Israel ha recorrido tres etapas en su corta vida como Estado: la lucha inicial por su supervivencia en un medio hostil de antemano, la consecución posterior de un equilibrio de fuerzas respecto a sus enemigos, y, por último, la maximización de la utilidad de sus instituciones para los judíos en su territorio ancestral. Israel se encuentra muy cómodo en la tercera y última de sus etapas, en la que ha alcanzado definitivamente sus objetivos fundacionales: el reconocimiento, de hecho o de derecho, de la legitimidad de su existencia e implantación estatal dentro de unas fronteras precisas (la antigua “línea verde”), su seguridad interna a un nivel aceptable, y la prosperidad y el bienestar de sus ciudadanos. La tentación de ser arrogante y mantenerse impertérrito cuando uno tiene fortuna suele ser irresistible, pero el adormecimiento que cierra los ojos al futuro también puede conducir, de forma inesperada, a la muerte por un ataque de éxito desmedido. Israel debe dar un paso más, el cuarto, para huir de la muerte. No me refiero a su improbable muerte física, aunque sería necio descartar el riesgo de que se produzca, por mínimo que sea. Aludo principalmente al peligro de que Israel continúe en su ensimismamiento actual, a la posibilidad futura de su muerte como comunidad ética.
El comportamiento moral de los israelíes no debe seguir siendo el mismo que el que les dio su impronta en la etapa de su precariedad inicial. Israel sobrevivió entonces guiado por el instinto de vida, por la necesidad de hacer frente al dilema de nacer o no nacer (o de resultar destruido poco después). La legitimidad de Israel en esa lucha por la vida era indiscutible y la mayoría de las veces no usó la violencia de forma arbitraria, sino como respuesta a la violencia que se le impuso desde fuera. Hoy la asimetría de su poder formidable en relación con sus rivales exige a Israel, como una consecuencia ineludible de esa misma asimetría y falta de proporción, un nuevo código de conducta. Quizás ese nuevo paradigma moral sea dudoso más allá de sus fronteras porque su seguridad sigue estando comprometida. Pero, en mi opinión, la renovación de su partitura moral resulta obligatoria para Israel en las relaciones y en el trato que infiere a los palestinos residentes en el espacio interior que la ambigüedad y el eufemismo del derecho administrativo israelí denomina con el nombre de “los territorios”.
La nueva ronda de negociaciones de paz abierta el pasado 2 de septiembre no va a desembocar, se quiera reconocer o no, en un futuro Estado palestino. La misma asimetría de poder ya comentada, que es el vector que traslada la fuerza de Israel en su relación con los palestinos, es un obstáculo infranqueable para las aspiraciones nacionales de estos últimos. La fuerza israelí hace ilusorias a corto y medio plazo esas aspiraciones y las frena desde fuera y desde dentro de ese marco relacional. La asimetría, como he dicho, es una fuente sobrevenida de nuevas obligaciones éticas para Israel, pero no le exige moralmente reconocer y asistir como comadrona al parto de un Estado seguramente hostil y permitir el rearme y la expansión futura de la fuerza de sus vecinos. Israel no puede dar una prueba de confianza al nacimiento de un Estado palestino, a un diálogo jurídico-político entre iguales, porque la situación y la preeminencia actuales de Israel son el fruto, precisamente, de una historia ininterrumpida de odio y violencia constantes a lo largo de los últimos ochenta años escrita mano sobre mano con quienes hoy demandan e imploran de la “entidad sionista” que les reconozca como Estado soberano y limítrofe con el suyo. Es absurdo pretender que los que han hablado siempre con las armas y las bombas en la mano, y han perdido en ese camino casi todas sus bazas, pretendan ahora conseguir lo mismo (o los restos posibles de lo mismo) por un camino alternativo. No pueden obligar a Israel a emprender ese camino tan peligroso, al menos de momento.
También extramuros de la relación interna que vincula a las dos partes en litigio se impone dicho dictamen: la imposibilidad real de un Estado palestino. Llama la atención el giro reciente en el lenguaje internacional de las autoridades cisjordanas, que hablan simultáneamente de su renuncia a la violencia y de su deseo de reconocimiento mundial, auspiciado por Estados Unidos, de la independencia palestina tomando como precedente a Kosovo. Ese lenguaje suena a impotencia disimulada y a victimismo injustificado, como si los palestinos hubieran estado privados siempre de iniciativa y voluntad y no hubieran sido nunca dueños de sus propias acciones. Kosovo se desgajó de Serbia gracias a una acción bélica de la OTAN impuesta de forma conjunta pero unilateral a una potencia aislada internacionalmente. Israel no es una leprosería dirigida por Milosevic. Los israelíes gozan hoy, de forma explícita o de facto, del mayor reconocimiento internacional de su historia, incluido el de gran parte de la “umma islámica” y de la comunidad árabe, y no parece previsible –al menos a mí no me lo parece- un asalto de la VI Flota a sus fronteras marítimas o un bombardeo de cazas norteamericanos al oleoducto de Haifa o a la ciudad de Tel-Aviv. Ni el guionista más sofisticado y exuberante de Hollywood encontraría un productor que le financiara ese argumento.
