Dos hombres (imputados) y una mujer (quizás a punto de serlo)

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Imagen de archivo de la Infanta Cristina llegando al funeral del padre de Iñaki Urdangarin. / Efe

Dice el Código Civil que los cónyuges están obligados a vivir juntos y socorrerse mutuamente. Para algunos esa doble obligación es un placer y en el cumplimiento de ese deber placentero –especialmente en la faceta de socorrerse el uno al otro- exageran. Se pasan de cariñosos y de socorristas, sobre todo las mujeres, que suelen ser más esforzadas y amorosas que sus compañeros. Hay cónyuges que, además de compartir la casa, el pijama y los niños, y de hacer felices a los suegros, son unos inconformistas y quieren estar todo el rato juntos. Pero, como vivimos en sociedad, pasa lo que tenía que pasar. Los amigos del marido son también los de la mujer, los cuñados pasan a ser hermanos y al final todos acaban usando el mismo cepillo de dientes y beben directamente a morro de las botellas de champán. Ítem más: si los padres de uno de los cónyuges  tienen posibles, les pondrán como regalo de boda y pagarán de sus propios bolsillos a un mayordomo y un secretario, siendo este último el gestor administrativo y el boletín oficial del grupo. Si este alegre y extenso clan familiar viviera en una isla del Mediterráneo, pongamos que Ibiza o Mallorca, parecería una comuna pija.

Los esposos se han transformado en una sola carne, que terminará siendo carne de cañón, pues tanta fusión no es buena, resulta empalagosa y cursi. Llegarán a hartar a los papás (aunque tardarán en darse cuenta), sobre todo al papá de ella, que acabará del yerno hasta la mismísima coronilla. Normal. En este país los padres son mucho más protectores con las hijas, más aún si están locamente enamoradas y al yerno, pronto despejado y sobria ya la consciencia al despedirse de la juvenil Afrodita, le da por presumir de suegros y asociarlos a su nuevo proyecto de vida. Él, buen mozo y antiguo deportista, ahora quiere ser capitán de empresa. Al principio los suegros pican y le animan a no ser humilde: el yerno exhibirá mejores galones que los de capitán, será mariscal de empresa, que para eso le han entregado a su ilustre hija. No saben entonces que luego se arrepentirán y, cuando reaccionen, ya será demasiado tarde para todos, para la tranquilidad doméstica del clan, para la felicidad de la hija y hasta para la coronilla de papá.

El amor marital y el placer de auxiliarse codo con codo hacen tan locamente estupendas a algunas parejas, que desean que su unión –ella le ama y él no tiene más remedio que dejarse querer- trascienda su felicidad particular en beneficio de la Humanidad. Él es apuesto, altivo y emprendedor. Ella es bella, distinguida y rica, casi casi una princesita. Y también ciega: sigue chiflada por su marido. Juntos, los cónyuges constituyen fundaciones pías. Juntos se reparten los cargos de patronos y entran, forzosamente juntos, cogidos del brazo en la sala de juntas (o en el salón de reuniones si a alguien le molesta tanta cacofonía juntera). Pongamos que hablo de Juan y Pilar, de Paco y Antonia, o de Iñaki y Cristina. Se llamen como se llamen, son uña y carne y viven sin secretos. Como Jesús Gil y Gil en el programa televisivo de Julián Lago, esas parejas teóricamente ideales pondrían en ridículo al más ruin detector de mentiras.

El marido hace caso a su suegro y se viste de mariscal. Su porte impresiona, está sobrado y, aunque lógicamente verdecillo, da la talla ideal en el arte de hacer negocios, es el modelo teórico de los mejores institutos de empresa. Cuanto más comes, más hambre tienes. El yerno le ha cogido el gusto a que se le abran todas las puertas sin necesidad de alargar la palma, la palma de su mano, naturalmente. De sobar el picaporte se encargará el secretario único del ilustre comité conyugal. Y para los balances y la contabilidad el mariscal ha contratado a un modesto pero avispado profesor de la mejor escuela empresarial. La máquina se mueve, vaya si se mueve. Además, la pareja marital sigue sin secretos, son tan trasparentes y tan cristalinas sus benéficas intenciones que acaban siendo un secreto a voces, primero en el mercado de abastos y luego en todos los mentideros del reino. Abro el Corominas y descubro que la palabra “secreto” guarda familiaridad con algunos términos que yo no relacionaba por considerarlos lejanos. “Secuaz”, “secuela”. Incluso se corresponde con una potencialmente estremecedora “secuencia”. ¿La secuencia de qué? ¿De qué proceso estamos hablando? ¿Es una trama en la que cada operación obedece a una ley de hierro que determina la siguiente, hasta que el hierro sea la segunda esposa de un muñecón roto? En fin, de “secreto” también deriva –desde mediados del siglo XV- la voz castellana “secretario”. Palabra de Corominas.

