A veces pienso que los políticos españoles no saben lo que es la democracia y están dormidos desde 1956. A veces pienso que en medio de su sopor se les aparece Franco, delega en sus manos el mando de una gobernación dándoles palmaditas cariñosas en los mofletes, y les entrega el dominio sobre el pueblo sin temor alguno porque los conoce bien y sabe que son simplemente unos tecnócratas muy obedientes y respetuosos con la estructura auténtica del poder. A veces pienso que los políticos españoles son unos irresponsables que desprecian el interés de los ciudadanos. A veces pienso que el año 2014 es el año 1956, pero sin Franco. A veces pienso que los políticos españoles de hoy son verdaderamente franquistas.
Mi obsesión con 1956 está justificada. Ese año se aprobó la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, cuyo artículo segundo concedía una patente de impunidad a los actos políticos del Gobierno. Algo muy natural, porque si Franco sólo respondía ante Dios y la Historia, ¿cómo iba una ley de la dictadura que él había implantado a someter a revisión judicial las normas o las decisiones de sus ministros? En un sistema autoritario, los que mandan te reenvían al maestro armero (cuando no te hacen algo peor) si tienes el atrevimiento de exigirles responsabilidad por sus yerros y reclamarles la compensación de los daños causados. Eso se llama indefensión ciudadana y, como veremos enseguida, la democracia española no ha tenido la potencia suficiente para, más allá del castigo del voto, aplastar a los tramposos.
El 1 de enero de 2002 entró en vigor el Impuesto sobre las Ventas Minoristas de Determinados Hidrocarburos (IVMDH), conocido popularmente como el céntimo sanitario. El impuesto se cedió a las Comunidades Autónomas y sus rendimientos quedaron afectados a la financiación del gasto sanitario. El céntimo sanitario fue recibido con muchas críticas al solaparse con el impuesto indirecto que ya gravaba el mismo hecho imponible (el consumo minorista de gasolina y otros hidrocarburos) con la citada finalidad específica. Doce años después, por Sentencia de 27 de febrero de 2014, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha declarado que el céntimo sanitario es incompatible con la Directiva 92/12/CEE, del Consejo, al tener una naturaleza exclusivamente presupuestaria (recaudatoria), no perseguir una finalidad específica y no tener “por objeto, por sí mismo, garantizar la protección de la salud y el medio ambiente”. Como antes dije, esa finalidad tuitiva sólo era un pretexto del Gobierno de la época (José María Aznar) para financiar el gasto (indiscriminado y de cualquier clase) de las Comunidades Autónomas, a costa de que el consumidor tributara dos veces por el mismo producto (fenómeno indeseable que, huelga decirlo, no existía oficialmente).
Lo peor de este impuesto sobre la venta de hidrocarburos ha sido el engaño reiterado de todos los políticos que lo han gestionado (incluidos los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, y sus iguales en la Generalitat de Catalunya). El céntimo sanitario ha sido un fraude de Estado desde el mismo día en que nació. Hasta el día de hoy (aunque en 2012 se integró en el impuesto especial sobre los hidrocarburos). Ya en el año 2000 (antes de la entrada en vigor de la exacción), el Tribunal de Justicia europeo se había pronunciado (Sentencia EKW/Wein & Co) en contra de un impuesto similar. Y en 2003 (sólo un año después de su aprobación) la Comisión Europea inició un procedimiento de incumplimiento contra el Reino de España en relación con dicho tributo. Pese a ello, el céntimo sanitario ha permanecido un decenio largo en el ordenamiento español y ha recaudado ilegalmente unos trece mil millones de euros entre 2002 y 2011. No es extraño, por consiguiente, que el Tribunal europeo (apartado 45 de la Sentencia) diga que “en estas circunstancias, no puede admitirse que la Generalitat de Catalunya y el Gobierno español hayan actuado de buena fe [como aseguran los dos] al mantener el IVMDH en vigor durante un período de más de diez años”.
El Gobierno central y la Generalitat no son tan distintos como aduce el señor Mas, y lo demuestra su afición común al uso de medios trapaceros para defender lo indefendible. Además de su supuesta (y desmentida) buena fe, los dos han echado mano de la teoría del riesgo moral, en un intento de limitar los efectos temporales del pronunciamiento europeo debido a “las repercusiones económicas graves” de la Sentencia. Devolver lo ya recaudado –nos han dicho ambos- “pondría seriamente en peligro la financiación de la sanidad pública en las Comunidades Autónomas”. La estratagema no ha dado frutos (en teoría). De admitirse ese argumento–dice la Sentencia-, “las violaciones más graves recibirían el trato más favorable, en la medida en que son éstas las que pueden entrañar las consecuencias económicas más cuantiosas para los Estados miembros; además, limitar los efectos de una sentencia en el tiempo basándose únicamente en consideraciones de este tipo redundaría en menoscabo sustancial de la protección jurisdiccional de los derechos que la normativa fiscal de la Unión confiere a los contribuyentes”.
Sin embargo, como sucede casi siempre, en este caso tampoco van a prosperar los derechos ciudadanos, diga lo que diga la Sentencia del Tribunal de Justicia. Sólo se va a remediar el abuso del poder público en una ínfima medida. En primer lugar, por el instituto jurídico de la prescripción. Y, después, por la lógica y natural imposibilidad de acreditar los daños y perjuicios originados, pues sólo el consumidor profesional (fundamentalmente los transportistas) podrá aportar las facturas a la hora de solicitar la devolución del ingreso indebido. Además, esta reparación siempre corre a cargo del resto de contribuyentes. Mientras tanto y después de disparar con pólvora ajena, los responsables (sic) hace tiempo que se han ido de rositas…
Entonces, ¿qué hacemos? Sinceramente, yo no creo mucho en la moderna doctrina de la responsabilidad patrimonial del Estado legislador (que, además, sólo puede recaer, como se ha dicho, sobre los hombros del contribuyente). No me parece sensato incluir estas conductas en el Código Penal. Y, por último, sería un retroceso moral apelar a una supuesta culpa colectiva (los tributos los aprueban los Parlamentos). A mi juicio, el remedio debe circular por una vía de dos carriles: la ética y la responsabilidad individual. Si algún día se sanea la vida pública de nuestro país y se reforma la Constitución, yo jugaría con, llamémoslo así, el desvalor simbólico del nombre. Yo, en casos de mala fe política como el aquí comentado, recurriría a los servicios de un comité ad hoc de juristas prestigiosos e independientes designado por las Cortes Generales. Un comité sin facultades judiciales, pero habilitado para identificar con nombre y apellidos a los promotores políticos de los abusos antijurídicos, decir la verdad sobre su reputación y, en caso de que el irresponsable siga en expectativa de destino, recomendar que nunca más se le designe para desempeñar un cargo público. Hay que diseñar un expediente indoloro y práctico que aparte a los indeseables de la vida política y evite el contagio de posibles imitadores. Los malos profesionales de la política han sido y son una legión que conspira contra la democracia. En política es un disparate ser ecologista. Usemos a fondo el ambientador más eficaz y el mejor pesticida.