Chile, la aristocracia del Cono Sur

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Joaquín Mayordomo

Camiones bolivianos esperando para pasar a Chile, en la frontera del lago Cungará, a 4.500 metros de altitud. / J.M.
Camiones bolivianos esperando para pasar a Chile, en la frontera del lago Cungará, a 4.500 metros de altitud. / Reportaje gráfico: Joaquín Mayordomo

El paso hacia Chile está situado a 4.500 metros de altitud, junto al lago Chungará y bajo la vigilancia perpetua del volcán Parinacota (6.348 metros), siempre nevado. Nada indica que hayamos dejado Bolivia... hasta que, al sellar el pasaporte, el funcionario atiende al viajero vestido de traje y corbata. ¡Extraordinaria elegancia en un paisaje sublime! Lo paradójico es que esta frontera, ahora polvorienta por ser la estación seca del año, acumula basura por todas partes. La orilla del lago es un gran muladar. La cola kilométrica que con frecuencia se forma, y la cantidad de horas muertas que pasan los camioneros aquí mientras tramitan el paso hacia Arica, explicaría esta acumulación de desechos. ¡Y eso que éste es el Parque Nacional de Lauca, un espacio natural inigualable en el mundo!

Hasta Arica hay 192 km de barrancos y curvas. Más de cuatro mil metros de desnivel entre unos montes terrosos que el autobús va salvando entre nubes de polvo. Hasta que de pronto aparece una cinta verde... La vega del río Lluta, fértil y bien cultivada, no nos dejará, ya, hasta llegar al Pacífico; un nuevo signo, éste, de que el viajero está en otro país; nada que ver con la agricultura paupérrima que acabamos de dejar atrás, en el Altiplano.

Arica, La ciudad de la eterna primavera, según los chilenos, goza de un clima envidiable –20 grados de media–. La distancia con Santiago (2.076 kilómetros) no es un obstáculo para que los capitalinos la visiten en cualquier época del año. "Hoy va a llover...", le digo al taxista, apuntando hacia el cielo plomizo. "¡No! ¡Jamás llueve aquí!", responde, tajante. "Puede pasar una decena de años sin que caiga una gota... ¡No, aquí nunca llueve!", se reafirma. "¿Usted es de aquí?", le pregunto, curioso. "No, no. De Puerto Montt. A 3.100 kilómetros... Como muchos, me vine buscando el buen clima. ¡Aquí se vive bien!", sentencia.

Y eso parece. Ni las nubes van a mayores ni la ciudad da muestras de estrés. Sus calles horizontales y rectas, peatonales algunas, limpias, acogen espontáneas actuaciones artísticas o puestos de bisutería y diversos objetos de consumo que los paseantes curiosean sin prisa mientras el sol va cayendo hasta hundirse en el océano. ¡Ni una chola se ve por aquí! Ni rastro de aquellos tinglados, centenares de puestos callejeros que ahogaban La Paz invadiendo sus calles y aceras; aquí no hay mendigos pidiendo, ni huellas indígenas...

La vida muelle es el mal del viajero y Arica puede ser un peligro. Así que nos vamos a Iquique. Pero antes visitamos la catedral de San Marcos, obra de Gustave Eiffel, y el cerro del Morro, promontorio costero que da abrigo a la ciudad y configura la bahía. Esta montaña es también un monumento-testigo, además de albergar un museo, de la Guerra del Pacífico o Salitrera que los chilenos libraron contra Bolivia y Perú, y que al tomarla, el 7 de junio de 1880, en un acción épica, según los chilenos, inclinó definitivamente la contienda a su favor. A los peruanos los empujaron a dónde está hoy la frontera, a 18 kilómetros; y a los bolivianos les dejaron sin Antofagasta, su salida al mar.

Pasear por la calle Baquedano en Iquique es como retornarse al pasado. / J.M.
Pasear por la calle Baquedano en Iquique es como retornar al pasado. / J. M.

Iquique es la leyenda... Aparte de ser puerto franco actualmente y lugar de vacaciones para brasileños y argentinos, lo que de verdad se "respira" en esta urbe de 200.000 habitantes son los aires de gloria y dolor (¡qué paradoja!) por su vinculación con la industria salitrera.

