¿Y si tienen razón todos y ninguno?

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Marta tiene ahora sesenta y muchos años, que fueron veintitantos a principios de los 70. Veintiloquesea es una edad aparentemente genial para zambullirse de cabeza en la democracia y para estrenar toda una gama de nuevas libertades cuyo solo recuerdo provoca escalofríos de gloria. Para la que se enteró, claro. Porque a Marta le da hasta vergüenza acordarse de lo ingenua que era ella entonces, de lo poco que le pedía al mundo. Y al gobierno.

Si la libertad política la pilló algo despistada (se pasó semanas dudando entre votar a Adolfo Suárez, Manuel Fraga o Felipe González…), la libertad sexual la pilló con el pie definitivamente cambiado. Para ella ya era tarde: ya se había casado y ya había tenido dos hijos con un señor, su marido, del que mejor no vamos a hablar. Dejémoslo en que era un hombre de su época, y en que hay épocas especialmente propicias a ser un cabrón.

Marta no había tenido especial interés en ser madre a los veinte años, y sin duda no estaba preparada para ello. Pero, ¿quién te pedía tu opinión entonces? Y si se te ocurría expresar frustración o descontento por tener la maternidad y las labores del hogar como horizonte único, si te ahogaba una desesperación negra por no haber podido estudiar ni prepararte para ganar tu dinero, para no tener que oír en casa la infame cantinela “quien paga, manda”, ¿no eras un monstruo, no estabas loca de atar? ¿No te llevaban al psiquiatra si desarrollabas cierta aversión a cuidar de los niños y a follar con el que pagaba la “juerga”?

Después del divorcio Marta atravesó una fuerte depresión amenizada con gin-tonics y optalidones. Semejante cóctel casi ahoga para siempre toda relación con sus hijos, en particular con la niña, María. Con todo el horror que eso supone, la madre envidiaba con saña a la hija por tener todo lo que ella nunca tuvo: acceso a los estudios, posibilidad de anteponer la realización laboral a la familiar si ese era su deseo, de irse de viaje o incluso a vivir con su novio sin casarse, etc. Marta veía a su hija y detrás de ella a miles de mujeres marchando decididas hacia un mundo mejor…y dejándola a ella atrás. Aplastada por la violencia estructural de haber nacido antes, con un espíritu de después.

Ni ella sabe cómo y de dónde sacó fuerzas para reaccionar. Para salir de casa, conocer gente, conectar con otras mujeres que sentían lo mismo que ella pero que tenían más claves, y que le hicieron ver: a) que ella no tenía la culpa, o por lo menos, no toda b) que estaba mucho más en su mano de lo que ella creía tomar las riendas de su propio destino.

¿Dónde pone que para ser libre hay que ser joven? Marta ya era una mujer madura cuando palabras como izquierda, feminismo, etc, empezaron a cobrar un sentido que no fuese estratosférico y fantasmagórico. Se movilizó a favor de la despenalización del adulterio femenino, del divorcio justo y, por supuesto, del aborto libre y gratuito. Firmó manifiestos, llevó pancartas en la calle, puso dinero en colectas. Perdonó al mundo por haber nacido. Hizo las paces consigo misma y con su hija María. Descubrió lo maravilloso que era que por primera vez en mucho tiempo pudieran estar la una orgullosa de la otra. Le juró y se juró proteger a la niña de sus ojos para que nunca, nunca, nunca, padeciera lo que ella había padecido.

Cuando María se quedó embarazada a la misma edad que su madre, como ella sin querer (solo que en su caso fue un accidente, no una imposición), no lo dudó un segundo: abortaría. Tener un hijo no venía a cuento. Simplemente no quería. Su madre fue la primera que la animó: “No hagas como yo, no se te ocurra tirar tu juventud por el retrete”. Hubo algunas tímidas objeciones por parte del co-autor del accidente, el novio de María, pero esta le hizo callar con el fulminante e inapelable argumento de que era el cuerpo de ella y ella decidía. La opinión de él podía ser interesante, pero vinculante, jamás.

Llegó el día fijado para la intervención, necesariamente discreta porque a los dos les pareció mejor no acogerse a ninguno de los supuestos legales para la interrupción legal del embarazo. Mejor evitar el papeleo y, sobre todo, la publicidad. María llegó a la clínica algo nerviosa pero llena de determinación, dándose cuenta una vez más de la suerte que tenía de no ser su madre.

Además del día, llegó la hora. María desapareció tras una puerta blanca. Su novio se quedó en recepción. Le habían dicho que, de no surgir complicaciones, ella no tardaría mucho. Que sería como esperar a que saliera del dentista.

No le habían mentido. María volvió al cabo de relativamente poco tiempo, y caminando por su propio pie. Sin complicaciones pues. ¿O sí? Porque la María que salía no parecía la misma que entró. Volvía mucho más seria. Y más pálida.

-¿Cómo ha ido?

-Bien.

-¿Te han hecho daño?

-No.

-Entonces, ¿por qué lloras?

-No estoy llorando.

-Perdona, me pareció. ¿Te has sentido mal? ¿Te has sentido…-el novio baja la voz, avergonzado-…culpable?

María levanta la cabeza y niega con dignidad.

-¿Cómo te has sentido?

María toma aire. Lo suelta. Lo vuelve a tomar y al fin dice:

-Estafada.

Y ahora sí, se echa a llorar. Brutalmente. Y hasta hoy.

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