Se llama Marina Abramovic y nació en 1946 en Belgrado, por aquel entonces, Yugoslavia. Sus padres habían sido héroes de guerra con Tito. Sin eso no se entienden muchas cosas. Marina heredó de su madre una especie de “determinación comunista” de élite, algo fantásticamente contradictorio que le permite hacer cosas tan exquisitas como bestias.
Años 70 en Nueva York. Marina se graba a sí misma clavándose cuchillos entre los dedos. Marina danza alrededor de una estrella de cinco puntas ardientes hasta que salta dentro de la estrella y la falta de oxígeno le hace perder la consciencia. Moriría si el público de la performance no se diera cuenta de que su vida corre peligro y no la remolcara fuera de la estrella. Lo mismo la vez que, tumbada sobre bloques de hielo, se empezó a congelar.
Luego conoce al artista alemán Frank Uwe Larsiepen, alias Ulay, huérfano de un soldado nazi. El hijo de la esvástica y la de la estrella de cinco puntas se enamoran y se fusionan artísticamente. Pasan interminables horas con el cabello de uno trenzado al de la otra. O con Ulay apuntando una flecha al pecho de Marina mientras ella tensa el arco. O gritándose el uno al otro hasta perder la voz. Toda la voz. Los amantes se plantan frente a frente en el portal –estrecho- de la galería de un museo. Quien quiera entrar o salir tiene que abrirse paso a empujones entre sus cuerpos, por cierto desnudos.
Todo es provocación, miedo y dolor. ¿Acaso podía ser otra cosa? El arte de la performance, esa corriente alterna que una y otra vez electrocuta la Nueva York setentera, no habría tenido el mismo impacto sin el componente gore y estremecedor. Sin que el público se preguntara una y otra vez: pero será capaz, la tía. Se atreverá.
La Pasionaria yugoslava nunca ha defraudado. Una vez se puso a disposición del público para lo que sea, mujer agresivamente objeto. Desplegó una mesa con toda clase de utensilios con los que se podía "incidir" en su cuerpo. Hubo quien la besó. Quien le arrancó la ropa hasta la cintura. Quien pintó la palabra END en su frente. Etc.
La última performance con Ulay: se situaron uno a cada extremo de la Gran Muralla china y echaron a andar. Tardaron tres meses en encontrarse. Se dijeron adiós y no se volvieron a ver.
El dolor y el miedo, una vez más. Dicen que Marina (recién divorciada, a sus 64 años, de un escultor italiano 17 años más joven) a nada le teme tanto como al abandono.
¿Igual que Yugoslavia? Montenegro –de donde eran sus padres- invitó a Marina a representarla en la Bienal de Venecia de 1997. Todo el mundo, empezando por su galerista de Nueva York, le puso pegas políticas. Pero ella quería ir.
Hasta que el gobierno de Montenegro se indignó con lo que ella proponía –y hasta con el presupuesto, 100.000 dólares- y le retiró la representación. Pero Marina ya no renunció a su performance “Barroco Balcánico”. Mendigó un sitio libre en la Bienal. Le dieron lo que quedaba, un sótano fétido. Allí se metió cuatro días, encaramada a una montaña de huesos de vaca por los que corría la sangre y, con ese calor, también los gusanos. Ella fregaba los huesos mientras cantaba canciones de cuna de su país. Y lloraba.
¿Es posible representar esas cosas más de una vez, meterlas en un museo? Los puristas dicen que no. Y acusan a Marina Abramovic de traicionarse un poco a sí misma al permitir que el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MoMA, le dedique estos días una retrospectiva. Que incluye recreaciones de sus performances, realizadas por otras personas.
Tiene razón el sector crítico: no es lo mismo. No tiene nada que ver. Por muy bien adiestrados que estén esos actores ninguno tiene el carisma, el inusitado poder de convicción y de conmoción de la Pasionaria de Manhattan. Nadie alcanza la credibilidad de ella. Su autoridad sobre el absurdo.
A sus 64 años sigue siendo una mujer muy hermosa. Rostro clásico, pelo largo y brillante, ojos antiguos. La miro mientras escribo esto. No dejo de mirarla. ¿Cómo? Pues con el link a la webcam que adjunto aquí. Está conectada con el MoMA, donde Marina Abramovic acomete estos días la performance más ambiciosa de toda su historia.
La retrospectiva de su obra se inauguró el 14 de marzo. Se prolongará hasta el 31 de mayo. Marina estará siempre allí. El Artista Está Presente, se llama el proyecto. Marina sentada frente a una mesa y a una silla vacía que cualquiera puede ocupar. Durante todo el horario de apertura del museo al público.
El MoMA abre de 10.30 am a 5.30 pm (de Nueva York, hay que calcular que son seis horas menos que en España) excepto los martes, que cierra todo el día, los viernes, que cierra a las 8pm, y el primer jueves de cada mes, que cierra a las 8.45 pm. Se calcula que en total Marina Abramovic habrá permanecido allí sentada más de 700 horas.
Yo la primera vez que fui –sé que volveré- preferí no sentarme frente a ella. Me la quedé mirando de lado. Frotando el mineral de su perfil. La vibración quieta que de ella emanaba. Una fábrica de paz.
Se me ocurrió pensar que si alguien estuviera muy solo y desesperado en esta ciudad que veces se te clava como un áspid en el pecho siempre podría ir al MoMA y acurrucarse frente a Marina. Y por lo menos estos días tendría un ancla segura.
También se me ocurrió pensar que, si en los setenta Marina Abramovic provocaba inmolando su dolor y su cuerpo, ahora en los dosmiles vuelve a romper esquemas sacrificando lo último realmente preciado y virgen que le queda. Que nos queda. El tiempo. Las horas. Los minutos. Ese tesoro que sólo se posee cuando se desperdicia.
Todos teníamos prisa. Todos éramos homeless del tiempo. Menos ella.
Precioso, Anna; potente, como ella. ¡Qué raro es el arte, de todas formas!