¿Pero qué era el salitre? ¿Por qué aquella guerra? La leyenda nos cuenta que un indio encendió fuego un día y la tierra se echó a arder; y aquel mismo día o al siguiente, el cura de la aldea cogió aquella tierra y abonó con ella el jardín... y sus plantas crecieron. Crecieron tanto, y tan deprisa, que lo pregonó el domingo en el sermón. Y así nació, más o menos, la fiebre del salitre que empujó luego a Chile a una guerra contra sus vecinos peruanos y bolivianos.

En síntesis, en la gran región de Atacama –dónde se encuentra el desierto más árido y seco del mundo– el salitre se presenta superficialmente en cantidades ingentes. Sus componentes químicos (nitrato de potasio, de sodio, y otros) resultaron ser un fertilizante eficaz para la agricultura. Pero, además, el salitre tiene otros usos: en medicina; para la fabricación de explosivos, vidrio, fósforos, gases, pigmentos o para la conservación de alimentos. Es decir, el "oro salitrero" cegó entonces a los hacendados de la región y a otros importantes hombres de negocios de EE UU e Inglaterra, sobre todo, que olfatearon enseguida la posibilidad de aumentar su riqueza. Pero Bolivia y Perú, dueños entonces del territorio, quisieron mantener el control estatal sobre la explotación del recurso, algo a lo que se opusieron algunos inversores extranjeros (ingleses sobre todo) que conspiraron con Chile para ocupar esta franja de tierra, llevando las fronteras a las que son actualmente.

Teatro municipal de Iquique. / J.M.
Teatro municipal de Iquique. / J.M.

Mas volvamos a Iquique. La calle Baquedano, hoy peatonal, con sus palacios y hermosas mansiones al estilo de Louisiana, construidas con madera importada de América, y el teatro municipal, que recuerda al de la Ópera de Manaos, en Brasil, aunque de construcción más modesta, son dos buenas muestras del esplendor y opulencia en la que aquellos magnates del salitre vivían. Siempre a costa de los miles de obreros a los que explotaban sin piedad. Hasta 60.000 llegó a haber, según algunos estudios, trabajando en estas minas de sal durante los años más prósperos, a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. Pero la gloria pasó. Y hoy, de las innumerables instalaciones que hubo en el desierto de Atacama, en la región de Antofagasta sobre todo, sólo quedan pueblos fantasma, ingenios ferrosos retorcidos, cementerios abandonados y vagones y maquinaria ferroviaria enterrada en el polvo.

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Drago López en su restaurante museo El Rincón Guachaca. / J. M.

También en Iquique nacería el movimiento obrero chileno. Las condiciones infrahumanas en las que trabajaban los empleados del salitre –no tenían prácticamente horarios ni días de descanso, les pagaban con fichas que luego se veían obligados a cambiar por alimentos en las tiendas de las compañías– propició que los trabajadores tomaran conciencia política, se organizaran y, finalmente, se pusiesen en huelga. En una de estas huelgas, más de 8.000 de estos míseros bajaron a la ciudad para denunciar con su presencia las duras condiciones de vida a las que se veían sometidos. La autoridad local les dio cobijo en la escuela pública de Santa María mientras se negociaban los nuevos acuerdos. Pero el ejército, alegando órdenes superiores, abrió fuego contra ellos, asesinando a sangre fría a más de 3.000; entre los muertos hubo también mujeres y niños, que de forma testimonial acompañaban a los huelguistas. Esto ocurrió un 21 de diciembre de 1907; un crimen que internacionalmente volvió a ser denunciado otra vez, en la década de los años 70 del siglo pasado, cuando el grupo Quilapayún  puso voz y música a la Cantata de Santa María.

Quizá por éste y otros sucesos parecidos, Iquique rezuma, todavía, un cierto aire anarquista. En el Rincón Guachaca (calle Manuel Rodríguez, 720) que regenta Drago López, un ácrata convencido, no faltan, como es lógico, recuerdos y objetos de la época salitrera. Recuerdos como las abarcas que utilizaban los obreros. Y con estos y otros cientos más, Drago ha hecho de su local un museo. Pero, además, aquí se escucha música en vivo, se sirve comida tradicional iquiqueña que se riega, si así se desea, con cerveza "de coca". "Que no coloca", aclara López, mientras va señalando entre los miles de cachivaches reunidos, a qué época o a quién perteneció cada uno.

