A Robi Damelin la visitó el horror que más teme cualquier mujer judeo-israelí de mediana edad. No es fácil para un europeo rutinario como yo imaginar la ansiedad de esas mujeres anónimas a las que ha dado una voz para el mundo -la voz de la inolvidable Ora- el gran escritor israelí David Grossman en su novela “La vida entera”. Charlo con Robi apenas 20 ó 30 minutos –al caer la tarde está ya muy fatigada del trajín oficial que la ha conducido en la segunda semana de enero a Madrid-, justo después de su visita a Casa Sefarad. Nos acomodamos en el bar del hotel donde se aloja, antes de que Robi suba a su habitación a descansar un ratito, el suficiente para reponer fuerzas y seguir la jornada. Robi habrá pisado una y mil veces los peldaños de la vía dolorosa, pero sus ojos claros cobijan la verdad incansable de un relato que también habrá repetido mil veces a un interlocutor distinto, en realidad un médium suplantador, un fantasma del presente que oye a sus espaldas el grito impotente de la mujer a los mensajeros de su desgracia. “Se presentaron en casa varios oficiales del Ejército para comunicarme que mi hijo David, que tenía 27 años, había muerto en un checkpoint por los disparos de un francotirador palestino”.
David abandonó a su madre para siempre hace 11 años y Robi Damelin, que ahora cuenta 66, me dice que desde entonces su hijo David es un dolor que nunca se cura. Pero es un dolor que no la ha paralizado como una barca a la deriva en un mar de desolación, ni ha empujado a sus manos hasta pulsar el interruptor del odio. “¿Qué pensaste, qué hiciste, cuando los militares te dieron la noticia?”, le pregunto. “Lo primero que me vino a la cabeza –responde- fue decirles a los soldados que no tomaran ninguna venganza en nombre de mi hijo”. Robi nació en Sudáfrica y, aunque vive en Israel desde 1967, sabía antes de emigrar a la tierra de los judíos que la violencia racial o la que enfrenta a dos pueblos que comparten la misma geografía sólo puede decaer con la reconciliación, por imposible que esto parezca al odio que nace y pervive con el derramamiento continuo y recíproco de sangre. Yo me habría entregado al alcohol, pero todos sabemos que las mujeres suelen entregarse más a la vida y mi compañera de esa tarde madrileña es una mujer muy fuerte y decidió salir de sí misma. Israel, Palestina, están llenos de muchachos expuestos a perder la vida por la imbecilidad inerte de la Historia. "¿Por qué no echarles una mano?", debió pensar la conciencia dolorida de una madre que ya no podía salvar a su hijo.
Robi asegura –y existen muchas pruebas a su favor- que la muerte de David no ha cambiado sus ideas y convicciones, sino todo lo contrario: la durísima realidad de su tragedia íntima las ha vigorizado y las ha hecho socialmente más necesarias. También me comenta que todo era algo más sencillo cuando no sabía quién había matado a su hijo. Que se vino abajo al conocer su identidad, cuando llegó al final del hilo y supo que el matador era un joven palestino que había perdido a dos familiares al comienzo de la Segunda Intifada. Ese palestino está desde hace años en una prisión israelí y Robi le ha escrito confesándole que no siente rencor, ningún deseo de venganza hacia él y le ha sugerido su respuesta a un deseo imposible, algo que sin embargo una madre considera perfectamente normal: que si hubiera conocido a su hijo David probablemente no lo habría matado, como hizo también con otros israelíes anónimos, en ese maldito checkpoint. La respuesta del muchacho palestino fue airada, furiosa. A vuelta de correo su carta de contestación estaba plagada de insultos contra Robi Damelin. Es difícil – supongo- descender del pedestal del martirio, salir del ensimismamiento del héroe que se venga de los enemigos de su pueblo y de su familia, y admitir que uno ha arrebatado la vida a un ser humano que no conocía, a alguien cuya única responsabilidad era su pertenencia al pueblo enemigo. Pero Robi no se desespera. Sabe que el camino es largo. Puede que llegue la paz o que no llegue nunca. Es un resultado que no depende de ella. Lo que sí depende de su gran poder humano es pulir y lanzar al exterior, pese a todos los pesares, la verdad de su instinto moral. Un fin en sí mismo. La voz del perdón mutuo y la reconciliación.
