Falsos ‘impuestos verdes’

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Angel Gurría, secretario general de la OCDE. / odce.org

¿El que contamina debe pagar? Sí, desde luego y no sólo -a través de la vía civil o incluso penal- por los daños personales y materiales ocasionados por los fallos que se produzcan en el desarrollo de su actividad. Fue el caso, por ejemplo, de British Petroleum cuando –allá por 2010- se incendió una de sus plataformas de extracción de petróleo situada en el Golfo de México, lo que, entre otras consecuencias, le ha deparado un largo contencioso con el gobierno de Estados Unidos. “Quien contamina paga” es un principio que debe ser efectivo también en la vida económica y jurídica normal como factor de protección del medio ambiente. Para ello está la vía tributaria, aunque no con una motivación estrictamente recaudatoria, sino con una finalidad extrafiscal. Los impuestos verdes pretenden la consecución de dos resultados: uno (negativo) es disuadir la realización de incumplimientos legales, siendo el segundo (positivo) incentivar actitudes que fomenten la conservación de la naturaleza. Dicha estrategia pública concordaría con el pertinente mandato constitucional (artículo 45.1 CE) y sintonizaría igualmente con la Ley General Tributaria, en cuyo artículo 2 se nos dice que los tributos, “además de ser medios para obtener los recursos necesarios para el sostenimiento de los gastos públicos, podrán servir como instrumentos de la política económica general y atender a la realización de los principios y fines contenidos en la Constitución.  

España apenas ha explotado la veta de los impuestos medioambientales y está muy retrasada respecto a las principales economías europeas. Entre nosotros abunda la retórica verde, pero los desequilibrios económicos y fiscales que padecemos nos obligan ya a pasar a los hechos y a introducir rigurosamente dichos impuestos en la nueva planta –imprescindible- de un sistema tributario que hoy está moribundo. Ángel Gurría, secretario "loquito" de la prescindible OCDE, puso sin embargo el dedo en la llaga de las carencias verdes de la economía española en su visita a Madrid el último jueves. Pero nadie mejor que nosotros mismos para darnos cuenta de que con nuestro sistema tributario actual no vamos a ninguna parte.

¿A cuál de los distintos niveles territoriales debemos asignar los impuestos verdes? ¿Qué formula sería la mejor en relación a su distribución interna? En la actualidad, la regulación fiscal del Estado contra la contaminación permanece casi inédita, correspondiendo el protagonismo en esta materia a las comunidades autónomas y corporaciones locales. En mi opinión y sin menoscabo de los poderes autonómicos y municipales, es dudoso que este sistema de reparto sea el idóneo, porque los daños inferidos al medio ambiente saben poco de fronteras y límites administrativos. Habría que inclinar el balance hacia el lado nacional para prevenir o contrarrestar esos daños con mayor seguridad. Pero, sea como fuere, el aspecto más decisivo de estos tributos reside en no confundir sus objetivos. Como se ha mencionado, su finalidad no es directamente recaudatoria, sino de carácter extrafiscal: priman aquí la necesidad de una economía más racional y respetuosa hacia la naturaleza y el abandono de las prácticas de alto riesgo y explotación salvaje de unos recursos finitos que son de todos. Algunos no lo tienen claro. Y, por si fuera poco, también invaden las competencias de los demás.

En el año 2000 –siendo su presidente don José Bono-, Castilla-La Mancha aprobó una Ley sobre determinadas actividades que inciden en el medio ambiente. Esa Ley decidió gravar la producción termonuclear de energía eléctrica y asimismo el almacenamiento de residuos radiactivos. El 24 de julio de 2001, la Comunidad se puso manos a la obra y su gobierno despachó un Decreto “para la aplicación” de la Ley citada, encontrándose con la resistencia de la Asociación Española de la Industria Eléctrica (UNESA), que resolvió exportar el asunto a los tribunales de la jurisdicción ordinaria. La cuestión ha terminado ante el Tribunal Constitucional (TC), con la abstención del magistrado don Pascual Sala Sánchez, que en una sentencia publicada el pasado miércoles ha declarado nulas las disposiciones pertinentes de la Ley castellano-manchega. La Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA) prohíbe los fenómenos de doble imposición, hacia arriba (colisionando con los tributos estatales) y hacia abajo (solapándose los gravámenes autonómicos, sin habilitación legal previa, con los tributos locales). En este caso el tributo castellano-manchego era idéntico al Impuesto sobre Actividades Económicas (IAE), cuya exacción –también sobre idénticos contribuyentes- corresponde a los municipios. Pese a lo que afirmaba la Ley impugnada, las dos modalidades del impuesto –los gravámenes manchegos sobre la producción termonuclear de energía eléctrica y el almacenamiento de residuos radiactivos- eran en realidad “un tributo netamente fiscal o contributivo, en la medida en que no grava directamente la actividad contaminante, sino el mero ejercicio de una actividad económica”.

Como dice el TC, y con independencia de otras razones, “no existe ninguna vinculación de la recaudación obtenida a la financiación de actuaciones en materia de protección medioambiental y conservación de los recursos naturales”. El único fin del tributo era allegar medios económicos para la financiación del gasto público, a diferencia, por ejemplo, del gravamen catalán sobre elementos patrimoniales afectos a actividades de las que pueda derivarse la activación de planes de protección civil, o del impuesto andaluz sobre depósitos de residuos radiactivos (en el que, con acierto, no se grava la actividad económica de almacenamiento –que ya está sujeta al IAE-, sino “la entrega” de los residuos radiactivos para su depósito).

Ni es oro todo lo que reluce, ni la etiqueta legal de impuestos verdes garantiza el compromiso real de las autoridades con la protección del medio ambiente y la lucha contra la contaminación. A veces esos impuestos son simplemente una excusa para recaudar más quedando esas autoridades tan limpias y repeinadas como Dios Padre. El posado del señor Bono fue un disfraz parecido a la responsabilidad social corporativa de las empresas multinacionales o al libro de estilo de algunos periódicos, lo que no les impide –a unas y a otros- dar gato por liebre a sus consumidores y fusilar a la mitad de sus despreciables plantillas. Existen, huelga decirlo, muchos otros ejemplos de buena imagen perfectamente compatible con la peor de las intenciones.

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