Enfoco la necesidad de un vuelco copernicano de la política israelí bajo la perspectiva de los derechos humanos, si bien con un matiz que desvía mi argumento de la voz mayoritaria que se escucha sobre las relaciones entre israelíes y palestinos. Mi idea de la justicia y mi invocación de los derechos humanos no son hijas de una abstracción o de un juicio de valor aplicables de forma universal y válidos para cualquier tiempo y lugar. En mi postura no hay ningún destello de “derecho natural” y debe calificarse como una aproximación externa a los individuos de carne y hueso y a las comunidades reales en conflicto. En este caso dicha postura me impele a rechazar la doble categoría de “víctimas y verdugos”, tan cómoda como irreal, por un concepto más razonable y más descriptivo de las secuencias históricas del litigio. Los derechos humanos, en los asuntos internacionales, deben ser algo más concreto que una sarta de “quejidos impresos”, por usar la expresión de Jeremy Bentham. Por eso considero la posición de israelíes y palestinos bajo un prisma compartido por ambos pueblos, aunque con resultados muy distintos para uno y otro. Esa nota común es la de “combatientes”. Este ropaje gnoseológico no sustrae a esos viejos guerreros o combatientes del cumplimiento de deberes morales recíprocos. En una relación caracterizada por la guerra o por otro tipo de violencia organizada y prolongada a lo largo del tiempo no vale todo, no es legítimo cualquier recurso utilizado por las partes para prevalecer sobre el otro con independencia de los resultados de sus acciones. Este “consecuencialismo” moral debe contribuir al respeto hacia el enemigo: rige el derecho de guerra y rigen los derechos humanos del contrario. Dicho esto, sólo los ángeles ignoran que, para cada parte, lo principal en estos casos son “sus” derechos humanos, que pueden ser aniquilados por el oponente.
Según yo lo veo, las dos primeras fases, antes enunciadas, del conflicto entre israelíes y palestinos deben definirse por una nota dominante: la reciprocidad o simetría entre las partes. En ese tiempo los contendientes se infirieron mutuamente el mayor daño posible. Ha sido una relación teñida por una violencia que muchas veces ha cruzado la frontera de lo éticamente admisible. No obstante, esa brutalidad no impidió que la relación se mantuviera dentro de una paridad o igualdad de medios para ambas partes, al menos sin romper drásticamente el equilibrio de origen. El punto de inflexión de esta tendencia a la simetría fue 1967. El verano de 1967 fue al mismo tiempo el énfasis de la situación anterior y el comienzo de su línea de ruptura. A partir de ese momento, y no pretendo establecer una linealidad histórica artificiosa sin cambios coyunturales bruscos, los sucesos de la Guerra de los Seis Días y la ocupación por el ejército israelí de los territorios palestinos han desequilibrado la balanza gradualmente a favor de Israel, hasta el punto de que hoy los israelíes, aunque no tienen la llave de la solución definitiva (pues también depende de otros actores internacionales, como Irán y su conglomerado de poder, en el que se incrustan sus socios gazatíes, los palestinos islamistas de Hamás), sí tienen el monopolio y la matriz de control sobre todo lo que ocurre dentro de sus fronteras, incluidos los enclaves palestinos de Cisjordania y Gaza. Los palestinos, para sobrevivir como pueblo, dependen de las ayudas y donativos procedentes del exterior y de la buena voluntad de Israel, que controla la economía, las fronteras, los transportes y los recursos naturales de los palestinos. Esta asimetría de la fuerza y del poder efectivo de los israelíes es precisamente la fuente que le impone al Estado de Israel unas nuevas obligaciones éticas, cuyo cumplimiento ya no puede demorar. La novedad moral radica en que las obligaciones de Israel para con los palestinos son hoy “unilaterales” (la bilateralidad está en trance de extinción por la debilidad de poder del viejo enemigo) y “objetivas” (el más fuerte no puede recurrir ya a medios de respuesta éticamente indeseables, como cuando era sólo uno de los dos sujetos a la espera de un desenlace final indeciso respecto a la supervivencia de su comunidad). “Rebus sic stantibus”: las circunstancias han cambiado y el poder de los israelíes sirve lo mismo para machacar más todavía al humillado o para sacarle del pozo, pero, en ambos casos, ¿cuáles son los beneficios propios que obtiene el poderoso? Ninguno, por lo que el beneficio propio carece de interés a estos efectos y ha dejado de ser un condicionante para la ética del único que puede convertir su palabra en voluntad eficaz.
