Confieso que hace rato que me he perdido, ¿y ustedes? ¿Alguien que no sea político ni economista tiene manera de saber seguro si con el resultado de la última y dramática cumbre del euro vamos bien o vamos mal? Si Londres se sale, ¿es porque David Cameron no resiste ciertas presiones o porque las resiste demasiado? Hace falta mucha más disciplina fiscal, eso ha quedado claro, pero, ¿bastará ese sacrificio para resolver el desastre de competitividad de la economía española? Rugen los neokeynesianos que gastar menos dinero público en plena crisis aminora las posibilidades de recuperación. Pero no nos explican por qué gastándolo a espuertas tampoco hemos levantado cabeza, excepto para vivir en una nube de pelotazos que abarcan a la entera sociedad, desde el rico que evadía (y evade) millones en impuestos hasta el presunto pobre que se cogía (y se coge) bajas laborales fraudulentas o se hace despedir para cobrar el paro e irse un añito a estudiar inglés al extranjero, pagando mi menda lerenda y todos los demás curritos. En lo único en lo que coinciden zurdos y diestros es en que nos hace falta un nuevo motor económico. Pero nadie se atreve a señalar cuál.
El mismo día de la cumbre del euro, mientras entretenía mi perpleja e ignorante espera cazando por la red opiniones de expertos y no tanto, me topé con una noticia que me heló la sangre. Un hombre desahuciado en L’Hospitalet de Llobregat, provincia de Barcelona, se ahorcó en plena calle después de que le echaran a él, a su mujer y a su hija menor de edad de un piso vacío de la inmobiliaria Adigsa en el que se metieron de una patada después de perder este hombre su trabajo, acabársele el paro y no poder pagar un alquiler. Diferentes noticias abundaban en detalles escabrosos como que este hombre había intentado realojar a su familia en un albergue municipal, se lo habían denegado, y de ahí al ahorcamiento.
Me quedo helada leyendo esto y leyendo la fecha de la noticia, que no es del día, ni del día antes. Es decir, que es una noticia vieja, pero yo no me había enterado. ¿Cómo es posible que no te enteres de una cosa así?, me pregunto con verdadero sudor frío. ¿Cómo es posible que en el mundo pasen semejantes cosas y no salgan en portada? Hago una búsqueda y encuentro informaciones que se hacen eco del mismo caso fechadas en noviembre de 2011 pero también en junio. A una parte de mí le chirría el dato. Se me pasa por la cabeza: ¿y si fuese una historia viral, una tragedia inventada? Inmediatamente me avergüenzo de haberlo pensado. ¿Sería menos grave vivir en un mundo donde resultan verosímiles noticias así?
No han pasado ni veinticuatro horas cuando, haciendo un transbordo multitudinario en el metro de Sol, paso por delante de una mujer que mendiga. Sin duda el número de mendigos se ha disparado exponencialmente en los últimos tiempos. Tanto que a veces te los quitas de encima como antes la gente se zafaba de la Cruz Roja o el Domund: “¡Oiga, que yo ya he dado!”. Esta mujer que pide en un pasillo del laberinto de Sol no merece ni media mirada de la mayoría de apresurados. Yo misma paso de reojo. Aunque no lo suficiente como para dejar de ver algo que me deja tan horrorizada como la noticia del ahorcado.
La mendiga, de unos cincuenta años, presenta un rostro totalmente desfigurado. La cuenca del ojo derecho está vacía. Quiero decir que no hay ojo. También le falta media nariz. Su aspecto sugiere cosas terribles, desde la lepra a que alguien le haya echado ácido en la cara. Mi primera reacción es sofocar un grito, apartar la vista y apretar el paso. Además el tren está a punto de efectuar su entrada en la estación.
Un segundo después me corroe el horror de mi horror, llamado en familia remordimiento. A esa velocidad con que a veces se piensa mucho más rápido y mucho más globalmente de lo normal, recuerdo un fragmento temprano de La forja de un rebelde de Arturo Barea, libro que sucede que me estoy leyendo, donde se menciona a una mendiga en el Madrid de principios de siglo con la cara tan desfigurada que en lugar de atraer limosnas las espantaba. La gente huía de ella como de la peste. Tenía que cubrirse la mitad del rostro para salir a pedir.
