Con el fallecimiento de Manuel Fraga Iribarne la noche del domingo 15 de enero en Madrid, a los 89 años de edad, desaparece un político culto que fracasó personalmente en casi todas las empresas y sólo acertó cuando evolucionó y cambió de parecer. Acertó cuando, en el ocaso de la dictadura, de la que era embajador en Londres (1973-75), comprendió que la única salida para España era la monarquía parlamentaria. Acertó cuando desde sus postulados aperturistas a velocidad caracol, que diría Cortazar, aceptó el libre juego de los partidos políticos y creó Reforma Democrática (1976) y luego con otros exministros de la dictadura (Los siete magníficos) concurrió a las primeras elecciones democráticas de 1977 con Alianza Popular, arrastrando a una parte de la derecha inmovilista hacia la aceptación de la democracia. Acertó cuando de su rechazo a la legalización del Partido Comunista pasó a descubrir que los comunistas españoles eran gente de paz, tan patriotas como él, con los que se podía hablar. Acertó cuando de su intransigente defensa de la pena de muerte pasó a aceptar su supresión en la Constitución, de la que fue ponente (1977-78). Y acertó, en fin, cuando de su rechazo a la configuración del Estado autonómico como solución a los nacionalismos irredentos evolucionó hasta convertirse en adalid del autogobierno y presidente de Galicia durante quince años (1990-2005). Después fue senador por dicha comunidad autónoma hasta las elecciones del 20 de noviembre pasado.
La figura de Fraga, presidente y fundador del Partido Popular (PP), que si no venció reyes moros engendró quien los venciera –como le gustaba decir en alusión a su incapacidad de derrotar a Felipe González y al PSOE hasta que cedió el mando del PP a José María Aznar– no deja a nadie indiferente, ya sean detractores o aduladores. Sus meritos fueron tantos como sus errores, que fueron bastantes, sobre todo, cuando, muerto el dictador, el presidente Arias Navarro le nombró ministro de Gobernación y en cuatro meses demostró que podía ser un desastre (Montejurra, matanza de trabajadores en Vitoria y en Granada o fuga de etarras de la cárcel de Soria, por recordar algunos episodios). Pero su principal mérito fue acercarse al adversario y llegar a comprender que sólo con renuncias por ambas partes se podía sacar España adelante. Y para Fraga, como rezaba su primer lema electoral, España era lo único importante. Tras la desintegración de la Unión de Centro Democrático (UCD) en 1982, consiguió aglutinar en Coalición Popular (CP) y después en el Partido Popular (PP) a las fuerzas conservadoras neofranquistas (los azules les llamaban), los propagandistas católicos, los democratacristianos y los liberales. Su mérito político fue extraordinario si tenemos en cuenta que entonces, pese a haberse aprobado la Constitución, todavía la derecha se mostraba renuente a la formación de un partido político unido y sólido. Y eso sin contar que algunos sectores todavía alimentaban las tendencias mesiánicas, pretorianas y golpistas en las Fuerzas Armadas.
Para los periodistas españoles, Fraga fue el ministro que en 1966, en plena dictadura, suprimió la censura previa de prensa e imprenta, aunque la mantuvo en la radio, el cine y la televisión. Como ministro de Información y Turismo (1962-1969) le resultó bastante difícil convencer a Franco de que la censura de periódicos, revistas y libros producía más perjuicios que beneficios, ya que proyectaba una imagen negativa de la patria y alejaba a los turistas de los kioscos y librerías. Según Manuel Vázquez Montalbán, podemos imaginar la resistencia del dictador a que se publicasen en España libros marxistas y periódicos críticos con su poder, y reconocer la habilidad de Fraga en convencerle. ¿Cómo lo hizo? Explicándole que el modelo de censura más eficaz fue el de la Inquisición. Los editores podían imprimir lo que quisieran sin pasar la criba del censor de imprentas –es decir, sin censura previa–, pero a continuación venía el clero con la rebaja y castigaba severamente a quienes tenían libros y publicaciones incluidos en el índice. Con la ley Fraga, salvando la distancia histórica, ocurriría otro tanto: habría libertad de imprenta, pero a continuación, por orden gubernativa, se podría multar a los editores irreverentes y críticos con el poder, se suspendería la circulación de periódicos, libros y revistas con contenidos indeseables y se secuestrarían las tiradas, lo que les acarrearía tales perjuicios económicos que ya se cuidarían ellos de aplicar la censura previa. El dictador quedó tan convencido que dio el visto bueno al proyecto del joven e impetuoso ministro, aquel don Manuel que escribió más de 90 libros. Descanse en paz el hombre que llamaba al periodista “mi querido amigo”, se cabreaba si le interrumpías: “No me interrumpa cuando estoy hablando”, y se reía para sí cuando le replicabas: “No me interrumpa usted cuando le estoy interrumpiendo”.
Muy esperado en el infierno
«Arias Navarro le nombró ministro de Gobernación y en cuatro meses demostró que podía ser un desastre (Montejurra, matanza de trabajadores en Vitoria y en Granada» Esto no es un «desastre» si no un delito contra la humanidad que no prescriber y por el que debía haber sido juzgado como Videla y tantos otros colaboradores suyos en Argentina. Pero españa es diferente y a los terroristas de estado y los dictadores genocidas los mantenemos en los altares de la patria y se persigue a los jueces que tratan de investigar los delitos «contra la humanidad de esta gentuza». Luego vendrá Marlasca a prohibir no sé qué del terrorismo, pero a estos tipos no se atreve a tocarlos.
magnífico ¡¡
Cuando se enfadó con Fidel Castro porque entendía que el cubano vulneraba los derechos humanos, se despidió abruptamente diciendo: «Comandante, ya nos veremos en el infierno». No debe ser mal sitio para quedar con el Bush y el Ansar y la botella, pero de ron.