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Valle de la Luna, en San Pedro de Atacama. / J. M.

La etapa siguiente nos lleva a San Pedro de Atacama, un lugar mítico que, para este viajero, ha supuesto la gran decepción del viaje. A San Pedro se llega tras recorrer 490 kilómetros por el más polvoriento desierto que uno pueda imaginase y pasar por Calama, una ciudad minera en el que se encuentra la mina de cobre más grande del mundo, la de Chuquicamata; mina "famosa" también porque hasta ella llegó el Che Guerava, en su mítico viaje por el continente –recreado en la película Diarios de motocicleta–  con el fin de seguir alentando ese sueño de liberación para la clase obrera.

Calama no es más que un cruce de caminos, nacida al abrigo del negocio minero y atrapada en sus garras. Aquí la población se está envenenando con el agua que contaminan las empresas. Los acuíferos, de los que el 80% se quedan las minas, están muy afectados. "¿Ve usted estas manchas blancas en mis brazos? Son por el exceso de arsénico que hay en el agua. Y cada día nacen más niños con cáncer... Vamos a morir envenenados", me cuenta María Magdalena de Matulic, mi compañera de asiento en el autobús que nos lleva a San Pedro, y activista del Grupo de Mujeres en Lucha por Calama.

San Pedro... ¡Ay, San Pedro! Puede que a este pueblo le ocurra lo que a la gallina de los huevos de oro: que acabe muriendo de éxito. Nada más pisar la calle Caracoles, vía principal de esta aldea remota que no tenía agua corriente ni luz eléctrica hasta hace 15 años, al viajero le entran ganas de huir. El espacio que se antojaba propicio para una "experiencia iniciática", rodeado de lagos salvajes entre nieves perpetuas a 5.000 metros de altitud, géiseres, volcanes nevados y valles increíbles como el Valle de la Luna, es ahora un laberinto polvoriento (o un barrizal en invierno), inundado de agencias de viajes (puede que haya más de un ciento) restaurante (más que viviendas), albergues, pensiones, hoteles... levantados en corrales, cuadras de ganado, barracas de madera... Una marabunta de gente, mochilera y en coches de lujo, que se desplaza en todoterreno o en pequeños autobuses, para explorar, devorar más bien, los secretos de esta región que cada día lo son menos.

Antenas de ALMA que configuran el observatorio astronómico más grande del muno. La foto está hecha a un cartel de sus instalaciones. / J.M.
Antenas de ALMA que configuran el observatorio astronómico más grande del muno. La foto está hecha a un cartel de sus instalaciones. / J. M.

De aquí, aparte de lo dicho, el viajero sólo se llevó la sensación de que le tomaron el pelo con los precios desorbitados en restaurantes y hoteles, el engaño continuo con la ambigüedad de si... no... deje usted la propina.  Menos mal que seis meses atrás habíamos reservado visita por Internet, que resultó ser muy, muy interesante, a ALMA (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array), el observatorio astronómico más grande del mundo. Éste está gestionado por una asociación sin ánimo de lucro formada por EE UU (25 antenas), Europa (otras 25) y Asia del Este (16). En total, 66 antenas móviles que conforman un único telescopio de 16 kilómetros de diámetro. ¿Y por qué está ALMA aquí? "Porque esta región es una de las más seca del planeta, la humedad relativa del aire apenas llega a un 5%; y esta es condición imprescindible para la mejor observación del espacio", explica Thais, la guía que nos acompaña.

Y, "visto el cielo", ya sólo queda huir de aquí. Dejamos San Pedro y volamos a Santiago. Un salto de 1.634 km. en apenas dos horas que el viajero entretiene observando cómo el paisaje desértico ocre desaparece sustituido por el tenue verdor de los valles, los bosques y, finalmente, las fértiles vegas en las inmediaciones de Santiago.

