El enigma del C-5, una jaula de grillos

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Luis Díez

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Imagen del submarino C-5 navegando en superficie. / sestao.wordpress.com

Los motores del C-5 zumbaban como si fueran un enjambre de abejas empujando una jaula de grillos. La discusión en el interior del submarino subía de tono. El comandante era el capitán de corbeta José de Lara y Dorda, un marino experimentado que sabía demasiado. Acababa de embarcar en Málaga, procedente del C-1, y casi nadie le conocía ni se fiaba de él. El jefe del comité de vigilancia, José Porto, el radiotelegrafista del buque, fue el primero en rebatir sus órdenes.

El sospechoso comandante proponía nada menos que cruzar el Estrecho de Gibraltar navegando en superficie. Porto le hizo saber que eso era una temeridad. El comandante argumentó que las fuertes corrientes del Atlántico podían escorar el submarino, dada su poca velocidad en inmersión. Porto se mantuvo en sus trece: si navegaban en superficie, aunque fuera de noche, se convertirían en un blanco perfecto para el enemigo, que poseía grandes refractores para controlar el Estrecho. La discusión subía de tono. El comandante apeló a sus galones e insistió en que si cruzaban a toda máquina (16 nudos) tardarían una hora y, además, la fuerte marejada arroparía el buque y pasaría desapercibido.

Según el relato de la geógrafa e historiadora Gabriela M. Cerrada, basándose en el testimonio del cabo Ramón Cayuelas Robles (Revista de Historia Naval, Nº53, pg.: 91 a 93. Madrid: 1996), aparte del comandante De Lara y del presidente del comité, en la cámara de mando estaban el capitán mercante Avelino Bernadal, el jefe de máquinas Eusebio Fernández y el tercer oficial y contramaestre Jacinto Núñez, que había mandado el sumergible desde su salida de Cartagena el 22 de agosto de 1936 hasta el puerto de Málaga, donde había embarcado el nuevo comandante con la orden de trasladarse a Tánger.

La discusión se saldó a favor del comité. Entonces el comandante trazó la ruta y se retiró a su camarote a descansar, dejando el barco en manos del contramaestre Nuñez y del capitán mercante Bernadal. “Sobre las dos de la mañana –recordaba el cabo Cayuelas–, un tremendo golpe nos tiró de las literas; el susto fue tremendo, el submarino quedó frenado bruscamente”. ¿Qué estaba pasando? “El comandante se precipitó a la cámara de mando y ordenó zafarrancho de combate… La popa del buque iba de un lado a otro sin que el barco avanzara. Por el periscopio supimos que estábamos varados de proa en una playa, más o menos frente a Tarifa”.

La situación era endiabladamente cómica, aunque no tenía ninguna gracia porque se hallaban en zona enemiga y si amanecía y los descubrían eran gente muerta. Rápidamente se pusieron a trasvasar el combustible de los tanques de proa a popa y a aligerar los lastres, aunque sin resultado positivo: la proa seguía clavada en la arena. “Después de varias tentativas sin resultado, el miedo empezó a aflorar en el ánimo de la dotación y, por primera vez, el comité acusó abiertamente al comandante de haber trazado mal la ruta”.

Según el cabo Cayuelas, Porto estaba furioso. Sospechaba que habían sido víctimas de la traición del comandante. Éste, por su parte, mantenía el temple y la serenidad. Bernadal y Núñez pedían calma y sensatez. El comandante aconsejó esperar al amanecer porque la subida de la marea ayudaría a desencallar, como, en efecto ocurrió después de haberse desprendido de buena parte del combustible. “A primera hora de la mañana nos alejamos, protegidos por una espesa niebla”, añadía Cayuelas.

