El Tom Wolfe de la cárcel

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Wilbert Rideau, en una imagen de su blog. / Linda LaBranche

¿Sabía usted que la última cena de un condenado a muerte raramente se la come él, sino los otros presos, porque al interesado lo normal es que se le corte el apetito? ¿O que los “tipos duros” de algunas cárceles en Estados Unidos gustan de hervir una especie de sirope al que añaden heces –mierda pura, para entendernos- y que con eso escaldan a sus enemigos? ¿O que cuando un preso ha sido violado en grupo por primera vez ya se le considera una “tía”, un objeto sexual de dominio público a disposición de todos los machos del talego? Etc.

Todas estas curiosidades se narran en un libro de reciente aparición pero que ha tenido una elaboración larguísima. Su autor, Wilbert Rideau, pasó 44 años entre rejas por un crimen, atención, que SÍ había cometido. Esto no es una película. Wilbert Rideau atracó un banco a punta de pistola, se llevó tres rehenes y cuando trataron de escapar disparó a dos, que se salvaron, y apuñaló en el corazón a la tercera, una cajera, que murió.

Quedamos entonces en que Rideau era más culpable que Judas. Encima era negro y tanto sus víctimas como los miembros del jurado eran blancos. Le condenaron a muerte tras un juicio en el que su abogado no llamó ni a un solo testigo ni hizo nada porque se tomaran en cuenta otros factores: la juventud del criminal (19 años), su tremenda historia de abandono familiar y social, que no asesinó premeditadamente sino que perdió los nervios al final de un atraco fallido, etc.

Ya en prisión se pasó más de cuatro décadas –un franquismo y pico- apelando y reformándose. Lo cuenta en “The place of justice” (El lugar de la justicia), novedad editorial de Random House. El libro llama la atención por lo que cuenta y porque es obra de una especie de Tom Wolfe presidiario. Encerrado en uno de los penales más famosos de Estados Unidos –que, atención, se llama Angola-, Wilbert Rideau se hizo el amo del magazine de la prisión, The Angolite, con el que ganó algún codiciado galardón del periodismo americano. Devino corresponsal de la prestigiosa radio pública NPR y un documental codirigido por él llegó a estar nominado al Oscar.

En la página web de Random House se puede leer un avance del libro (en inglés, sorry) que concretamente cuenta su experiencia cuando permaneció en confinamiento solitario por más de doce años.

Las cursivas son mías. El escándalo espero que sea de más gente. ¿Se me ha entendido bien? Más de doce años metido en una celda aislada con cero o casi cero contacto con ningún otro ser humano que no sea un carcelero. Y aún éste, dosificado con cuentagotas.

Perdón si parece que considero al lector idiota. Nada más lejos de mi intención (ni de mis intereses). Pero de verdad me angustia la posibilidad de que no se me entienda bien. ¿Cala o no cala la idea de lo que es el confinamiento solitario? Eso que John McCain dice que era peor que la tortura cuando fue prisionero de guerra en Vietnam. Eso que casi vuelve loco a Terry Anderson, corresponsal de Associated Press en Oriente Medio cuando Hezbola lo mantuvo secuestrado siete años. Eso que a día de hoy padece una media de 25.000 presos comunes en cárceles de máxima seguridad de Estados Unidos. Como cosa de rutina.

Todo empezó en 1829 con un experimento en una cárcel de Philadelphia, en aplicación de la doctrina cuáquera de que aislar a un preso en absoluta soledad con una Biblia le impelía a redimirse sin remedio (valga la cacofonía, que es casi redundancia). Necesitaron hasta 1890 para darse cuenta de que en la práctica la mayoría de los presos que recibían este trato se suicidaban o se volvían locos o descendían a un estado vegetativo “sin utilidad alguna para la sociedad”. El confinamiento solitario entró en decadencia.

Hasta que en 1932 abre la cárcel de Alcatraz. Es una cárcel normal pero con muchas pretensiones, que incluyen un Bloque D para confinamiento solitario e incluso una supercelda de castigo a la que llaman el agujero y que es exactamente eso: una estrecha estancia de cemento, sin ventanas ni otra abertura que un agujero en el suelo, donde el recluso permanece desnudo, sin luz y con regulares entregas de pan y agua. En el agujero se pasaban días pero en el Bloque D se podían pasar años. La mala publicidad vuelve a hacer que el confinamiento solitario caiga en desuso.

En 1983 matan a dos guardias en dos conatos de motín en un solo día en la misma cárcel, donde se impone por primera vez el régimen de confinamiento solitario 23 horas sobre 24 de absolutamente todos los presos.

En 1989 se construye la primera cárcel de máxima seguridad para hacer este régimen no excepcional sino permanente. Son directamente penitenciarías sin cafetería ni patio ni tiendas ni talleres de trabajo ni nada de nada. ¿Para qué? El preso pasa 22 horas y media al día solo en su celda y la hora y media restante en un pequeño recinto donde puede hacer ejercicio, siempre a solas. La moda de construir cárceles así se extiende por más de una docena de estados y en 1994 se construye la primera penitenciaría federal de estas características. A ellas se destinan presos como Zacarias Moussaoui, uno de los conspiradores del 11-S, el famoso terrorista doméstico americano Unabomber, el exespía al servicio de la Unión Soviética Robert Hansen y en general cualquier preso que haya atacado a un guardia.

El tiempo de permanencia en este tipo de reclusión puede durar desde unos pocos meses hasta dos décadas, a pesar de que en 1995 un juez federal dictaminó que se trata de un castigo “al borde de lo humanamente intolerable”. Un estudio realizado en 2005 concluyó que había 40 cárceles así en el país y que cumplían condena en ellas 25.000 presos.

Dice el crítico de The New York Times que el libro de Wilbert Rideau le parece vitalmente interesante pero periodísticamente cansino. Que sobre todo al final pierde fuelle, le pesa el culo narrativo, se hace aburrido, etc. Yo puedo estar medio de acuerdo y añadir incluso un reproche extra: no veas cómo se idealiza a sí mismo metido dentro de esa celda. Se compara con Janis Joplin y a la vez se presenta como una especie de supermacho acorralado por las nenazas sin hombría (pero con porra) de los carceleros.

Vale. Pero es que si no se llega a convencer a sí mismo de que los tenía mejor puestos que nadie, igual no sale de allí con el cerebro en estado sólido. Muchos otros salieron hechos papilla.

A veces el mayor mérito del nuevo periodismo consiste en saber resistir.

Y tampoco está nada mal la dignidad con la que Wilbur Rideau remata la faena, ahora que es un hombre libre y que vive con una señora que le quiere y que le esperó: dice que la combinación explosiva de libertad y felicidad le tiene tan alucinado que madruga cada día todo lo que puede para no “perderse nada”.

Hay tanto que aprender. Desde dentro y desde fuera.

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1 Comment
  1. Eulalio says

    Qué bueno…

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