El pasado 6 de agosto cuartopoder.es informó a sus lectores sobre la modificación forzosa de la Ley española que regula los derechos y libertades de los extranjeros en nuestro país. Sin necesidad de rasgarnos las vestiduras hasta el último fleco –“el país que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”-, no sería ético negar que la primera redacción de la Ley Orgánica 4/2000 no superaba el umbral de exigencia de los derechos humanos, de acuerdo con la cultura política de la Unión Europea. Ese déficit de valores democráticos (naturalmente, sólo de carácter parcial) perjudicaba, por un lado, a las mujeres extranjeras en situación irregular en España que eran víctimas de la violencia de género, amenazadas, además de por su desgraciada circunstancia familiar, por el riesgo de ser expulsadas de nuestro territorio. Gracias a los cambios legales del último verano, esas mujeres (y sus hijos menores) tienen derecho a obtener una autorización de residencia por motivos excepcionales. También podrán solicitar un permiso de trabajo. Era una cuestión de justicia y, en mi modesta opinión, nuestro país es desde entonces una comunidad más decente.
El segundo grupo de individuos ignorados por la legislación de extranjería lo conformaban las personas (con independencia teórica de su sexo) que, siendo igualmente nacionales de terceros países con residencia irregular en España, eran víctimas de la trata de seres humanos. En este segundo supuesto la Ley del año 2000 era incluso más deficitaria y nuestro país ya había sido condenado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Sentencia 2009/143) al no aplicar la Directiva 2004/81/CE, que obliga a los Estados miembros a expedir un permiso de residencia a favor de dichas personas, a condición de que cooperen con las autoridades estatales para combatir y erradicar la trata de blancas. La Ley española (a través de la modificación antes señalada) también ha corregido esa deficiencia y se ha puesto al día respecto a los nacionales de terceros países forzados a ejercer la prostitución en España.
Paradójicamente, lo que no había realizado hasta ahora la legislación española era su adaptación a la normativa europea cuando los perjudicados son, no uno o varios individuos extracomunitarios, como vimos antes, sino los familiares (luego se dirá la causa) de los propios ciudadanos de un Estado miembro de la Unión Europea o de otros Estados parte en el Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo. En estos casos la Directiva infringida era la número 2004/38/CE y también ha recaído una sentencia de condena contra el Ejecutivo español, aunque en este supuesto la resolución procede del propio orden jurisdiccional interno (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de junio de 2010). Dicha resolución anuló diversos preceptos del Real Decreto 240/2007, de 16 de febrero, que regula la entrada, libre circulación y residencia en España de ciudadanos de esos Estados, incluidas sus familias.
En esta norma -a diferencia del contenido dispuesto por la redacción inicial de la antes mencionada Ley de extranjería- las situaciones de violencia de género están, desde el principio, aceptablemente reguladas y las mujeres víctimas de sus compañeros no pierden en ningún caso sus derechos subjetivos de residencia. Los problemas eran otros. El más grave (y asimismo el más injusto) lo constituía la limitación –en ciertos supuestos familiares- de los derechos de entrada y salida de las personas, libre circulación, estancia, residencia y trabajo en España “por razones de orden público, seguridad pública o salud pública”. Esta potestad excepcional del Estado contra la libre circulación de los individuos humanos impedía legalmente a unos ciudadanos dignos de especial protección pública la conservación de su derecho de residencia (antes de su obtención con carácter permanente, para lo que se necesita la estancia en nuestro país por un “período continuado de cinco años"). La pérdida de residencia operaba mecánicamente si se producía la “nulidad del vínculo matrimonial, divorcio o cancelación de la inscripción como pareja registrada, de un nacional de un Estado miembro de la Unión Europea o de un Estado parte en el Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo, con un nacional de un Estado que no lo sea”.
La cosa era especialmente sangrante cuando ese no nacional (un sujeto, en definitiva, carente de cualquier rasgo de la ciudadanía europea que no fuera su matrimonio -o unión equiparable- con un europeo) era víctima de un delito de trata de seres humanos precisamente perpetrado por su cónyuge. Es decir: las víctimas del crimen (en su mayoría mujeres arrastradas por la coacción o la violencia al ejercicio de la prostitución a manos de bandas organizadas) no sólo debían soportar la intimidación y la fuerza brutal de sus parejas, sino también (por un hecho tan irrelevante a esos efectos como es la ruptura del contrato matrimonial, que es de naturaleza jurídica privada) la pérdida de su estatuto jurídico-público y sus demás derechos en España mediante la expulsión de su territorio.
Desde el 27 de noviembre la situación de estas personas es radicalmente distinta gracias a la aprobación del Real Decreto 1710/2011. Desde entonces el individuo conserva el derecho de residencia cuando haya “sido sometido a trata de seres humanos por su cónyuge o pareja durante el matrimonio o la situación de pareja registrada, circunstancia que se considerará acreditada de manera provisional cuando exista un proceso judicial en el que el cónyuge o pareja tenga la condición de imputado y su familiar la de posible víctima, y con carácter definitivo cuando haya recaído resolución judicial de la que se deduzca que se han producido las circunstancias alegadas”.
A ver si estas medidas dan resultado para eliminar la vergüenza de la esclavitud.