Poco después llegaron a Tánger y se sumaron a la flotilla compuesta por el C-1 y el C-2, fondeados en mar abierta frente al espigón del puerto. El C-5 fondeó tan cerca de los otros dos como le fue posible para acortar el desplazamiento en los chinchorros a remo, pues la mar estaba revuelta. Tras conocer las órdenes de desplazarse al Cantábrico –bastante insólitas, habida cuenta de que el Mediterráneo y el control del Estrecho eran vitales para los suministros a la República y la derrota de los golpistas–, levaron anclas y, entonces, el C-5 envistió de proa contra la popa del C-1, provocándole unas averías que le obligaron a regresar a Cartagena.

Después, de acuerdo con el plan establecido, el C-2 y el C-5, cada uno con su ruta, emprendieron viaje hacia el norte. En los astilleros vizcaínos de Euskalduna, los responsables del C-5 verificaron que el submarino no había sufrido daños ni al encallar ni al golpear al C-1. Después se trasladaron a la base de Portugalete, desde la que comenzaron a operar.

De pronto reciben el mensaje de que el acorazado España, en poder de los franquistas, ha sido avistado en la zona. El C-5 sale a la caza. Es 31 de agosto. Lo avistan, tocan zafarrancho de combate y le lanzan dos torpedos. Los artefactos realizan una carrera muy corta y se pierden en el fondo del mar. El comité cree que el comandante De Lara ha vuelto a las andadas. Se acercan más al destructor enemigo y le lanzan otros dos torpedos. Pero los malditos proyectiles giran antes de llegar al buque y van a estallar en el cabo Mayor.

Tal es el mosqueo del jefe del comité, Porto, que, pese a ser sólo el radiotelegrafista, toma el mando del submarino y encierra al comandante en su camarote. El 3 de septiembre avistan dos Bous facciosos (barcos de pesca, armados para combatir) y ordena zumbarles unos cañonazos y quitarlos de en medio. Pero entonces aparece un hidroavión enemigo. Porto comprueba que el pajarraco trae malas intenciones; si les alcanza una bomba les puede causar un estrago. Libera al comandante y le pide que tome el mando. De Lara ordena inmersión de inmediato. La munición de cubierta se pierde, pero tanto da.

La situación se complica porque los franquistas entienden que una pieza de caza mayor como el C-5 no debe escapar viva, teniendo como tienen a su destructor Velasco a pocas millas. Alertan al buque y éste comienza a lanzar cargas de profundidad con tan mala suerte para los cuarenta tripulantes del C-5 que una estalla muy cerca del casco, a 50 metros de profundidad, y les funde el sistema de propulsión y los deja a oscuras. El submarino baja sin control hasta tocar fondo a 85 metros de profundidad.

Aunque el casco ha resistido el efecto de la explosión y no hay ninguna vía de agua, la avería es considerable. Durante veinticuatro horas intentan repararla sin obtener resultado. La tripulación tiene los nervios a flor de piel. Nadie acudirá a rescatarles y algunos se van haciendo a la idea de que el maldito submarino acabará siendo su ataúd. Sin embargo, no están dispuestos a aceptar aquel aciago y ciego destino y siguen forcejeando con los engranajes y las fuerzas de la electricidad. Cuarenta y cuatro horas después logran sacar el barco a flote.

Han sentido la angustia y la asfixia, se han salvado de milagro, están agotados, relatan la situación al mando y le comunican las averías y la necesidad de sustituir los equipos, pero el mando sospecha que se trata de una maniobra para regresar a Cartagena y les ordena seguir combatiendo. Corre la especie de que algunos comandantes, en vez de enfrentarse al enemigo se esconden en las profundidades, y eso les perjudica.

Unos días después, cuando patrullan la zona del cabo de Peñas navegando en superficie, reciben un radiograma sobre la posición del Almirante Cervera, el temido Chulo del Cantábrico. El otro gran enemigo en la zona fue el acorazado España y acabó en el fondo del mar frente a Santander la víspera del Primero de Mayo de 1937. A su hundimiento contribuyeron las bombas que le arrojaron a mano el aviador Antonio García Borrajo y su ayudante, desde un frágil Breguet. El buque chocó contra una mina de las que iba soltando el Velasco y se quedó sin hélice y con una gran vía de agua. Inmovilizado y con la tripulación en fuga, Borrajo realizó más de diez viajes llevando y soltando una bomba de cincuenta kilos en cada pasada, según me contó en 2006 en Madrid, en compañía de sus compañeros aviadores, ya fallecidos, José Montilla y José María Bravo.

