Todavía recuerdo una sentencia del Tribunal Supremo que condenó a pena de cárcel a un muchacho por hacer cosas malas con la mano. Ese chico viajaba en un tren en compañía de sus amigos cuando se le ocurrió liar un cigarrillo de marihuana, echar un par de caladas y después –ésta fue su perdición frente a los jueces- pasarle el pitillo al chaval que estaba sentado a su lado. En ese momento entró el revisor y su denuncia, tras sucesivas instancias judiciales, permitió al Supremo dictar jurisprudencia sobre el acto pernicioso de extender la mano. El desgraciado muchacho que viajaba con sus amigos en el compartimento cerrado de un tren no fue exonerado de responsabilidad criminal por lo que verdaderamente hizo: liberar la mano con la finalidad de consumir una sustancia perjudicial para la salud y, sin menoscabo de la libertad de nadie, moverla por si alguien deseaba estrecharla con afecto. Tenían razón los letreros de la RENFE: “es peligroso sacar la mano al exterior”. El reo, convicto y confeso, fue condenado por tráfico de drogas bajo el imperio del Código Penal de 1973.
Eran los últimos tiempos del franquismo y si de esa dictadura de origen personal y de prolongado apoyo militar apenas se podía decir que había bajado un peldaño en su administración de la crueldad, no pasaba lo mismo con su pedagogía social de la estupidez. Franco, antes de su agonía final, no estaba enfermo de flebitis. El Caudillo, como diríamos hoy, había batido todos sus récords de discapacidad mental y había transmitido su subnormalidad íntima a todas las instituciones del Régimen. En la cúspide del poder judicial, los magistrados del Tribunal Supremo, simplemente, se limitaban a cumplir con su deber. La justicia podía encoger su mano y también extenderla y apretar el puño para golpear a conciencia, dependiendo de la circunstancia. Estaban en su apogeo -para desgracia del idealismo de los idiotas no se proyectaba todavía en el horizonte la silueta del legislador de hoy- los ejercicios mentales de Ignacio de Loyola.
Sigamos con los opiáceos y sus hermanos tóxicos de la salud. En diciembre de 2005 comenzó la primera cruzada democrática contra el tabaco (la segunda cumplirá su primer añito de vida el 30 de diciembre que viene). Al grito de ¡la Salud lo quiere! los demócratas de la primera cruzada ordenaron que “la venta y suministro al por menor de productos del tabaco sólo podrá realizarse en la red de expendedurías del tabaco y timbre o a través de máquinas expendedoras que cuenten con las autorizaciones administrativas oportunas, por lo que queda expresamente prohibido en cualquier otro lugar o medio”. La ministra Salgado y sus sucesoras Jiménez y Pajín en el empeño de que arribara a puerto seguro la barca de la Salud le han dado al estanco el monopolio legal del burdel en el que los vendedores de cajetillas de Fortuna pueden tener trato carnal con los putos fumadores. Fuera de ese garito únicamente se permite la asepsia de la máquina expendedora, que además sólo podía instalarse inicialmente en antros de esparcimiento y diversión como son los hoteles, los bares y restaurantes, los bingos y las salas de fiesta.
Tiempo después y entre alaridos proferidos por el pequeño empresario del tipo “¡me c… en la Vigen!”, el censor legal le dio una oportunidad a otros emprendedores, como los quiosqueros de prensa y los dueños de tiendas de conveniencia. Eso sí: para la venta de productos del tabaco en esos establecimientos no se puede sacar la mano y magrear libremente al estilo de los puticlubs del humo que hoy son los estancos. En los bares, restaurantes y quioscos de prensa se intercambia el tabaco utilizando el condón sanitario de la máquina expendedora. Los quioscos de prensa son como las farmacias del franquismo (pero con mucho menos espacio para guardar en su interior la mercancía prohibida): se acerca uno al quiosquero y con la coartada de aliviar el dolor de cabeza pidiendo un tubito de optalidón o el último número de La Razón, el consumidor compra por lo bajini no una caja de globitos sino un paquete de mierda. Con disimulo, esperando que la máquina abra la boca, sin escandalizar a los menores y gastándose unos buenos cuartos, pues está prohibida “la comercialización, venta y suministro de cigarrillos no provistos de capa natural en unidades sueltas o empaquetamientos de menos de 20 unidades”.
La segunda cruzada levantó el pie del pedal del freno y ya se permite en todos los locales autorizados para la venta con recargo la “venta MANUAL de cigarros y cigarritos provistos de capa natural”. El pasado miércoles un Decreto (R.D. 1676/2011) ha cerrado definitivamente el círculo que aloja la libertad de tocar las cosas con la mano relacionando los comercios habilitados para vender labores del tabaco, que, además de los estancos, son los que antes he citado: los bares, las estaciones de servicio, los bingos…La única novedad es la confesión y el reconocimiento del Estado de que las máquinas expendedoras no son los mejores estuchados para acopiar, conservar en buen uso y soltar por sus rejillas uno tras otro esos artefactos tan peligrosos que elaboran en La Habana y en las Islas Canarias. Ni siquiera las democracias han desarrollado suficientemente la tecnología necesaria para vendernos sus pequeñas libertades como la industria conservera hace con las sardinas: en lata, aisladas del exterior y sin pringarse las manos.
Suelto el latinajo que el lector espera del jurista : “exceptio firmat regulam (in casibus non exceptibus)”. Efectivamente, la democracia es ahora un estado de excepción para la gente sensata y amistosa. Para las personas que ni oyen la radio ni ven la televisión. Para todos los que se quedan en casa, se tocan un poquito y luego, si les apetece porque algunos son abstemios, encienden el ordenador y el pitillo de marihuana o de tabaco que comparten con los compañeros de viaje.