Decíamos ayer: va Jordi Pujol y, al final de una conferencia en inglés en Nueva York, va y nos calza en catalán que le preocupa que Cataluña se encierre demasiado en sí misma “y que esto nos destruya como país”. “Hay dos maneras en que Cataluña puede diluirse, una que la diluyan por la fuerza desde fuera, y eso es malo, pero también te puedes diluir tú mismo si te encierras en tu casa sin querer ver nunca a nadie”...
Sabias palabras. Pero, ¿cómo hay que tomarse que sea precisamente Pujol el que diga esto? No parece propio de los viejos leones nacionalistas resaltar ciertos peligros. Se supone que para eso tienen doctores otras iglesias.
Pero ya que estamos en lo que estamos, ¿les he contado cómo conocí a Jordi Pujol?
Yo acababa de empezar a ganarme la vida (es un decir) como periodista cuando en una comida de Pujol con la prensa van y me sientan a su lado. El entonces muy honorable me repasó de arriba abajo, ceñudo. Y cuando menos me lo espero va y me espeta: “Niña, ¿tú ya lees?
Yo contesté entusiasmada que casi no hacía otra cosa. Él pidió más precisión: “¿Pero qué lees?”. Yo empecé a citar a mis autores favoritos, que en aquel momento incluían desde Federico García Lorca hasta Gabriel García Márquez pasando por... “Ah. Literatura”, me cortó Pujol, con inequívoco tono de decepción.
Definitivamente él no creía en la literatura. Para él cultura era Historia, era Filosofía, es una perpetua alta tensión del pensamiento. Jamás de la fantasía. No digamos de la intersección entre ambas cosas. De los incipientes reinos de lo imposible.
En aquellos años estaba muy de moda reírse de los catalanes que escribían en catalán (entre ellos yo) como de una gente carrinclona –en catalán, algo polvorientamente cursi-, incapaz de concebir cualquier idea de modernidad ni de arte. Pujol no ayudaba mucho al avance de las letras catalanas cuando en pleno mítin iba y proclamaba (esto lo escuché yo con estos tímpanos que se ha de comer la tierra): “¡Hay gente más brillante que nosotros! ¡Y más lista! ¡Pero ninguno que quiera a Cataluña más que nosotros!”
Glups. Entonces, ¿para ser catalán hay que ser tonto?, me pregunté yo, apesadumbrada.
Con el tiempo el president que no amaba la literatura se transformó para mí en fuente de inspiración literaria. Escribí en catalán una novela basada en su asesinato (El dia que va morir el president, Empúries 1999). Y estuve a punto de escribir otra mucho mejor que la primera, pero me distraje. ¿A lo mejor la escribo cualquier día en castellano, ahora que ya soy una autora plenamente bilingüe?
Esta era la sinopsis: un avión comercial sufre un accidente y se ve obligado a efectuar un aterrizaje de emergencia en un diminuto y desconocido país, una república insignificante que encima está a punto de ser invadida por la potencia regional más cercana. Los accidentados han caído en el peor momento, cuando todo el pequeño país se está armando hasta los dientes para la batalla final.
El rey de Microlandia –vamos a llamarla así- acoge a los pasajeros del avión en su palacio y les dice que no se preocupen: ellos se consideran extranjeros neutrales y serán evacuados a tiempo. Mientras esperan que les preparen otro avión les cuenta la historia de su desdichado país a punto de irse a la porra. Les habla de la armonía y la fidelidad de sus gentes. De sus grandes artistas. De sus gallardos héroes. Les pinta un mundo menor pero sublime, realzado además por la aparición de la joven y bellísima hija del rey, que viene a tocar el arpa para los invitados.
Al final se van todos menos uno. El más joven, guapo, inteligente, etc, ha quedado prendado de la hija del rey de Microlandia y de todo su mundo. Decide quedarse a luchar por este país que hasta hace unas horas no conocía como si fuese el propio. Decide dar su vida por el ideal.
Emocionado, Pujol le casa allí mismo con su hija y, ya emparentados, le pone al mando de su ejército y por supuesto le da carta blanca para ir y venir por todo el país, para que se haga una idea de dónde está todo antes de entrar en combate.