El secretario único. El resultado de tantos excesos confiados, de una promiscuidad perniciosa y letal. De tantos días de vino y rosas consumidos sin preocupaciones en alegre cuchipanda. El secretario, ¡ay, el secretario! Es la aportación al matrimonio como bien privativo de uno de los esposos, el más pudiente antes de traspasar la puerta de la iglesia, porque estas parejas suelen ser iguales en todo menos en nobleza y alcurnia, pues sólo llegan a ser igualísimos -como hermanos siameses- después del flechazo que ha herido sus corazones al conocerse. Que no antes, pues en otro caso no existiría la sal de la vida y nunca se hubiera escrito el guión de El príncipe y la corista. O, viceversa, el relato tan bonito de La princesa y el plebeyo, aunque este último siempre termina defraudado por ella y defraudando al público.  

¿Qué ocurrirá en ese ménage à trois –ella, él y el secretario- si, como pensaba Hegel, se verifica la Ley del tránsito de la cantidad a la cualidad? Tres, en un matrimonio, es un cambio cuantitativo que, superado cierto nivel crítico (algo a lo que son propensos los cónyuges unidos por la gracia del sacramento), puede alterar la sustancia original de la pareja. Y también la del secretario, pues si los esposos le otorgan demasiada confianza y se lo llevan siempre de viaje –de placer o de negocios, que en este caso son dos conceptos que significan lo mismo- acabará siendo un tarambana, un tipo cachondo e indiscreto que perderá el sigilo propio del oficio. Le cogerá el gusto a figurar en todos sitios, a escribir cartas informales y a repartir tarjetas de visita a diestro y siniestro presentándose como “El SECRETARIO”. Él guarda el sello y despacha con la pareja, pero también acude al tocador de la niña, donde no le resulta infrecuente verla resolviendo crucigramas con su querido papá, del que se dice que es el más listo de la familia.

Cuando amas apasionadamente y de manera infinita a tu mujer o a tu marido, querrás compartir tu dicha enfermiza con todo el mundo, te fundirás con el universo y con el prójimo, pensarás que todo el que te dé la mano es un primo y que la cartera de tu primo es tuya y te pertenece, pues el amor, como decía Cernuda, es “un pulpo malo”. Vamos, que tiene ocho brazos y todo lo que ve lo chupa con sus ventosas y se lo mete en el bote. Entonces aparece el secretario en el horizonte, es su momento cumbre. Debe (siempre confidencialmente) levantar acta y testimonio del pillaje ejecutado por los tentáculos del pulpo del amor y pasarle los papeles al contable para que haga el arqueo de caja y sopese la marcha del negocio. Pero como el secretario  ya es sólo un cantamañanas que ha perdido la dignidad del oficio, deja el plumín y el tintero y empieza a chatear, en las tabernas y en Internet, y sale de compadreo con el amigote del yerno diciéndole cómo ha engordado el saldo de su esposa, la cuenta de la niña. Sin advertirlo, ellos solitos se han montado en el potro de tortura –en el potro de la IMPUTACIÓN- y le están clavando las espuelas al tercer hombre, que en este caso es una mujer. Sin embargo, vayamos por partes. El punto de mira de la escopeta judicial enfoca siempre primero al varón, que España continúa siendo un país machista que considera que las mujeres son tontas. Y -va de suyo- inimputables.  Pero no sabemos cómo concluirán estos entremeses reales si el secretario canta hasta la última nota de la palinodia. Y no olvidemos al contable, que ahora va de outsider y no quiere tragarse un marrón solidario.

Papá se ha puesto hecho una furia. Le niega el saludo al yerno y está que trina con el secretario. Pero calla, las cosas pueden ir a peor y el juez es capaz de empitonar a la hija. Además, papá ha casado bien al hijo y éste no quiere que las aventuras irresponsables de la hermana y el cuñado le estropeen el negocio familiar. Dios quiera que no pase nada, pero todo tiene mal aspecto. De manera particular el aspecto de papá, al que realmente le ha subido la angustia hasta la mismísima coronilla. Por si las moscas, papá ha empezado a coleccionar elefantitos de porcelana. Hay quien dice que dan buena suerte (con la trompa hacia arriba).

Los  cónyuges, pese a todo, permanecen unidos. Siempre lo han estado. Socios leales en lo bueno y en lo malo. En los días felices y también en la adversidad. En la catedral de Barcelona y en la prisión de Alcatraz. Dice San Pablo que es mejor casarse que abrasarse. ¿Pero dónde está escrito que son cosas incompatibles?

1 Comment
  1. celine says

    Las citas son de gran autoridad, Bornstein: San Pablo, Corominas, Cernuda, Hegel… La referencia a La máquina de la verdad, un hallazgo. El relato, desternillante, si bien algo cruel. Pero supongo que así es la vida. ¿Por qué no crear un concurso televisivo para detectar gente honrada entre las mejores familias? Sería un éxito.

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