Israel múltiple

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El secretario de Defensa de EEUU, Leon Panetta, a la izquierda, junto al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu durante el encuentro que mantuvieron ayer mismo en Jerusalén. / Ariel Schalit (Efe)

Me encanta la palabra España. También me gusta la palabra Israel, y todavía más el vocablo Judío. En mi diálogo con esos nombres tengo claro del todo quién de los dos –yo o las palabras- impone al otro las reglas del juego de los afectos. No sé quién tiene más culpa en la continuidad de la relación, en la responsabilidad de sus días mejores y también en sus numerosos desencuentros. Pero de lo que sí estoy seguro es que yo soy menos libre que las palabras. Ellas estaban antes que yo, ellas me eligieron sin darse cuenta y con la misma gratuidad pueden abandonarme a la intemperie sin sufrir las consecuencias de la pérdida. Las paredes de la casa en la que nací fueron los sonidos articulados con las letras de esas tres palabras, no se levantaron con otra argamasa, más sólida o de peor calidad. Vivo en una cárcel construida con el lenguaje familiar. No sé si puedo liberarme del todo de esos barrotes, pero lo cierto es que soy esclavo de una melodía que no rechazo, pues la siento armoniosa. He aceptado la herencia con sus beneficios y sus cargas.

La confesión que precede es una minucia personal. Algo irrelevante para ser contado en público. Si no fuera por dos motivos que en mi opinión justifican su salida al exterior. La anterior posición de parte –y éste es el primer motivo- da cuenta de mi imposible equidistancia para investirme con la toga del juez en los conflictos en que litigue alguna de esas palabras, como Israel, con otros grupos de morfemas que no me pertenecen, como sucede con el nombre Palestino. No es la única frontera, aunque sí la más explícita, que traza esa posición personal. También hay fronteras semánticas dentro de las tres palabras citadas. Hay un buen motivo –el segundo- para que igualmente esas diferencias salgan a la luz aquí. La explicación resultaría superflua si no fuera por el error reiterado (un despojo que la ideología hace al lenguaje) de asignar a algunos fonemas significantes un sentido invariable. Aunque los hechos lo desmientan constantemente. Estoy seguro de que a mí la voz España me sugiere una realidad muy diferente de la que esas tres sílabas evocan a un militante falangista (o a un terrorista de ETA). Lo mismo me ocurre con la palabra Israel: una disonancia estremecedora me atravesará el oído si la pronuncia un colono de la ciudad de Hebrón. Y, por lo que hace a la palabra Judío, mi significado no coincidirá con el otorgado por un residente del barrio de Mea Shearim de Jerusalén.

El Gobierno de Bibi Netanyahu acaba de autorizar la construcción de 1.100 nuevas viviendas en Gilo, un barrio (¿o asentamiento?) suroriental de la ciudad de las tres religiones que desde 1973 (los terrenos habían sido expropiados a sus titulares árabes en 1970) constituye un enclave sólo para judíos israelíes en el que ya predomina una comunidad de piadosos haredim más ortodoxos que el profeta Moisés. Gilo es una colina a manera de torreón defensivo dentro del anillo que el Gobierno de Netanyahu está construyendo para separar Jerusalén –la capital eterna e indivisible del Estado judío- de los territorios palestinos. Si usted callejea por Gilo topará al sur con la empalizada –todavía agujereada por las balas y los disparos de mortero- que los israelíes levantaron hace diez años –durante la Segunda Intifada- para protegerse de las incursiones de grupos armados que subían a la ciudad desde la vecina Belén. Es imposible negar que las nuevas casas de Gilo son la respuesta del Premier israelí a la solicitud de ingreso de la Autoridad Palestina en Naciones Unidas, presentada por Abu Mazen pocos días antes del anuncio urbanístico difundido por Israel. Éste, despreciando lo que dice la legislación internacional, no reconoce que está colonizando la zona oriental de Jerusalén. Ninguna de las partes de Jerusalén será una entidad administrativa de un futuro Estado palestino. El Gobierno israelí ni siquiera admite la posibilidad de que en la ciudad y en sus alrededores existan tierras en disputa. Según él, no hay asentamientos ni colonos, sólo barrios poblados por residentes de distinto origen con –no podría ser de otra forma- también distintos derechos políticos. Creo que no hace falta indicar la salida final a la que conduce esta ley de hierro a los sometidos a ella por la fuerza de los hechos que dicta a su antojo.

