Los límites del pluralismo religioso: el caso del matrimonio islámico

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Típica decoración realizada con 'henna' en las manos de la novia para las celebraciones del matrimonio islámico. / wikimedia.commons.org

En la resolución de un amparo publicada esta misma semana, el Tribunal Constitucional (TC) afirma de manera categórica que “no todo matrimonio contraído bajo el rito islámico, es decir, cumpliendo los requisitos de la ley islámica, tiene validez en España”. El matrimonio sólo será eficaz si cumple “las exigencias que fueron acordadas por el Estado español y la Comunidad islámica”, reguladas en la Ley 26/1992, de 10 de noviembre.

A tenor de dicha Ley, existen dos vías para el reconocimiento estatal del matrimonio celebrado bajo el rito islámico. La regla general consiste en la expedición, con carácter previo a la celebración del enlace, de un certificado de capacidad de los contrayentes, según los requisitos indicados en el Código Civil. Ese certificado deberá emitirlo el encargado del registro civil correspondiente, que de esta forma tiene la llave de paso para considerar válida la unión una vez acreditada la concurrencia de los requisitos necesarios (edad, libre consentimiento de los esposos…). Además, para el matrimonio islámico, y “a diferencia de lo que sucede con otro tipo de matrimonios” –continúa diciendo el TC-, la Ley permite excepcionalmente a los futuros cónyuges celebrar la ceremonia religiosa sin la instrucción previa del expediente ya señalado. Pero, en este caso, resultará imprescindible su posterior inscripción registral. Ésta pasa de ser una simple formalidad a convertirse en un elemento constitutivo del matrimonio. Como ocurre con la regla general, volvemos a encontrarnos aquí con la función de control del juez encargado del registro civil, al que la Ley encomienda “comprobar que los contrayentes de un matrimonio islámico ya celebrado reunían los requisitos de capacidad y validez exigidos por el Código Civil, así como por las normas de derecho internacional privado cuando los contrayentes sean extranjeros”. A tales efectos, el representante de la comunidad islámica en que se hubiera celebrado el matrimonio habrá de enviar al juez la oportuna certificación.

Cumplidos los trámites anteriores, el matrimonio será legítimo según el ordenamiento jurídico español y tendrá plenos efectos civiles en nuestro país. Las leyes españolas otorgan gran importancia a la capacidad de los cónyuges y extreman su rigor, como acabamos de ver, si la unión matrimonial no es oficiada por el Estado. Como se expresa en una Instrucción de la Dirección General de los Registros y el Notariado, de febrero de 1993, sobre la inscripción en el registro de determinados matrimonios celebrados en forma religiosa, “habrá de extremarse el celo para asegurarse de la inexistencia de impedimento de ligamen”.

Los hechos

El TC ha desestimado el recurso de amparo interpuesto por don Bassirou Sene Sene en noviembre de 2012, después de resultar fallidas diversas reclamaciones suyas en los órdenes administrativo y judicial, en solicitud de una pensión de viudedad. A los efectos que aquí interesan cabe decir que el señor Sene contrajo matrimonio por el rito islámico el 15 de julio de 1999 con doña Elena Arnaiz Moreno, que falleció el 26 de diciembre de 2007, momento en el que doña Elena figuraba afiliada a MUFACE. Conviene reseñar que el óbito fue inscrito en el registro civil, constando en la inscripción de la defunción que el estado civil de la fallecida era el de soltera. ¿Por qué? Simplemente, según la sentencia del TC, porque la ceremonia religiosa “se celebró sin que existiera el pertinente certificado de capacidad matrimonial expedido por el encargado del registro civil correspondiente”.

Don Bassirou Sene Sene alegó que tenía derecho a una pensión de viudedad como consecuencia del fallecimiento de su esposa, con la que se había casado siguiendo la ceremonia del rito islámico. Entendió que se había vulnerado su derecho fundamental a la igualdad. No reconocer, sin embargo, la frontera que separa el espacio público del privado, la misma que separa la religión del Estado, ha sido fatal para el solicitante de amparo. El matrimonio de ese señor no cumplía los requisitos legales para ser eficaz ante los poderes públicos y el TC no tenía otra salida que denegar su petición. Sin embargo, un observador ajeno a los hechos del caso concreto puede sentir un sabor amargo en la boca que quizás le impida dormir con la conciencia (sociológica) tranquila y a pierna suelta. Me refiero a ese observador imparcial –si esa categoría es posible en la realidad- que cree que una convivencia justa en una sociedad abierta integrada por individuos de distintas culturas y convicciones religiosas sólo puede lograrse bajo el imperio de una Ley igual para todos los ciudadanos del Estado.

Se trata de un observador que pide para él lo mismo que otorga a los demás: que la esfera de sus costumbres e intereses privados, sin otra cortapisa que su acomodo a las leyes, sea respetada por los poderes públicos y que la actuación de estos últimos tampoco sea colonizada por interferencias de cualquier tradición, religión o instancia cultural (porque las tres pertenecen al ámbito privado de sus seguidores). Se trata de un observador abrumado por la omnipresente exhibición de poder –público- de una fe religiosa centenaria en España que rige desde las hojas del calendario oficial –aunque esto lo acepte con naturalidad- hasta el sistema fiscal, la financiación de la enseñanza que comulga con esa fe y varias ceremonias solemnes del Estado.

Como a cualquier otra confesión, se debe pedir a los musulmanes no su asimilación sino su integración en una sociedad de individuos libres e iguales sometida al imperio de la Ley. Naturalmente, los valores que expresa la Ley no nacen de la nada sino de un concierto fraguado y renovado a través del tiempo en el seno de las mayorías sociales. Pero hay que sacar del espacio estatal cualquier vestigio de poder de las confesiones religiosas. Sin excepción, afectando el desalojo –con la intensidad gradual que proceda- incluso a la confesión mayoritaria en España. No se puede exigir integración a las minorías religiosas desde el pedestal del etnocentrismo católico. Al menos el Estado no debería prestarle ningún altavoz.

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