Un premio a la impotencia judicial

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Francisco Caamaño. / mjusticia.es

¿Se imaginan ustedes a la ministra de Economía y Hacienda entregando el premio al inspector de tributos más recaudador, con la asistencia de los familiares de un galardonado ya medio sordo por las ovaciones  del público asistente? Sonaría raro. Entre otras cosas porque en la gestión de un servicio estatal las distinciones personales no se otorgan con luz y taquígrafos hacia el exterior y el estímulo profesional de los funcionarios debe -debería ser así en todos los casos- ceñirse a la posibilidad, objetiva y empíricamente verificable, de su promoción interna por sus superiores. Además, y a pesar de las enormes bolsas de fraude existentes, la eficacia de la Agencia Tributaria es, por la cuenta que le trae allegar ingresos de la mayoría de los ciudadanos, bastante aceptable. Pero, si en vez de recaudar, de lo que se trata es de prestar un servicio público a los ciudadanos con problemas jurídicos –por ejemplo los que demandan justicia para cobrar una deuda, echar de la vivienda arrendada a un inquilino moroso o exigir responsabilidad a un administrador societario desleal-, la situación se invierte.

No merece la pena insistir en las causas estructurales que han conducido a la Administración de Justicia española al estado de marasmo en que se encuentra, cada año que pasa más cercano al coma profundo. Eso no quiere decir que todos los juzgados y tribunales estén aquejados de ese mal. Muchos funcionarios judiciales son diligentes a pesar de los pesares, empezando por la insuficiencia de medios humanos y materiales. Pero su conducta es un acto de disciplina autoimpuesta porque el sistema judicial, en su conjunto, hace aguas (son generales los gravísimos  retrasos acumulados y las deficiencias técnicas de numerosas resoluciones de los jueces) y, como tal, es una organización irresponsable. La falta de control suficiente sobre sus integrantes a la hora de rendir cuentas trata casi por igual a los buenos magistrados que a los perezosos e incompetentes.

Ya sé que el actual ministro de Justicia no puede hacer milagros aunque es un hombre íntegro y un profesional de prestigio en el mundo del Derecho. Pero precisamente por esos motivos sí se le puede pedir que su previsible desánimo ante la situación judicial que ha heredado no lo disfrace con el barniz de algunas “ocurrencias” con las que otros menos capacitados que él acostumbran a salir del paso. Vean si no esta reciente disposición del Ministerio de Justicia regulando las bases del Premio a las Buenas Prácticas en Justicia. No conviene que nos engañemos: ningún premio va a conseguir “modernizar” nuestra Administración de Justicia por mucho que en la planta actual del Ministerio exista una Dirección General que lleva ese eufónico infinitivo verbal y organice la concesión de premios a unas “buenas prácticas” que Francisco Caamaño, sin descartar la grave responsabilidad que, junto al Gobierno, incumbe al Consejo del Poder Judicial, debe garantizar por otros medios, comenzando por neutralizar las interferencias políticas sobre las personas que deben hacer justicia y terminando por exigir, a sí mismo como ministro  y sobre todo al Consejo, el fin del corporativismo de los miembros de la carrera judicial.