Y ahí empieza el lío. El tour de nuestro protagonista por Microlandia no puede resultar más sobrecogedor. Nada es como le habían dicho. Los pueblecitos supuestamente bucólicos son duros enclaves de mala muerte sin ley. Nadie ayuda, respeta ni conoce a nadie. Los campos se dejaron de cultivar hace tiempo. Nadie va a las fábricas. El paisaje es feo. El pan es amargo. La tierra sin sal. Es todo un horror.
En alas de la indignación vuelve a palacio. El rey ya le está esperando. Impasible escucha sus protestas, su desahogo y su frustración: ¿va entonces a desperdiciar su vida en la defensa de un país que no tiene nada que ver con lo que le habían dicho? ¿Que en realidad no es otra cosa que una gran mierda?
En estas entra la hija del rey, que al ver a su marido en ese estado, desesperada se arroja a sus pies. Y mientras la bella princesa llora, el rey clava en los ojos del visitante sus graves ojos históricos y le dice: “¿Y qué querías que hiciera? ¿Aceptar nuestra miseria y dejarnos desaparecer?”
Los que crean que semejante parábola resume la evolución de mis sentimientos personales hacia el catalanismo tienen razón.
Claro que otro tanto podría decirse de mis sentimientos personales hacia muchas otras cosas: el feminismo, el sexo, la izquierda...Todas esas cosas que –como ser catalana- yo antes asociaba con ser mejor persona.
Y no. O no necesariamente.
Cierto que a día de hoy casi ningún ideal ni proyecto colectivo es lo que era. Entre otras cosas porque no puede serlo. Porque el mundo cambia que te las pelas. Porque para renovarse hay que morir. Total o parcialmente.
Que un nacionalista como Pujol sea el que tenga que advertir de que Cataluña necesita “reinventarse” frente a la inmigración y otros retos a mí me preocupa. Y me atiza preocupaciones graves. Por ejemplo: ¿quién iba a imaginar que gente que presume de amar Cataluña tanto o más que a su coche oficial cuestionaría la idoneidad de un cordobés para ser president de la Generalitat? ¿O reduciría toda la política catalana a una especie de frívolo pim-pam-pum, donde gana el que más gorda la dice, y el que antes consigue que le llamen algo feo desde “Madrid”? O que cuando tú le avisas, oye, déjate de consultas independentistas, que al final se va a ver que sois cuatro y os va a quedar una Cataluña de monopoly, con la Cataluña real viviendo y votando otras cosas, y va el tío estupendo y te contesta, “y a mí qué, si yo soy de Valencia”?
Por todo lo antedicho yo podría ser excatalana. Pero no me sale del moño.
Y además pienso que más razón aún que Pujol –y que un santo- tiene mi marido. Que es de Madrid.
Mi marido dice que yo lo que soy es postcatalana. Catalana del futuro. Catalana de Nueva York, de la madre que me parió y del mundo. Que es de todos.
Que se vayan ellos.
Uauuuu, Anna: qué valiente y cuánta razón hay en tu divertido lamento. Que se vayan ellos, desde luego. Desde Espluga de Francolí, donde también se ha celebrado un referéndum de pacotilla, las cosas se ven como tú las dices, pero no hay relaños para hablar con calma sin que te castiguen a pudrirte al bosque. ¿Ostracismo? Eso es lo más suave a lo que te condenan aquí. Gracias por tu claridad y tu sentido del humor.
Gracias por tu sinceridad, me he sentido muy identificado con esta entrada.
El único problema de posts como éstos con que nos obsequias, tirando a bastante meditados y bastante centrados, es que en breve verás la caterva de mentesplanas del tres al cuarto que se te acercan. Y serán tantas que al final la mierda que sale por su boca acabará por acallar tu voz. En esta España que son dos o tres o diez españas de momento no hay hueco para posturas no sectarias como la tuya. Triste, ¿verdad?
ex catalán, postcatalán, ya no catalán, neocatalán, catalán accidental, excedente… sí, se puede ser catalán y dejar de serlo sin que nada pase. bueno, me lo he pasado muy bien con sus vueltas al señor pujol.