Hay que ir a ver Lincoln, de Steven Spielberg y Daniel Day-Lewis (a dios lo que es de dios, y al césar lo mismo). Hay que ir porque es una película muy buena, maravillosamente narrada e interpretada. Y porque se aprende mucho viéndola. De cine y de política.
Consume casi toda la película el dilema casi hamletiano que atenaza a Abraham Lincoln cuando por un lado tiene que acabar de una vez la guerra civil americana (llevan ya 600.000 muertos…) y por otro lado antes de acabarla tiene que conseguir aprobar una enmienda a la Constitución de su país que declare ilegal por siempre la esclavitud. No es fácil lograr ninguna de las dos cosas por separado. A la vez da toda la impresión de que va a ser imposible. Pero para eso, claro, se inventó la política.
Es hermosa la cantidad de paradojas por metro cuadrado de celuloide que te depara Lincoln. Para empezar, el hecho de que eran los republicanos los que peleaban por liberar a los negros mientras los demócratas se aferraban a la esclavitud. Dentro de los mismos republicanos había divisiones sangrantes (literalmente). Una de las escenas más conmovedoras tiene lugar cuando toma la palabra ante el Congreso Thaddeus Stevens, un republicano de armas tomar, orador temible, temperamental y muy cáustico, considerado un radicalazo para la época por pensar y decir lo que a día de hoy todos decimos o pensamos (o deberíamos) sobre la igualdad entre blancos y negros. Para que la difícil enmienda salga adelante, algo que puede decidirse por un par de votos, Stevens es conminado a morderse la lengua ante el Congreso y negar tres veces y las que haga falta (ríete tú de San Pedro) que él crea en la plena igualdad entre blancos y negros. Los enemigos de la enmienda le provocan y le hostigan inhumanamente, pero Stevens aguanta el tirón e insiste hasta la saciedad en que él sólo cree en la igualdad ante la ley. Cada vez que lo dice sientes que se le parte el alma. Pero él sabe cuánto sufrimiento hay en juego y qué peligroso es echar a volar la imaginación de los que temen que a la abolición de la esclavitud sigan horrores como el voto negro o, peor aún…¡de las mujeres! Y se traga el orgullo, la dignidad casi. Pocos sacrificios más grandes y más hermosos se pueden hacer por una causa noble.
Otro gran momento de la película tiene lugar al describir el despiadado mecanismo de compraventa de votos que Lincoln no duda en poner en marcha para sumar los sufragios que le faltan. “Se está haciendo historia gracias a la corrupción orquestada por el hombre más puro de América”, describe magistralmente un personaje la situación. Todo el mundo que haya visto de cerca alguna vez las entrañas de la política sabe el alto precio de compromiso que hay que pagar por absolutamente todo…o eso, o la guerra, claro. Para bien y para mal, la política son los demás. Es lo que los unos nos obligamos a hacer a los otros.
Para el pueblo norteamericano el tema de las razas fue, es y será siempre sensible. Porque lo que se ventila va mucho más allá de la desigualdad humana. Es un tema de culpa nacional, es una cuestión de vergüenza, más repartida de lo que parece. A los blancos les repugna haber sido verdugos, a los negros les abochorna haber sido víctimas. Todavía hay toneladas de rencor en el ambiente, las suficientes para que la última y soberbia obra de teatro de David Mamet sobre el tema, Razas, obtuviera una acogida desigual. Digamos que no todo el mundo quedó contento con una narrativa donde no se salvaba ni el apuntador. Donde hasta los buenos eran malos o podían serlo.
Claro, uno se siente mucho más cómodo con historias del tipo Matar a un ruiseñor, que siendo una novela maravillosa, políticamente no deja de ser un monumento al buenismo. El inolvidable Atticus Finch que en el cine interpretó Gregory Peck, ese pedazo de padre viudo y de abogado, que hace todo lo que puede por salvar a un negro injustamente acusado de violar a una blanca, y fracasa miserablemente, pero cuando abandona vencido el tribunal, todos los negros que presenciaban el juicio se ponen en pie y le hacen la ola…no es un mérito menor de esa novela que después de este subidón, el pobre negro muera de mala manera. Revelándose así cómo a menudo la mayor virtud no sirve de nada si no es capaz de detener las ruedas del engranaje.
Lincoln es la historia de un hombre no bueno sino buenísimo, probablemente el mejor presidente que Estados Unidos haya tenido nunca, pero que no le basta con eso y lo arriesga todo, casi su propia alma, para luchar por aquello en lo que cree. “El pueblo te adora, tienes talla semidivina, ¿por qué arriesgarte a meterte en este berenjenal?”, le dicen unos y otros, su esposa incluida, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...
Pero a veces ocurre que tener razón no es una satisfacción sino un fuego que te quema por dentro. Y que no te deja fracasar ni queriendo.
complimenti per l’articolo
Nada sobre los intereses reales de la guerra, de los intereses de la burguesía industrial, comerciante y fiannciera del Norte acreedora del Sur, ni de la política proteccionista para frenar a los competidores europeos perjudicando a las producciones de los estados confederados, nada del ingente beneficio de la liberación esclavos como mano de obra barata para el Norte, ni de los «poderes de guerra» concedidos por el Congreso, ni de los fondos sin control, del habeas corupus que suspendió, de los opositores que arrestó sin orden judicial, de la prensa censurad…un héroe vamos, buenísimo, ya digo.
No la he visto. ¿Mencionan que Lincoln era de ideas socialistas y se carteaba con Marx?
El trailer es disuasorio; ¿quién decide lo que «vende» de la película en un trailer? Resulta sofocante y pretencioso. A la que pueda, iré a ver la peli.
La he visto y la verdad es que parece una vida de santos muy bien disimulada con un poquito de amargura. ¿Y los lobbys abolicionistas e industriales dónde están?