Lo del Premio a las Buenas Prácticas en Justicia es de pecado venial (sería mortal e incluso excomulgaríamos al ministro si el galardón tuviera asignado una dotación económica, que no la tiene). Pero es un disparate afirmar, como afirma el ministro (con la que está cayendo en el ámbito judicial), que el premio fomenta unas prácticas “que aseguran una justicia MÁS (el subrayado es mío) ágil, moderna, eficaz, eficiente (sic) y accesible al ciudadano”. La Orden que convoca el premio, además de manifestar un optimismo insólito (en lo que dice y en lo que calla sobre la situación real de la justicia), rezuma el habitual lenguaje “modernizador” (¿o debe decirse “privatizador”) de todas las propuestas reformadoras de la Administración que se han sucedido en los últimos años: al ciudadano que litiga se le denomina “usuario”, a la labor rectora y a la responsabilidad ineludible del Ministerio de Justicia se las llama “alianzas estratégicas” con otras instituciones, así como con “los operadores legales” y con la tan omnipresente como indefinida “sociedad civil”. El premio, claro, está abierto a todo el mundo, a los de dentro (“órganos judiciales” y “unidades administrativas”), y también a los extraños al estricto mundo de los funcionarios judiciales, como las fundaciones, asociaciones o los simples particulares. Un tótum revolutum en el que la Justicia parece una institución que necesita “esponsorizarse” y funcionar según las reglas de los mercados, con la entropía de costumbre y el desperdicio de medios en la organización y fallo del concurso, y con el consabido Jurado para el que “se contemplará la paridad de género en su composición”. Muy bien, vivan los novios y la jerga administrativa, pero no son remedios eficaces para curar la enfermedad que padece la Justicia.

Mientras esta modernidad “oficial” llena nuestros sueños, otra modernidad (“real” de verdad) se apodera de nuestro destino como ciudadanos. Es la modalidad “B” del Gobierno y de su ministro de Justicia, que nos quieren modernizar por delante y por detrás (y casi en unidad de acto en el tiempo) negándonos la posibilidad completa del acceso a la Justicia, al menos a la del Tribunal Supremo, ya que, según el Proyecto de Ley de Medidas de Agilización Procesal, el recurso de casación será imposible en los asuntos de cuantía inferior a 800.000 euros. Si tenemos en cuenta este “salto” (en la actualidad la cuantía necesaria, tanto en el orden civil como en el contencioso-administrativo, para el recurso de casación, es la no despreciable cifra de 150.000 euros), algunos asuntos se despacharán en una sola instancia, como sucedía en la vieja justicia del Cadí, cuyos fallos (en el doble sentido de la palabra) eran inapelables. Todo ello se une a la reciente reforma del amparo constitucional, en el que lo relevante para la mera admisión a trámite del recurso no es la lesión de un derecho fundamental, sino que el contenido del recurso tenga una “especial trascendencia” para la interpretación de la Constitución, un criterio que en el citado Proyecto de Ley se extiende a diestra y siniestra.

Como dicen los especialistas, los recursos contra las resoluciones judiciales erróneas tienen cada vez más una naturaleza “nomofiláctica” que el carácter de auténtica reparación de los derechos e intereses del individuo. En resumen: el servicio de la Justicia es inviable y su tutela a los ciudadanos muy deficiente con la organización administrativa y económica que tenemos los españoles (por mucho que, formalmente, se las considere como propias del Estado social y democrático de Derecho que figura en la portada de nuestra Constitución). Sea el que sea el número de premios a la excelencia y a las buenas prácticas judiciales que convoque y conceda el Gobierno. Eso es sólo cosmética.

La tutela judicial del ciudadano (el derecho legítimo, no a que le den la razón, sino a que le escuchen atentamente los jueces) es cada vez más débil a medida que se va degradando el servicio público de la Justicia. No descartemos incluso que algún día desaparezca completamente. Sería una broma amarga que la muerte real de la Justicia permaneciera oculta y enmascarada por la vida ficticia de los valores constitucionales que suelen agitar como si fueran guiñapos casi todos los responsables políticos de nuestro país. Una justicia tardía y a destiempo no es una verdadera justicia. Me vienen a la memoria las palabras napolitanas del Cardenal Granvela sobre la parálisis burocrática de la España de Felipe II, al que sirvió como virrey: “si tenemos que esperar la muerte, ojalá viniere de España, porque entonces no llegaría nunca”.

1 Comment
  1. Zaratustra says

    El arbitrismo y la ocurrencia barata son la expresión inequívoca de las malas prácticas de gobierno que ustedes soportan hasta que no le pongan remedio.

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