El voto es carísimo

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La democracia directa es un ideal imposible en casi todos los Estados modernos. Los Estados del siglo XXI se las tienen que ver con elevadas tasas demográficas que han originado una gran  superpoblación incluso en territorios extensos (ya de por sí, debido a su tamaño, poco propicios al establecimiento de lazos fuertes entre los ciudadanos). Ese tipo de democracia tampoco se lleva bien con la complejidad creciente de los problemas de la organización social, con los retos de la vida política y económica, con unas dificultades, en suma, que exigen la división del trabajo y la especialización de funciones. Al mismo tiempo,  la apatía de gran parte de la población hacia la vida pública activa, ya sea por lo duro que resulta ganarse el pan o por la desmovilización ciudadana que impone una economía de consumo que necesita tener a su servicio a una sociedad de individuos atomizados y sin muchos contactos entre sí, desemboca en el mismo camino y hace que aumenten el malestar y los dolores de cabeza. En cualquier caso, estas dos cuestiones son las causas principales de la democracia “realmente existente” que tenemos, una democracia representativa de ínfima “calidad”, como se dice ahora.

En los últimos treinta años han predominado diversas corrientes que quieren introducir elementos de democracia directa en nuestros sistemas políticos representativos, pero hoy por hoy no pasan de ser buenas intenciones, generalmente etéreas y confusas, con escasa mordiente real. Las propuestas de “democracia participativa” o de “democracia deliberativa” no inquietan demasiado a los partidos políticos, que incluso se permiten el lujo de adueñarse de su lenguaje para disimular su función verdadera, la de dar soporte y estructura al poder casi omnímodo de nuestros representantes políticos, de los mandatarios que piden nuestro voto en los momentos electorales y después lo administran a su entera discreción y conveniencia. Este rasgo es más acusado en los sistemas parlamentarios que, como el nuestro, lo son sólo de nombre y cada vez se aproximan más a los sistemas genuina y abiertamente presidencialistas. En estos últimos –es el caso de Estados Unidos- el jefe del Ejecutivo sale de las urnas con menos intermediarios y puede contactar con los electores de forma más inmediata y cercana. El presidente no depende –ni se aprovecha- tanto de los partidos como los jefes de Gobierno en los sistemas representativos.

En España tenemos una democracia híbrida en la que dos grandes partidos, solos (si consiguen la mayoría absoluta) o en compañía de otros (si necesitan pactar con partidos menores) articulan la voluntad popular y engrasan todos los ejes de la maquinaria política. Tanto en un sistema presidencialista como en uno representativo, la democracia exige mucho dinero. No podemos negarnos a ver el brillo de la moneda en ambos casos, pero quizás el dios Mamón ha plantado su trono con mayor solidez en la democracia representativa, en el ámbito natural de la financiación de los partidos políticos. Lo comprobaremos sin atajos, pero antes me voy a detener brevemente en el concepto de soberanía. A este respecto, y con la mirada puesta en el modelo tradicional  de los sistemas representativos, vean lo que dice Rousseau en “El contrato social”: “El pueblo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada”. El ginebrino, en abono de su afirmación, discrimina dos conceptos, que también pueden ser útiles para los momentos que vivimos: el de “independencia” y el de “libertad”. Los representados pueden ser independientes si en su vida privada dan rienda suelta a sus deseos y  hacen lo que les apetece. Son individuos independientes, pero no verdaderos ciudadanos pues en el ámbito político están sujetos a una voluntad externa, la de sus representantes.

Ahora escuchemos un diálogo imaginario, pero muy factible en los códigos comunicativos que mantienen en nuestro país los dirigentes de los partidos. “Si tú te mofas de mi madre nutricia, de la vaca lechera que yo y los míos ordeñamos en el establo, no creas que la tuya, esa vaca apestosa que tiene tan mala leche y lanza unas coces horribles a mi familia, va a seguir rumiando tranquila  esas hierbas tiernas y jugosas que le regalan tus amigos cuando vienen de visita”. Con las cosas de comer no se juega. Por eso el PP madrileño ha cogido la fusta de golpear el ganado y ha enviado al Tribunal de Cuentas a la Fundación para el Estudio de los Problemas de las Ciudades (un apéndice del PS de Madrid sin ánimo de lucro al que no obstante los populares acusan de nutrir “en exceso” a su dueño) para que los jueces contables investiguen las presuntas dádivas ocultas bajo el camuflaje –ya nada es verdad en este mundo traidor, ni siquiera lo más sagrado- de las glándulas mamarias de una pobre vaca. El equipo de Esperanza acaba de empatar el “match” de la –por supuesto que sólo supuestísima, no probada y todavía apenas judicialmente condenada- financiación ilegal de los partidos políticos. Ya están los dos empatados a presunción de inocencia pero con tribunales de por medio, y es que el PSM se había adelantado en el marcador al denunciar al Fiscal las actividades de Fundescam, la fundación “pepera” que aparece en las páginas pares del sumario de la trama Gürtel, y en las impares también.

No descarto que me nuble la bilis por no tener una fundación, pero mi turbia imaginación sospecha que la vida política no marcha en España lo bien que debiera por el viejo vicio del pluriempleo. En vez de gobernar o legislar como Dios manda, nuestros jefes de facción –en esto están conformes ambos- lo quieren todo aunque cada uno por su lado. El PP y el PSOE, en unidad de tiempo y acción, aspiran al monopolio de gobernar, legislar y denunciar. Y también están de acuerdo –y en este caso lo comparten al alimón, aunque finjan ser enemigos- en el tipo de combustible que ambos necesitan para funcionar, que obtienen poniendo carita de querubines aunque sus métodos son los de una economía de estraperlo. Ojo: no estoy hablando de corruptos que se llevan el dinero al bolsillo particular (aunque estos últimos también empiezan a abundar como las setas de otoño), sino del tinglado económico que exige la vida política, de lo costosa que es la profesión de ser dirigente de un partido, de lo carísimo que sale conseguir el voto del elector.

