La primera vez que me fijé en el nombre de José Antonio Vargas fue leyendo mi adorada revista favorita, que es y será siempre The New Yorker. Allí publicó José Antonio Vargas en septiembre pasado un perfil de Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, que partió con todo y levantó una polvareda de curiosidades, incluida la mía. Para entendernos: “La red social”, cinematográficamente una película magnífica, periodísticamente es a la verdadera historia de Zuckerberg lo que “Caperucita Roja” al estudio de la licantropía. A quien le interesen la verdad o por lo menos la complejidad irreductible de los hechos tiene que leer a Vargas.
Es un estupendo y respetado periodista que ha escrito en The Huffington Post y en The Washington Post, donde en 2008 formó parte de un equipo ganador del Premio Pulitzer por sus interesantes escritos a raíz de la matanza de estudiantes en el Instituto Politécnico de Virginia en 2007. Pero sin duda el notición de su vida acaba de darlo Vargas este mes de junio en el magazine de fin de semana de The New York Times. Ahí confesó al mundo que toda su brillantísima carrera periodística en Estados Unidos se basa en una mentira. José Antonio Vargas no tiene derecho a trabajar en ninguna de esas prestigiosas empresas. José Antonio Vargas es un inmigrante ilegal.
Llegó de Filipinas con doce años (ahora tiene treinta) en un avión donde le metió su madre, a la que no ha vuelto a ver desde entonces. Un hombre que él creía miembro o amigo de su familia, pero que en realidad era un coyote (uno que “pasa” profesionalmente ilegales a través de la frontera) lo condujo hasta Estados Unidos, a la casa de sus abuelos maternos, ellos sí, inmigrantes legales, pero sin el poder legal de traer a Vargas y a su madre, por ser esta casada.
Vargas mismo no se enteró de que estaba ilegal hasta cumplir los 16 años y tratar de obtener un carnet de conducir, que en Estados Unidos es como comprarse un cepillo de dientes. Fue a lo que él consideraba un puro trámite con su green card en la boca. Una funcionaria la observó cuidadosamente y se la devolvió con un susurro: “Es falsa. No vuelvas por aquí”.
Entonces Vargas no lo sabía, pero aquella funcionaria iba a ser la primera de una relativamente larga lista de buenos samaritanos americanos que le irían echando una mano detrás de otra a través de décadas de clandestinidad. EEUU es un imperio con dos caras. Un país bifronte donde la mitad conspiran para echarte si no tienes papeles, y la otra mitad para ayudar a que te quedes. Sobre todo si, como Vargas, eres de los inmigrantes que valen y aportan su peso en oro: dispuesto a trabajar duro, a llegar lejos, a ser de los más brillantes.
No faltan maliciosos que añadan en su cuenta de resultados: y además es gay. Lo cual incrementa el riesgo y el suspense de la situación (complicándole y hasta cerrándole la posibilidad de legalizar su situación a través del matrimonio) pero también, sin duda, el dramatismo de su caso. “¿Se atreverá la Administración Obama a deportar a un inmigrante ilegal que ha ganado el premio Pulitzer y que además es homosexual?”, preguntaba impertinentemente un comentarista de la Fox, tan abyecto que ni nos vamos a molestar en nombrarle. Vamos a dejar que su nombre se pudra en la oscuridad.
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Si esto fuera un máster de periodismo le estaríamos diciendo a los alumnos: el titular es que a Vargas le ha resultado mucho más fácil salir del armario como gay (y eso viviendo con sus abuelos filipinos y católicos) que como espalda mojada. A medida que su creciente éxito iba obligándole a saltar vallas profesionales cada vez más altas vivió condenado a la más incongruente de las contradicciones. Por un lado se gana la vida con un oficio donde la verdad es sagrada. Por otro lado tiene que mentir sistemáticamente para tener trabajo. Falsificar incontables papeles para obtener un carnet de conducir en Oregon que le dio de margen hasta febrero de este año para ir pasando la maroma. Eso sí, sin poder permitirse el lujo por ejemplo de viajar al extranjero. Ideal para un periodista de primera línea. Y para alguien que tiene a su madre en Filipinas.
Cuenta Vargas que cuando en febrero pasado expiró su licencia de conducir de Oregon contra todo pronóstico consiguió una de Washington que no expira hasta 2016. En teoría podría seguir mintiendo hasta entonces. Por lo que sea no se ha atrevido o se ha hartado. Ha dicho que no quiere seguir viviendo así y ha dado la cara. Y que sea lo que Dios y Obama quieran.
Dice que se decidió después del fracaso de la DREAM ACT, la ley impulsada por hijos de inmigrantes ilegales, ilegales ellos mismos, pero criados y escolarizados en Estados Unidos y americanizados hasta tal punto que deportarlos no es que parezca una injusticia, es que parece el colmo de la esquizofrenia. Como si un árbol se arrancara sus propias hojas. Vargas es el caso más espectacular. Pero no es el único. Hay y habrá muchos como él.
Entonces ahora la gran pregunta es: ¿qué va a hacer Estados Unidos con Vargas, después de que Vargas le haya echado este pulso?
Vargas trató de que su historia saliera publicada en The Washington Post, que fue su alma mater periodística, pero no lo consiguió. Seguramente temían y temen represalias. No encubrieron la situación de Vargas conscientemente (aunque algún buen samaritano del staff lo sabía) pero tampoco la comprobaron suficientemente, como es obvio. Todo eso puede tener consecuencias legales. Aunque más gordas son aquellas a las que se enfrenta el propio Vargas. Con la ley en la mano, pueden deportarle mañana y exigirle esperar DIEZ AÑOS antes de volver a intentar entrar legalmente en Estados Unidos. Diez años para recuperar la vida que ha construido durante veinte.
¿Se atreverán? De momento parece que no, que la Administración, incómoda, mira hacia otro lado, musitando excusas como que este caso “no es una prioridad” y que las deportaciones fulminantes están más bien pensadas para gente que amenaza la seguridad nacional. No como Vargas, que ha entrevistado a miembros del gobierno y ha cubierto periodísticamente cenas de Estado. Todo ello con el Servicio Secreto dando por buenos una y otra vez sus papeles falsos. Y es que a veces los papeles son falsos pero dicen la verdad. Cualquiera con dos dedos de frente puede ver que Vargas es más americano que el monumento a Lincoln.
Ya sólo les falta coger todo eso que todos ellos saben que es verdad y ponerlo por ley. Y cumplirla a rajatabla.
Arriba Vargas. Y qué bien escribes, coño.