Santiago es final del viaje; pero antes es obligado conocer Valparaíso. Esta ciudad es famosa por su arquitectura colorista, colgada en abigarradas laderas, desniveles que se salvan tomando ascensores (no cogiendo, eh, que en Chile este vocablo invita a otra cosa) para, una vez arriba, perderse por calles oblicuas, escaleras interminables y, al caer la tarde, dejarse arrastrar hasta algún mirador de los que coronan las innumerables colinas. También Valparaíso es famosa por su vida atrabiliaria y por ser cuna de artistas –aquí está una de las tres casas, La Sebastiana, que el poeta Pablo Neruda legó al pueblo chileno–. Y es conocida, asimismo, por su ajetreo portuario, por los bombardeos sufridos a lo largo de la historia, por las guerras que soportó y por los dos terremotos que en 1730 y 1906 dejaron más 3.000 muertos cada uno, además de cientos de desaparecidos.

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Vista general de Valparaíso. / J. M.

En cambio, Viña del Mar, ciudad colindante, no tiene más historia que la de haber sido el lugar de descanso de los potentados porteños. Apenas a 20 kilómetros de Valparaíso, fue fundada a mediados del siglo XIX, cuando los propietarios de dos haciendas –en las que había viñedos, de ahí su nombre– decidieron urbanizar los terrenos y construir villas, palacios y pequeñas fincas de recreo para los prohombres que ya, entonces, renegaban del ajetreo y bullicio porteño. Hoy es una gran ciudad de 300.000 habitantes, limpia y aseada, a la que los santiaguinos acuden en masa para disfrutar de sus playas.

Fachada de la Universidad de Santiago. / J.M.
Fachada de la Universidad de Santiago. / J.M.

¡Y por fin en Santiago! Nos sorprende la energía que se respira en la calle; la belleza de sus edificios y la impresionante actividad cultural que se observa; la fuerza de los estudiantes que anuncian debates y mesas de reflexión por todas partes sobre la educación y la actualidad política del país.

El azar ha querido que nuestro hotel esté situado, frente con frente, con el portón nº 38, en la calle Londres. Cada mañana, al salir, pisábamos los adoquines con los nombres grabados de los torturados y desaparecidos por la DINA, el cuerpo policial represor de Pinochet. Desde luego no era la forma más alegre de empezar la jornada, pero el recuerdo de aquéllos nos estimulaba e invitaba a interesarnos aún más por un país que ha conseguido liberar a sus muertos y desaparecidos de la condena del olvido. ¡Bravo por Chile! El Museo de la Memoria y Derechos Humanos, además de ser un edificio impresionante, de suma belleza, que transmite serenidad, te hace llorar. Y un español llora por las vilezas que allí se contemplan, pero también de vergüenza. ¿Cómo es posible que en España, todavía, no se haya rescatado el honor de los miles y miles de muertos, asesinados durante la Guerra Civil? Contemplando las imágenes, escuchando los vídeos, leyendo los documentos que ha rescatado el pueblo chileno para sacar a la luz las tropelías de la dictadura, el viajero se araña en el rostro porque no comprende cómo en su país no se hecho casi nada todavía a este respecto.

Pero la calle es la vida. Y a ella volvemos. En las calles de Santiago uno se da cuenta que ésta rebosa por todas partes. Junto a las echadoras de cartas (varias decenas) instaladas al abrigo de la iglesia de los Dominicos, en la plaza de Armas una orquesta improvisa bailes tradicionales chilenos (como la cueca), y no mucho más lejos, en una esquina, como si estuvieran en el salón de su casa, varias decenas de ajedrecistas se afanan sobre los tableros mientras a su alrededor se arremolinan los curiosos.

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Vista general de Santiago al anochecer. / J. M.

El viaje concluye. Sólo queda subir al cerro Santa Lucía, donde el fundador de la ciudad, Pedro de Valdivia, plantó sus reales en 1541 para, desde aquí, dominar todo el valle, y al cerro San Cristóbal, desde el que se tiene una vista impresionante de la gran urbe que es hoy esta capital sudamericana de más de seis millones de habitantes. La noche se acerca: hacia el este las nieves perpetúas de los Andes reflejan los últimos rayos de sol y, de frente, esa gran luminaria que, in crescendo, al igual que una marabunta de hormigas devora lla planicie. Si Valdivia volviese, hoy no tendría dónde acampar.

2 Comments
  1. tocasla1948 says

    Gracias, amigo, por hacernos partícipes de tus sensaciones.Me ha gustado.

  2. Y más says

    Me encantó Valparaíso y su mercado de pulgas. Bonito reportaje.

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