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