¿Qué puede y debe hacer hoy Israel por los palestinos? Lo más urgente y principal sería comenzar el repliegue de la colonización de Cisjordania. Israel debe retroceder física y mentalmente a 1967, a los momentos inmediatamente posteriores a la Guerra de los Seis Días. Debe recuperar la conciencia de, por ejemplo, Yigal Allon y reconocer, sin ninguna ambigüedad, que los territorios palestinos no le pertenecen, aunque aquel conflicto fuera para Israel una guerra no deseada e impuesta. Los israelíes deben dejar de construir asentamientos y evacuar poco a poco a todos sus colonos, a los herederos ideológicos de la coalición fanática Gush Emunim, “el Bloque de los Creyentes”. El Estado de Israel debe prescindir de los cálculos de todo tipo (económicos, religiosos o demográficos) y devolver la tierra a sus dueños legítimos para que erijan en ella sus propias instituciones, aunque por ahora no puedan recibir el nombre de Estado. La única actividad plausible que puede ejercer Israel en Cisjordania es garantizar su seguridad interna a través del control de armas, vigilancia de fronteras y servicios de información. Sería absurdo exigir a Israel que, en relación con Cisjordania, mirara para otro lado, pero deben finalizar sus excusas para implantar civiles a la fuerza en territorio palestino. Y lo mismo vale respecto a la expansión israelí en Jerusalén Este. La mentalidad actual de la mayoría de los israelíes en este asunto, cuyo producto terminado es el gobierno ultranacionalista y fuertemente religioso que dirige los destinos de todo el país, no va desde luego por el camino que indico. Ha escogido otra senda, en la que Israel se parece cada vez menos a David y más a Goliat. Goliat era el más fuerte de los dos, pero su engreimiento y su falta de perspicacia le llevaron a la derrota. Muchos israelíes son conscientes de ello y reconocen que su país va por un camino equivocado.
En abril de 2002, el ejército israelí ocupó la ciudad cisjordana de Jenin dentro de las operaciones contra la Segunda Intifada palestina. La periodista Amira Hass pudo conversar poco después con una mujer palestina, viuda y con varios hijos, que le contó la irrupción en su casa de un grupo de soldados en busca de combatientes palestinos. En la casa sólo había en ese momento un grupo de civiles refugiados -catorce en total, tres mujeres y sus hijos pequeños- que fueron confinados en un cuarto por los soldados israelíes. No podían ir al baño y un soldado iba y venía con una olla que ese día desempeñó un papel muy distinto al habitual. Eso sucedió a última hora de la tarde. A la mañana siguiente la testigo e interlocutora de Amira acudió al baño y comprobó que la patrulla había sido reemplazada durante la noche. Al entrar en el baño no pudo contener su repugnancia por lo que vio y olió. El oficial israelí a cargo de la nueva patrulla, avergonzado, se dirigió a una casa cercana, trajo agua y limpió el baño. Una semana después, cuando los soldados se marcharon, la dueña de la casa se percató de la existencia de una gran bolsa de aspecto militar. Al abrirla comprobó que la patrulla había abandonado voluntariamente ese enorme bulto y depositado en la bolsa gran parte de las raciones de campaña de los soldados. El Gobierno de Israel, en las negociaciones de paz, debería comportarse como lo hicieron ese oficial y su patrulla de soldados. Debería marcharse a su casa y permitir a los ocupados, si eso es lo que deciden, vivir en paz y recobrar la dignidad que sólo da la autonomía de la voluntad. Ese es el único camino para la posibilidad real, cuando llegue la ocasión, de dos Estados independientes.
Una parábola curiosa, la del final, Señor Bornstein. También Ambroce Bierce relata gestos de humanidad y generosidad entre los contendientes de la guerra civil americana, allá por 1863. Y gestos parecidos se dieron en la guerra civil que nos es más cercana. En cuanto al miedo porque el establecimiento del estado palestino suponga una amenaza hostil más a Israel, quizás no fuera tan grave. Israel está rodeado de amenazas; quién sabe si su gesto de comadrona para ese alumbramiento palestino no le concediera votos de confianza y relajación de tensión a su alrededor. El ser humano es contradictorio y sorprendente. Y el factor humano está en todo cuanto hacemos. Ojala.
Tiene usted razón, Celine. La parábola final es la aplicación al caso específico del mandato moral del Talmud: «quien salva una vida, salva el mundo». Sin embargo, para que esa conducta tenga consecuencias políticas reales, debe generalizarse para acabar siendo mayoritaria. Mientras esa conducta no sea mayoritaria en ambas partes prevalecerá la historia sobre la justicia y seguirán siendo protagonistas la desconfianza, el miedo y la violencia recíprocos.
Sería un bonito final, pero los asntamientos en Cisjordania son muchos más que los que hubo en Sinaí en los 70, o en la franja de Gaza. Hay auntenticas ciudades, sin contar con un muro que no sige el recorrido de la frontera Israel-Cisjordania, sino que da buenos mordiscos al teritorio de una posible palestina arabe independiente. Es mucho movimeinto de gente, sin contar con cual sería la posición de Israel si sus tropas fueran allí sustituidas por las de la ONU, por ejemplo.
Pero sin embargo, lo cierto es que por mucho que trate de ignorarlo Israel debe buscar una salida, y que sea por la convivencia, por que a largo plazo los arabes palestinos cada vez serán más, y como dice Bornstein, el estado de Israel necesita una credibilidad moral. Israel nació despues un acto inhumano, el holocausto, y no debe olvidar que otro acto terrible, aunque sea de menores dimensiones, le pudiese sepultar.