El partido de Netanyahu (Likud) obtuvo en las elecciones de 2009 sólo 27 de los 120 escaños que forman la Knesset. Bibi preside un Gobierno de coalición muy heterogéneo que cuenta con el respaldo parlamentario de 65 diputados. Cualquiera que conozca un poco Israel sabe que ni en el Parlamento ni en la calle existe unanimidad sobre cómo debe resolverse el conflicto con los palestinos. Cualquiera que lea la prensa israelí –libre y plural- sabe que muchos ciudadanos judeoisraelíes reprochan a su Gobierno las humillaciones que infiere continuamente a la Autoridad Palestina. También sabrá de primera mano que, incluso siendo consciente de los riesgos a los que la llevará la iniciativa internacional de Mahmud Abbas, gran parte de la opinión pública judía reconoce que su Gobierno ha hecho trampas en las negociaciones de paz y ha acorralado al grupo de Abbas (sin desconocer las contradicciones del palestino y su funambulismo político) en un callejón del que sólo puede escapar pidiendo de forma unilateral el reconocimiento externo de su organización como Estado legítimo. Ese observador podrá pulsar igualmente las estimaciones prudentes –pero flexibles- que en los cuarteles israelíes facilitan la posibilidad real de una coexistencia pacífica con los palestinos cisjordanos sin el designio de convertir –como hacen Netanyahu y su ministro de Exteriores Avigdor Lieberman- la seguridad del Estado de Israel en el valor exclusivo que debe regir las expectativas de los judíos israelíes y, por añadidura, de los judíos de todo el planeta. Ni la presencia de los palestinos, las nuevas amenazas que inquietan a Israel en la región o el recuerdo de la Soah pueden ser el motor de la existencia judía en sus múltiples vertientes y diferencias. A no ser que se quiera pagar el precio, a mi juicio excesivo, de vestir a individuos muy distintos entre sí aunque sean hermanos con el mismo uniforme hasta lograr que sean un pueblo de autómatas.

Concluyamos el viaje dirigiéndonos a unos ocho mil kilómetros al oeste de Israel. La influencia judía en la política exterior de Estados Unidos sobre Oriente Medio, con todos sus vaivenes y fluctuaciones, ha sido notoria durante los últimos cuarenta años. Ese nexo se creó con el triunfo de Israel en la Guerra de los Seis Días. Pero incluso antes, según se desarrollaba la Guerra Fría y perdían peso relativo los aliados tradicionales de Estados Unidos, Israel comenzó a desplazarlos en el imaginario emotivo norteamericano. Empezó entonces una transfusión de sangre ideológica  en la que Israel ha influido en el imperio norteamericano como si fuera el alternador que genera la corriente o el extremo nutriente del cordón umbilical que une a las partes. De hecho, en 1962 el presidente Kennedy le dijo a Golda Meir que su país “tiene una relación ESPECIAL con Israel en Oriente Próximo que realmente sólo es comparable a la que tiene con Gran Bretaña sobre una amplia variedad de asuntos internacionales”. Ahora bien, pertenece al mundo de las fábulas confundir la existencia de esa relación especial con la omnipotencia de lo que no sin muchas dosis de fantasía se ha dado en llamar el lobby israelí en Estados Unidos. No puedo extenderme aquí sobre esta cuestión, pero me remito a la política a veces hostil de Norteamérica hacia los israelíes en los tiempos de Henry Kissinger o George Bush (padre), por ejemplo.

Como también es un mito las más de las ocasiones interesado la idea de una comunión perfecta de todos los judíos norteamericanos en apoyo de una también idea unívoca de lo que es o debe ser en el futuro Israel. La multiplicidad acampa a una y otra parte del mundo. Tan es así que el poderoso Comité Estadounidense de Asuntos Públicos de Israel (AIPAC, en siglas inglesas), generalmente favorable a las tesis de Netanyahu y de anteriores jefes de Gobierno conservadores de Israel, está siendo cada vez más contestado ante la opinión pública por otras organizaciones judías, como J Street, de tendencia inequívocamente liberal y en constante crecimiento a lo largo de los últimos años. Sobre los asentamientos ilegales en Cisjordania la diferencia de posiciones es asimismo muy clara. Basta con comparar las donaciones (también ilegales según la legislación federal norteamericana) procedentes del contorno de AIPAC para financiar la construcción de nuevas viviendas para los colonos utilizando como pantalla intermediaria a diversas organizaciones filantrópicas y la postura contraria de J Street a la colonización y su decepción con el presidente Obama, o sus reflexiones sobre la seguridad de Israel. Los dos enlaces muestran la visión sincera sobre la necesidad de la paz en Oriente Medio y las críticas a Netanyahu (y al timorato Obama) de comunidades judías muy importantes –en Estados Unidos y en el propio Israel, incluidos algunos de sus militares y diplomáticos más prestigiosos- que no avalan precisamente la vocación de un Gran Israel erigido como un monolito en los sueños de todos los judíos.

Hablar de la diversidad de Israel, como se ha hecho aquí, suele ir a contracorriente de esa práctica tan extendida (y denostada por el gran español que fue Cervantes) de “andar a viva quien vence”. Que es lo mismo que aprovechar el ímpetu ganador de los estereotipos emocionales.

1 Comment
  1. celine says

    Qué bien puestas las comas y los puntos, Bornstein. Sus artículos dejan las cosas más claras que lo que se lee en la prensa normalmente. Creo que la fusión «España» y «Judío» ha dado buena mezcla en su persona. Por otro lado, mirando la fotografía que ilustra la entrada, nadie diría que el norteamericano es el de la izquierda. Pena de Israel, la tierra prometida. Lo que Yavé no calculó es cómo se las gastan estos paisanos, los filistins y el pueblo elegido.

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