Nada más recibir las coordenadas del Cervera, el radio Porto tomó el mando del submarino y ordenó navegar a su encuentro, pero en vez de mantener encerrado en su camarote al comandante De Lara, le ordenó que se colocara en el periscopio porque, al parecer, era el único que sabía medir la distancia por aquellas lentes y podía dar la distancia del blanco. Ya le tenían en el punto de mira y a la distancia adecuada, pero Lara paralizó la orden de Porto de abrir fuego porque se había interpuesto el crucero alemán Königsberg. Porto, furioso, fue a buscar su pistola para descerrajarle un tiro, pero el jefe de máquinas, Eusebio Fernández, y el contramaestre, Jacinto Núñez, lo impidieron.

Así estaban las cosas en el C-5 cuando una noche de mediados de octubre en que el buque se hallaba fondeado en la base de Portugalete, una cuadrilla de individuos armados sorprendieron a los marineros de guardia, los desarmaron, les dijeron que se largaran y se apoderaron de él. Eran gudaris que actuaban como agentes del gobierno vasco. El Estado Mayor republicano gestionó el desalojo con las autoridades vascas y el asunto se resolvió sin estridencias. El jefe de guardia, que era el cabo Cayuelas, fue sometido a un Consejo de Guerra, pero se salvó de la pena máxima porque amenazó al tribunal popular del submarino con divulgar en el exterior la escandalosa incompetencia del jefe del comité.

Cayuelas fue perdonado por indicación de Porto pero quedó relevado, en tierra y sin destino el 31 de diciembre de 1936, cuando, pasadas las siete de la tarde, el submarino salió del puerto de Bilbao para realizar una misión. Apenas 24 horas después, unos pescadores avistaron una gran mancha de aceite cuando regresaban a puerto, a unas once millas al norte de Ribadesella (Asturias). Hacía horas que la señal del C-5 había desaparecido. Algunos restos confirmaban que la mancha pertenecía al buque y que el submarino había sido hundido. Cayuelas había salvado la vida por segunda vez. Otros dos marinos –el radio José Tafalla y el auxiliar de máquinas Antonio Vilar– se salvaron porque estaban hospitalizados.

La incógnita sobre lo que ocurrió con el hundimiento del C-5, el primer submarino republicano perdido en misión de combate, sigue abierta. Hay conjeturas diversas que van desde el autohundimiento provocado por el comandante, aprovechando el despiste o quizá la celebración de fin de año a bordo, hasta un ataque del Cervera. En todo caso, Cayuelas dejó escrito en un libro que de no haber sido porque el comandante De Lara era simpatizante de los sublevados habría mandado al España y al Cervera al fondo marino. Su viuda obtuvo la pensión de guerra de las autoridades franquistas.

Después de la pérdida del C-5 vino la del C-3, cazado por los nazis en aguas de Málaga, la del C-6, bombardeado y hundido en Gijón y la del C-1, que sufrió una desgracia similar en los bombardeos de Barcelona, en el otoño de 1938. De los seis submarinos sólo quedaron el C-2 y el C-4, que se refugiaron en puertos franceses y fueron devueltos por los comandantes rusos a Cartagena. Siete años después de acabada la guerra, el 27 de junio de 1946, el C-4, bajo mando franquista, participaba en unas maniobras en Mallorca cuando emergió ante el destructor Lepanto, que lo partió en dos, enviándolo al fondo del mar con sus 46 tripulantes. La profundidad de la zona del accidente, a unas trece millas del puerto de Sóller, frente a la costa noroeste de Mallorca, es de 300 metros y nada pudieron hacer para rescatar a los marinos ni vivos ni muertos.

Capítulo anterior: "Los traidores del C-1, según Murato".
1 Comment
  1. @nosoylaetitia says

    Gracias. Fantástico relato.

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