A esa misma velocidad demoníaca -¿o divina?- a la que estoy pensando visualizo un billete de cinco euros que tengo en la cartera y que hace media hora he estado a punto de gastarme en algo que no viene a cuento...pero en el último momento me contuve. No me gasté los cinco euros, yo que con crisis y todo soy tan insobornablemente manirrota. Por una vez hice alarde de seny catalán y mantuve aquel pequeño billete pegado al cuerpo. De repente comprendo que no era seny sino premonición, uno de esos relámpagos proféticos que (lo juro) me sacuden a veces. Ya con mi tren entrando en la estación vuelvo atrás y le entrego los cinco euros a la mujer desfigurada. Ella me mira con agradecimiento pero sobre todo con una gran naturalidad, casi complicidad, como si me hubiera estado esperando. Me siento muy aliviada porque el billete cambie de manos sin indignidad para ninguna de las partes.
No pierdo el metro porque tanto su llegada como su salida parecían estrictamente calculadas para que yo tuviera tiempo de hacer lo que tenía que hacer. Incluso queda un sitio libre para sentarme. El tiempo y el espacio se me ajustan como un guante, exactamente igual que ocurre en los sueños y, ya digo, con las grandes intuiciones.
Ahora que la mendiga desfigurada del metro ha quedado atrás no se me va de la cabeza la mendiga de Arturo Barea. Barea fue movilizado forzoso a Marruecos en los años veinte. Vivió las matanzas de Melilla, la derrota de Annual, el salvaje contraste entre la leyenda heroica que las tropas españolas tenían entonces en la península y la cruda realidad de un escenario de torpeza, maldad, bastante más cobardía que gallardía y mucha, muchísima corrupción. Enfermó gravísimamente de tifus y le dieron dos meses de permiso durante los cuales se reencontró con un Madrid que casi le acaba de volver loco. La miseria de siempre, o peor, empujando por todos lados. Pícaros por abajo, corruptos por arriba, la guerra en África llevada al disparate para dar salida a los productos de ricos caciques metidos a industriales militares en Guadalajara, los negocios sucios alcanzando a la Corona y desacreditándola, una sensación de ahogo, de que no hay forma humana de salir adelante, combinada con la sensación de que todo está podrido…
Tres cuartos largos de siglo después estamos igual...¿o peor? Porque en los años veinte y treinta en España el que era pobre siempre tuvo claro que lo era y lo que implicaba serlo. Y yo, atención, me pregunto: si a partir de aquel fatalismo fue posible que estallara lo que estalló, ¿qué no podrá estallar ahora, que más que faltar esperanzas, sobran desengaños?
En momentos así es siempre grande la tentación de ponerse estupendo y revolucionario y animar a la gente a tirar por el camino de en medio, okupar edificios, romper los escaparates del gran capital, etc. Qué gran plan…para que lo ejecuten otros, claro, como ese pobre hombre ahorcado en L’Hospitalet. Y es que entrar de una patada en un piso que no te pertenece puede ser humanamente conmovedor y hasta glorioso, pero no le ha salido nunca bien a nadie. Tarde o temprano te desalojan y estás peor, mucho peor. El único que está mejor es el trotskista de salón que con su salario intacto y su vida resuelta se puede permitir que le vaya la marcha.
En fin, que en momentos como este hay que hilar muy fino, finísimo, no permitirse análisis ni consejos irresponsables y hacer un esfuerzo ímprobo por tener razón. Por ofrecer algo positivo que lleve a alguna parte. Trabajamos con cero errores y con menos cero (¡por favor!) de mala fe.
La diferencia entre la mendiga de Barea y la del metro es que la primera no trabajaba para una mafia de gitanos rumanos sino que cargaba ella sola con su pobreza.
Una vez más, no entiendo al 15-M. ¿Cómo se puede desahuciar y/o desalojar una vivienda vacía?
By the way, la mujer del metro puede que trabaje para una mafia, pero seguro que algo de los cinco euros le van a caer. Con eso tengo bastante, que decía áquel.
«Ofrecer algo positivo que lleve a alguna parte», he ahí la cuestión. Estaremos en ello, Grau.
Hombre Jonatan, diria que mafias y redes pedigüeños organizados las hay ahora y las habia antes.
JOer, me he deprimido leyendo este artículo. Pero tengo un pensamiento: ¿y si el mundo no es que vaya mal sino que es ni más ni menos así: corrupto, malvado, mezquino con algún destello de altruismo probablemente compensatorio de alguna falla de la personalidad? Nada, que lo digo por animar.