Como a la maquinaria de los grandes partidos no le basta la financiación pública (nutrida fundamentalmente por las subvenciones estatales y autonómicas distribuidas de acuerdo con el número de escaños y de votos obtenidos en el Congreso de los Diputados y en las asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas), necesita recurrir paralelamente a fuentes financieras privadas. En síntesis, estas últimas son, por un lado, las cuotas y aportaciones de los afiliados de cada partido y, por otro, las donaciones de particulares. Las primeras son escasas, dado el bajo nivel de militancia política en nuestro país, por lo que la pieza clave de la financiación de los partidos son las donaciones.  A este respecto hay tres prohibiciones que la Ley Orgánica 8/2007, de financiación de los partidos políticos, impone a los mismos para aceptar donaciones. Son las siguientes:

1.- El donante debe identificarse, no son válidas ni por tanto pueden aceptarse donaciones anónimas.

2.- Las donaciones en dinero procedentes de una misma persona física o jurídica no pueden superar los cien mil euros anuales, y

3.- Los partidos tampoco podrán aceptar o recibir, directa o indirectamente, donaciones de empresas privadas que, mediante contrato vigente, presten servicios o realicen obras para las Administraciones Públicas, organismos públicos o empresas de capital mayoritariamente público.

Todo muy razonable. Sin embargo, la misma LO 8/2007 abre la puerta trasera (a través de su Disposición Adicional Séptima) a la impunidad y sitúa a las Fundaciones y Asociaciones vinculadas orgánicamente a partidos políticos con representación en las Cortes Generales en un régimen de excepción privilegiado. Lo de menos es que amplía hasta los 150.000 euros el importe máximo de la liberalidad por cada donante (si bien exige la forma de escritura pública para las donaciones superiores a 120.000 euros). Esta concesión resulta una bagatela comparada con la exoneración de la prohibición antes relacionada con el número 3. Es decir, las Fundaciones y Asociaciones de los partidos con representación nacional SÍ pueden aceptar, dentro de las cuantías indicadas, donaciones de empresas contratistas con las Administraciones Públicas. No pueden aceptarlas los partidos, pero sí sus fundaciones, en un claro ejemplo jesuítico del ser y el no ser, de la esencia y la existencia y del vivo sin vivir en mí, aunque la última máxima sea ya un imperativo propio de la moral descalza (pero con el zapato y el cazo puestos bocarriba). Y, respecto a los límites cuantitativos, una precisión adicional: de la misma forma que muchas empresas privadas se reproducen por partenogénesis hasta el infinito (un contrato, una sociedad; una promoción inmobiliaria, otra sociedad) para dificultar la labor de la inspección tributaria, lo mismo pueden hacer (y de hecho lo hacen) los partidos a la hora de constituir fundaciones. Como diría Joseph Roth, “que suenen cien mil relojes de cuco”. ¿Realmente son entidades sin ánimo de lucro esta especie mestiza de los partidos-fundaciones que pueden recibir donativos de empresas concesionarias, contratistas o adjudicatarias de unas Administraciones Públicas controladas por los propios partidos? ¿No es esto verdaderamente una cucada, una invitación a la colusión entre los intereses privados y el interés general? Que responda don Félix Millet y los demás patronos de la Fundación del Palau de la Música, que suenen los relojes de cuco que dan las horas en la Fundación Trías Fargas (CDC) o en la Fundación Coll i Alentorn (UDC), citadas aquí sin mala intención, simplemente por ser las primeras bajas oficiales en combate.

Los partidos han realizado una inversión de los términos constitucionales que justifican su razón de ser (artículo 6 CE). De fungir como un “instrumento” para la participación política de los españoles han pasado a constituir un fin en sí mismos y han desalojado a la democracia convirtiéndola en un medio para satisfacer sus intereses de poder. Hay cierta perversión en su misión constitucional de concurrir a la “formación de la voluntad popular”, porque lo que realmente cuenta es la voluntad carnívora de los dirigentes de los partidos y la carrera profesional de sus miembros y adheridos. En teoría, los partidos son asociaciones privadas sui generis que deberían cumplir las funciones públicas que les asigna la Constitución: garantizar el pluralismo político y la participación ciudadana en la vida política. Pero realmente son otra cosa, son el propio Estado, el núcleo duro de todas las instituciones públicas, que se reparten entre ellos a modo. Los partidos están asfixiando la libertad de los ciudadanos, han agostado la energía de los individuos para participar en la vida pública, una fuerza que, para la higiene democrática de nuestras instituciones, debería estar siempre en proceso de expansión. La democracia debería liberar una energía “radiactiva”, si se me permite la expresión. En lugar de ello, nuestros partidos han conseguido algo bien distinto. Han convertido la vida pública en una representación teatral. Han disecado a la democracia, la han “jibarizado” hasta reducirla a una maqueta que sale todos los días en los periódicos y en la televisión .

3 Comments
  1. enante52 says

    ¿Y cómo reformar un sistema cuando la reforma perjudicaría a los que deben realizarla? Estamos en una democracia bloqueada. Lo mismo pasa con la ley electoral.

  2. mabu says

    ¿Para qué necesitan los partidos políticos tanto dinero? Para manipularnos con una propaganda que no haría falta si cada partido mandara a casa de cada ciudadano su programa. Nos daría la posibilidad de leerlo y pensarlo tranquilamente antes de delegar nuestro voto a una gente que actúa aedicentemente en nuestro nombre. Se podría ahorrar mucho dinero y «espacio libre de nuestro cerebro»…

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