Se ha muerto Elizabeth Taylor, y desde aquí quiero rendirle pleitesía aunque sólo sea porque en ella pensaba cuando elegí el título de este blog: la-gata-sobre-el-teclado quería ser en efecto un homenaje irreverente a La gata sobre el tejado. Por una vez pensaba en la película, no en la obra de Tennessee Williams. En lo que parece, no en lo que es. En la vibrante superficie de las cosas sin fondo.
Se ha muerto Elizabeth Taylor (nunca tuvimos confianza, la verdad, y además me dicen que ella odiaba que la llamaran Liz) y yo leo los perfiles de su vida y de su obra que de repente nos inundan, unos con más gracia, otros con menos –sin duda la tiene que el autor del obituario de The New York Times, Mel Gussow, lleve muerto desde 2005- y me pregunto: si nos hubiéramos conocido, ¿nos habríamos llevado bien? ¿O nos habríamos tirado de los pelos? ¿Habría yo pensado de ella que era torrencial, pasional y fantástica, o una petarda de gran calibre? ¿Ella habría apreciado mi ironía o me habría chutado por pedante? ¿Nos habríamos podido tomar un gintonic (o los que sean) juntas? ¿Habría tratado de quitarme un novio o dos?
Se ha muerto Elizabeth Taylor y con ella desaparece un tipo de actriz, de estrella y de mujer que parece que ya no se fabrican, lo cual quizás sea una suerte. Para ella en primer lugar: fuera de la pantalla cansa mucho ser así. Llevar el peso de semejante belleza, semejante leyenda y todo lo demás. Sin ir más lejos ella se casó tantas veces en parte porque era insaciable, sí, pero también porque ni una sola vez consiguió evitar que su estrellato oscureciera el del marido, con los consabidos problemas que eso acarrea. Mil veces trató de camuflarse con el paisaje (hasta cogió peso voluntariamente antes de cogerlo sin querer), para que el Oscar se lo dieran a Richard Burton y no a ella. Misión imposible. Tan patéticamente imposible como cuando se casó con un senador de Virginia y trató de ser una buena mujercita de político en Washington. No salió bien. Tampoco tuvo mucho éxito cuando lo intentó con un obrero de la construcción. Etc.
Amiga a muerte de sus amigos, más cuanto más homosexuales y vulnerables fueran (más si eran simplemente Michael Jackson), Elizabeth Taylor se nos va y con ella migra todo el glamour de un tipo de feminidad fascinante pero que en la práctica sólo fascina a quien no la vive ni la padece. Desde luego ninguna feminista la consideraría un modelo a imitar. Si acaso, más bien a eludir.
Y en cambio a mí me gusta. No me gustaría ser ella ni como ella. Pero me gusta que ella lo haya sido. Que haya tenido, no sé si el coraje o la inconsciencia, pero en cualquier caso el aplomo, de hacer el bestia tan completa y apasionadamente como en general se cree que sólo puede hacerlo un hombre.
En sus últimos años fue noticia porque alguien publicó un libro sobre las cartas de amor entre ella y Burton, y esto reverdeció la idea de hacer una película sobre los amantes de película. Ella montó en cólera ante la simple mención de las candidatas a encarnarla, encabezadas por Angelina Jolie. Quizás la que más la recuerda de las de ahora. Pero qué pena cuando para tener peligro hay que poner esa cara de patíbulo y tatuarse la ingle y el esternón. Elizabeth Taylor era capaz de dar vicio repeinada a lo Esperanza Aguirre. Y eso sí que es terrorismo puro. Eso sí que es pura majestad.