“Por eso (por sus malas costumbres) arrojó Yavé de sí toda la descendencia de Israel, la humilló y la entregó en manos de salteadores, hasta arrojarla de su presencia...como lo había anunciado por todos sus siervos los profetas. E Israel ha sido llevado cautivo lejos de su tierra, a Asiria, donde está hasta el día de hoy.” (2 Reyes).
Sin dejar otra huella que la narración bíblica de su abrupto final, y como si hubiera sido engullido por la tierra, desapareció de la Historia el viejo reino samaritano. Después tembló sobre el recuerdo de los expulsados el silencio del Libro. Pero todos sabemos que la falta de escritura mata la vida humana (la de los pueblos y también la de los individuos). El hombre y la mujer necesitan un relato y al silencio del escriba de Yavé le sucedió un rumor desapacible como las cenizas de un incendio lejano que se propagó por las tierras del sur, dejando atrás, donde antes se extendían la campiña y las sirenas del Jordán, un vacío habitado únicamente por el lagarto y el escorpión. No era un cotilleo del telediario. El Reino del Norte había sido destruido por sus malas costumbres. Cualquiera, en las tierras del sur, podía escuchar la terrible admonición que desplazaba ese rumor de fuego. Cualquier hombre, desde entonces, sabría a qué atenerse si imitaba unas costumbres que, al parecer, estaban prohibidas: la expulsión de la tierra de Dios, que era tanto como apartar a los pecadores de la vista divina. ¿Qué podían hacer en aquellos tiempos los hombres y las mujeres que eran conducidos al ángulo muerto de la mirada de Dios? Puede que la ceguera de Dios les llevara finalmente al olvido de sí mismos.
Pero no adelantemos los acontecimientos y sigamos por ahora sólo el rastro de la narración literal, la descripción de la sentencia divina escrita en el Libro segundo de los Reyes, donde el relato es más informativo y registra, para su verificación por las demás fuentes disponibles, los datos de la Historia y la Geografía que testimonian el punto final de la existencia del pueblo y del último de sus reyes: “El año noveno de Oseas, el rey de Asiria (Salmanasar) tomó a Samaria y llevó cautivos a sus habitantes a Asiria, haciéndoles habitar en Jalaj y Jabor, junto al río Gozan, y en las ciudades de la Media.” ¡Pobre consuelo! Nada más dice la Biblia sobre un episodio tan desgarrador para las víctimas de la desgracia y también para sus hermanos, quizás más doloroso para unos hermanos que mucho tiempo después seguirían hablando de tan extraordinario suceso con la voz de la liturgia y los ritos del duelo. Es decir, con las llaves más afiladas pero también más tristes del recuerdo.
Porque, muerto Salmanasar y aniquilados los asirios por la cólera de Yavé, se imponía esta pregunta inquietante que se hacían a sí mismos los pobladores del desierto: ¿qué obstáculo impide a los israelitas regresar junto a nosotros, sus parientes del sur, los hijos del reino de Judá que también sufrimos luego el destierro de nuestro país pero hemos conservado las fuerzas necesarias para volver y plantar coles de Bruselas entre las ruinas de Jerusalén? ¿No son libres ya nuestros hermanos, de los que hace tanto tiempo nada sabemos, para emprender el camino de regreso al hogar?; ¿o es que tienen más cerca Montjuic que el monte Moria y les da pereza retornar a las cercanías de Sión? Puede que las costumbres de los rudos samaritanos -su violencia, su crueldad y su egoísmo- les hicieran aborrecibles entre nosotros, pero los hebreos de este lado del país tampoco somos trigo candeal. Volved, despreciables samaritanos. Compartamos nuestras miserias respectivas. No nos castiguéis evaporándoos como término de comparación moral, haciendo que nos ensañemos con nosotros mismos.. Nosotros, como los beduinos del oasis catalán, necesitamos un enemigo muy cercano y de vicios parecidos a los nuestros para ser medianamente felices. Juguemos de nuevo al ping-pong y que el futuro regale a cada uno su suerte. Los coreanos del sur no podemos vivir sin los coreanos del norte.
Pero a estos lamentos extemporáneos y mediocres, aunque cargados de sentido común, nadie respondía.
Las preguntas sin respuesta sólo pueden ser contestadas “desde” la fantasía. Y fue un narrador de ficciones llamado Esdras el que calmó la angustia de los judíos inventándose un accidente hidrográfico: el río Sambatión. Los israelitas no podían regresar porque en su marcha forzosa hacia el norte, en la ruta de las tierras de Asiria, habían cruzado, empapándose en ellas, las aguas odiosas del olvido, la corriente impetuosa y destructora de la memoria que transporta el río Sambatión. La leyenda era melancólica pero eficaz. Era como despedirse del padre moribundo al que realmente no verás nunca más diciéndole, mientras se disimulan las lágrimas ante la muerte irremediable: vete en amor y paz, padre querido, porque pronto volveremos a estar juntos.
Después los hijos de Judá fueron expulsados de su reino por segunda vez. En la diáspora milenaria la antigua añoranza se multiplicó, era un dolor por los hermanos perdidos, una nostalgia por la tierra perdida, y también un aullido narcisista de desamparo porque igualmente ellos, los hijos de Judá -¡el pueblo elegido!- habían sido llevados al ángulo muerto de la mirada de Dios. Pero no crea el lector a los autosuficientes por la gracia divina y a todos los que se apropian del Libro como si fuera un texto particular escrito sólo para ellos. Pues en este mundo tan extraño, ¿quién no ha perdido su casa, no encuentra a su hermano y permanece apartado de la mirada de Dios, aunque su misticismo extraviado le diga que él y sólo él es su elegido? No es un consuelo perfecto, ¿pero no es éste el mismo tiempo de toda la existencia humana, el tiempo eterno de los samaritanos? ¿El mismo tiempo? No, es peor. Muerta la fantasía de Esdras y su descendencia, desaparecidos los pueblos del norte y el sur y enterrados todos los dioses, los supervivientes ya sólo escribimos con una letra ilegible en el Libro de los Huérfanos. Después de los grandes incendios del pasado, ¿quién puede ser redimido por su falsa inocencia? Sólo la gente empeñada en fer país, las personas vanidosas y los pueblos elegidos por el dedo gordo de su dios grotesco.
Voy a recuperar, aunque sea a destiempo, la sensatez. Voy a rezar a una divinidad irrefutable. Voy a pedirle compasión, para los fantasmas desaparecidos y para los que todavía podemos hablar en nuestro nombre, porque todos somos carne de la misma carne.
Ofrenda al río Sambatión. Ahora que ya sólo soy una sombra de lo que fui, por fin te veo y me acerco a tu orilla, río del olvido. Me inclino ante ti. Si quisieras devolverme por un instante a mis hermanos sería mejor. Porque yo también me encuentro perdido, debo confesarte que precisamente en esta hora extraña tengo nostalgia de mí, del hombre que pude haber sido en compañía de mis hermanos. Yo no soy yo sin ellos. Yo, que hoy siento el vértigo de tu corriente y, aunque no he cruzado del todo tus aguas, noto que has empezado a borrar mis huellas para siempre. A no dejar vestigio alguno de mis andanzas, eterno y terrible río Sambatión.