Miembro de la generación anterior a la de Robi Damelin, el palestino Khaled Abu Awwad (46 años) me narra su tragedia familiar, igual de terrible o más que la de la mujer israelí. En el año 2002, a la entrada de la población cisjordana de Bet Umar, su hermano Youssef (31 años y padre de dos hijos) fue asesinado a sangre fría por un soldado del Tsahal. Éste le disparó a la cabeza con su fusil cuando Youssef pedía a un grupo de jóvenes de Bet Umar que dejaran de apedrear a una patrulla israelí. La muerte barre a los violentos y a los pacíficos. Especialmente a los últimos, porque el lenguaje de la paz es una provocación para los que en, en la tierra más disputada del mundo, están sedientos de venganza. Un año después, el hermano pequeño de los Abu Awwad, Saed (14 años), fue también abatido por soldados del ejército judío. “Obviamente –me dice Khaled-, después de esto me repugnaban todos los israelíes. Pero luego me di cuenta de que siguiendo el camino de la venganza no podría destrozar el suficiente número de corazones judíos para reparar mi propio corazón, supe que, por muchas vidas judías que me llevara por delante, mis hermanos no resucitarían por ello. En ese momento tomé la decisión, muy difícil, de ir al encuentro del otro pueblo, de humanizar a unos individuos desconocidos que eran supuestamente mis enemigos, a unas personas que también tenían bajas entre sus filas y habían sufrido otros crímenes tan horrendos como los padecidos por mi familia. Decidí comprometerme hasta el final con la paz, ayudar a detener la espiral de víctimas, buscar una reconciliación sincera que pueda curar mi dolor sin que me haga perder la memoria, y dejar un futuro más sensato para las siguientes generaciones de ambas comunidades”.
Khaled dirige la asociación Círculo de Padres-Foro de Familias (CPFF), de la que es portavoz Robi Damelin. Han pasado unos días en Madrid con motivo de las jornadas celebradas en el Instituto Francés con el rótulo “Tiempos de cambio en el Mediterráneo: la primavera árabe e Israel”. CPFF reúne en su seno a miembros de 650 familias israelíes y palestinas que han perdido a seres queridos en la hoguera del conflicto entre los dos pueblos. Fue creada en 1995 y no tiene una orientación política definida, SÓLO quiere dar una oportunidad a la paz –cuya consecución corresponde a los gobiernos y autoridades de uno y otro bando-, aunque sea a largo plazo, empleando la herramienta de la reconciliación como fermento y caldo de cultivo de LA RAZÓN. CPFF, que financia sus actividades principalmente con fondos suministrados por diversas agencias estatales de cooperación internacional, pertenecientes casi todas a Estados Unidos y la Unión Europea, actúa fundamentalmente en los institutos de enseñanza media, judíos y palestinos. Al parecer, con buena receptividad de los chavales. Esa actividad es crucial. En ambos lados. Pensemos en los muchachos israelíes, que se incorporan al Ejército con 18 años. Los activistas de CPFF les recuerdan que los palestinos son seres humanos, no animales a los que se puede eliminar sin contemplaciones. La última campaña de CPFF es la promoción masiva de donaciones de sangre por israelíes y palestinos para su trasfusión a individuos de “la otra parte” que la puedan necesitar, llegado el caso (que suele llegar a toda prisa). No es sólo una iniciativa para defender la salud biológica. También hay razones de salud política o social, y la campaña interpela a los donantes potenciales con este lema: “¿podrías hacer daño a alguien por cuyas venas corre tu propia sangre? Interesante, me parece.
Me despido de Robi Damelin antes de que suba a su habitación a echar una cabezadita. Me sonríe con sus ojos cansados, pero amistosos, y me hace una confidencia final: “CPFF es el único club no elitista que no desea tener más socios”. Ya en el taxi que me lleva a casa en la bendita y pacífica villa de Madrid me escucho a mí mismo decir amén. Esta buena gente, como tantos otros israelíes y palestinos, merece un empujón de la fortuna.